La
pandemia, en tanto fenómeno global, debe ser enfrentada globalmente.
Lo hemos leído y escuchado. Suena lindo. La realidad, en cambio, no
es linda. Porque para que esa utopía, la de la unidad global pueda
cumplirse, no solo se necesitan buenas intenciones sino organismos
y-o líderes en condiciones de convertirlas en realidad.
Instituciones
Existen
organismos globales, partiendo desde las propias Naciones Unidas,
pero todos sabemos lo que es la ONU. En primer lugar un foro mundial.
En segundo, un espacio donde los gobiernos tejen coaliciones,
acuerdos y desacuerdos. En tercero, gracias al derecho a veto que
disponen las potencias mundiales, carece de poder resolutivo frente a
los principales problemas que acosan a la humanidad, sean climáticos,
bélicos o, como ocurre en nuestros días, pandémicos.
Lo
mismo sucede con las grandes organizaciones regionales. La OEA o la
UE, por ejemplo, carecen de dispositivos para coordinar políticas ante peligros comunes. Cuando más disponen de fondos para
repartir en caso de extrema urgencia. Descartando a los grandes
organismos internacionales entonces, la posibilidad de acciones
conjuntas solo puede ser llevada a cabo a partir de acuerdos bi o
multilaterales frente a problemas puntuales (guerras, migraciones,
epidemias)
Alemania
por ejemplo, ha colaborado intensamente con Italia durante la crisis
pandémica. Colaboración que bien mirada es una acción de
autoayuda. En efecto, mientras menor es el grado de contaminación en
países cercanos, menor puede llegar a ser en el propio. Esa premisa
tan simple no ha sido entendida por la mayoría de los gobiernos
europeos. Cada uno se ha encerrado en su propia nación, marcando
distancias inexistentes con los países vecinos. Como si el virus
respetara límites geográficos.
Liderazgos
Otra
posibilidad son los liderazgos. Nos referimos a naciones líderes que
se encuentren en condiciones de mostrar vías para contrarrestarr
problemas comunes. Para poner ejemplos bélicos, algo así como EE UU
y la URSS durante la segunda guerra mundial. En la actual lucha en
contra del virus global en cambio, no existen naciones líderes.
Cuando más voces cuerdas, gobernantes que por instinto práctico
han tomado medidas dignas de ser imitadas.
Cada
gobierno actúa por su cuenta. El internacionalismo coronario es
enfrentado con políticas nacionales. El virus, bajo esas
condiciones, se expande con desconcertante celeridad.
La
nación predestinada a liderar la lucha mundial en contra del
codiv-19, era sin
duda USA.
Por su desarrollo económico, tecnológico y científico, por su
pasado internacionalista probado en dos guerras mundiales, por su
tradición republicana
y
sobre todo por ser vínculo cultural y político entre la Europa
democrática y ese
“lejano occcidente”
llamado
América
Latina,
podría haber estado en condiciones óptimas
para coordinar
la lucha mundial
en
contra del coronavirus. Si no pudo asumir ese rol hay una sola razón.
Esa razón se llama Donald Trump, o si se prefiere, la doctrina
Trump. En
ese punto no podemos sino coincidir
con las opinión
de
la
destacada historiadora Anne Applebaum: “Una
de las realmente grandes tragedias del momento”
-
escribe
- “es
que Estados Unidos tiene hoy a un presidente como
Donald Trump.
En lugar de tener a alguien que buscara unir a personas y esfuerzos
para combatir el
coronavirus,
le tenemos a él, y el problema no es sólo que sea un nacionalista,
sino que es un narcisista que no está interesado realmente en el
destino de su país. Tenemos una terrible mala suerte en estos
momentos. El país líder del mundo occidental en las últimas
décadas está ahora liderado por la persona más catastróficamente
errónea” (El
País, 30.03.2020)
Pueden
entenderse los motivos que llevaron a Trump a desvincularse
económicamente de Europa y convertir a China en un rival también
económico. El problema es que Trump, economicista hasta los huesos,
traspasó su visión de la economía al espacio de la política
internacional sin entender que, aunque economía y política son
dimensiones interdependientes, no son reducibles la una a la otra.
