Antes que nada es una fiesta de la prensa. Me refiero a la amarilla,
a la roja, a la blanca, o a la de cualquier color. La pandemia con
sus siempre cifras ascendentes, vende.
Ha sido también una fiesta para los filósofos cuando con doctas
voces anuncian que el ser humano es finito, mortal y perecible. Y
para los psicólogos, cuando nos recuerdan que la paranoia puede ser
una epidemia aún más grande que la del coronavirus. Y para los
literatos, cuando asocian al Covid-19 con el Rey Peste de Edgar Allan
Poe, con Muerte en Venecia de Thomas Mann, con La Peste de Albert
Camus. Y para los historiadores cuando nos cuentan de los estragos
causados por la peste negra, la peste española, la peste de
Justiniano, la gripe de Hongkong y la de las Vacas Locas. Y para los
sociólogos cuando nos recitan acerca del virus global y posmoderno
de la era de la globalización. Y para los bancos donde serán
elevados a gusto las tasas de interés y de paso culpar a la
pandemia. Y para los supermercados, vaciados de papel higiénico,
jabones, pastas, conservas, y, por supuesto, cerveza. Y para los
vendedores de mascarillas: los de las calles sucias y los de
amazon.com.
La pandemia ha sido
también una fiesta para muchos políticos.
Al comienzo los
gobernantes del
mundo parecían
formar un coro:
“Tenemos todo controlado”, “nuestro
país está libre de virus”, “hemos tomado todas las medidas,
nadie debe temer”.
Recién, cuando
la epidemia se convirtió en pandemia, cambió el tono triunfalista:
“hemos convocado a
todas las fuerzas vivas de la nación”, “hemos
creado un consejo superior
de estado”, “daremos un ejemplo al
mundo en materia de seguridad”, “tenemos
el mejor servicio hospitalario del planeta”.
El presidente Piñera de Chile, como ya es
costumbre inveterada, puso el detalle cómico: aludiendo sin
darse cuenta al carácter leguleyo que
dicen tener los chilenos, declaró:
exigiremos una declaración jurada en
los aeropuertos.
De acuerdo a la redacción, no se sabe si a
los pasajeros o a los virus
El asunto pasó a mayor cuando algunos jefes de
estado descubrieron que el virus podía servir para estigmatizar a
gobiernos con los cuales no mantienen buenas relaciones. Quien
comenzó el perverso
juego fue Putin, prohibiendo la entrada de
todo chino a Rusia (en China el virus está concentrado en la región
de Wuhan) Erdogan ni corto ni perezoso, lo
siguió, prohibiendo
todos los vuelos que vienen
de Europa (como si Turquía estuviera en Marte). Trump, el
infaltable, encontró el momento preciso
para revivir el anti-europeísmo
de los norteamericanos prohibiendo los vuelos desde
Europa a los EE UU, aduciendo que los europeos no saben controlar el
problema (a esas alturas EE UU tenía más
personas infectadas que varios países de
Europa ) Y como a
río revuelto hay ganancia
de pescadores, el presidente de la Generalitat catalana,
Quim Torra, pidió al gobierno Sánchez
aislar a Cataluña,
léase, no a una
ciudad, no a Barcelona, sino a toda la
región de Cataluña.
Evidentemente Torra intenta
lograr con razones biológicas lo que no ha
podido con razones
políticas:
separar a Cataluña
de España. Así
que ahora, sépanlo: para el independentismo hay
virus españoles
y virus catalanes.
Maduro no podía quedar
fuera del escenario. No
se sabe si siguiendo a Trump o
a Putin o a los dos, prohibió todos
los vuelos desde Europa y -como iba a faltar – desde Colombia.
Venezuela, país del populismo, es ahora
el del pospopulismo.
El que fuera robusto populismo de Chávez tiende cada vez más
a bifurcarse en
dos vías: el populismo-militar de Maduro y
el populismo medial de
Guaidó. Así
como hay dos asambleas
(parlamentos),
hay dos presidentes: uno con poder de fuego, otro con poder
simbólico. El espectáculo que ambas instancias ofrecen
frente a la pandemia,
es, por decir lo
menos, grotesco.
Mientras Maduro, con una mascarilla digna
de Jessse
James poco antes de asaltar un banco, instaba
a fabricar tapabocas artesanales, Guaido dictaba
medidas de gobierno que nunca podrá cumplir pues no tiene cómo.
Demagogia pura, escenificación histriónica morbosa,
representada ante los ojos de un pueblo
sufriente que espera la llegada del virus como una más
de las cien plagas
que debe soportar cada día.
Pocas veces los
políticos del mundo han mostrado de un modo tan unánime estar
dispuestos a usar todos los medios a
su alcance en beneficio de la ampliación
de sus espacios de poder. Para muchos de
ellos el coronavirus no es más que una
expresión del, por Michel Foucault
denominado, “bío-poder”.
Pero hay tal vez una diferencia entre el concepto
bío-poder de Foucault
(tomo primero de
su Historia de la Sexualidad)
con el que hoy ostentan
diversos gobernantes. Mientras para Foucault el bío-poder era
un medio para ejercer control
directo sobre los cuerpos,
el bío-poder de nuestro tiempo
es un medio para impulsar
el crecimiento del poder político,
independientemente de los cuerpos.
Mediante ese
medio los cuerpos dejan de ser cuerpos para
transformarse en
cifras. Y el
Covid-19 pasa
a ser un arma de
una guerra sin cuerpos.
Excepciones a la regla hay, afortunadamente, siempre. Una de ellas
fue, como ha venido ocurriendo en los últimos años, Angela Merkel.
Con voz tranquila y ceño preocupado hizo lo que hace siempre: decir
la verdad. Sin anestesia ni gestos grandilocuentes explicó la
inevitabilidad de la expansión viral. Ante los ojos espantados de
los espectadores, señaló que la cifra de infectados en Alemania,
según proyecciones, puede alcanzar el 70 %. No hizo ninguna promesa.
Solo dijo que