Es
posible ser nacionalista en la economía e internacionalista en la
política. El problema es que para Trump y sus seguidores no es así.
La economía para ellos es lo mismo que la política y punto. Solo
así se explica que una potencia, precaria desde el punto de vista
económico pero dinámica desde el político, la Rusia de Putin, haya
logrado tantos avances internacionales bajo la era Trump.
El
aislacionismo trumpista ha terminado por convertirse en un boomerang
para los EE UU. Cerrado a la posibilidad de comunicar con otras
naciones, tampoco ha sabido aprender de ellas. Todo lo contrario:
confiado Trump en la superioridad económica y tecnológica de su
país, negó en un comienzo la dimensión de la amenaza pandémica.
Cuando el avance del coronavirus ya era irreversible, intentó
desviar la atención de la opinión pública hacia otros ámbitos. Su
delirante política hacia Venezuela, al poner precio a la cabeza de
Maduro, es un ejemplo. Sus anuncios relativos a un ataque iraní a
las tropas norteamericanas establecidas en Irak no fueron creídos ni
en sus propias filas. Cuando no tuvo más alternativa que enfrentar a
la crisis pandémica – lo que ha hecho de un modo populista y
demagógico - toda New York estaba infectada.
Gobiernos
Librados
a su propia suerte y sin control internacional, no pocos países han
sido víctimas de inescrupulosas figuras presidenciales sin formato
ético- político. Si ese control hubiera existido, ni Johnson (a
quien deseamos pronta recuperación) habría podido hablar de la
“extinción natural del virus”, ni López Obrador afirmar que
combatía el virus con un rosario y un trébol de cuatro hojas, ni a
Bolsonaro decir que solo se trataba de “un resfriadito”. Tampoco
las autocracias que proliferan en nuestro tiempo habrían podido
utilizar la cruel enfermedad como medio para acumular mayores cuotas
de poder.
No pocos autócratas han puesto al covid-19 a
su servicio. Maduro, quien tomó medidas a tiempo en medio del
desastre en que ha convertido a los hospitales de su país, utilizó
la pasividad de las calles - y por cierto
las provocaciones inútiles de una
oposición que le exige renunciar sin tener ningún medio para
lograrlo - para aumentar el número de detenciones por motivos políticos. El régimen polaco, sin consultar a ningún gobierno
europeo, decidió posponer las elecciones por dos años.
Y el inefable Orban,
clausuró (léase clausuró, no suspendió) al parlamento húngaro
asumiendo pleno control sobre todos
los aparatos informativos, ante el aplauso
de los anti-demócratas del nacional populismo europeo, Santiago
Abascal a la cabeza. Bajo esos gobiernos, las cifras de contagiados y
muertos serán de ahora en adelante las
que decida cada autócrata o dictador. Si es que alguno necesita
aumentar la tensión pública para intensificar el grado de represión,
estas serán
altas. Si en cambio necesitan mostrarse como exitosos, serán bajas.
En ese sentido, hay gobiernos que no se
diferencian de las personas neuróticas. Mientras hay maximalistas
que elevan la dimensión de la crisis, hay minimalistas que la reducen e incluso ignoran.
Estos últimos son los que están más muertos de miedo.
Tragedias
colectivas y globales como la que representa la expansión del
covid-19 tienen como efecto evidenciar lo mejor y lo peor de la
condición humana. En tanto la política es inherente a esa
condición, el covid-19 ha expuesto, como si fuera una radiografía
global, las predisposiciones patológicas que anidan en diversos
gobiernos de la tierra. Así como muchos de ellos han mostrado
mesura, diligencia y sensibilidad (en América Latina hay varios) hay
otros que han desnudado sus ineptitudes, su demagogia, su
irresponsabilidad, y no por último, su bajísimo grado de civilidad.
En
diversas latitudes la crisis pandémica amenaza con convertirse en
crisis de gobernabilidad. Por si fuera poco. Mondo cane.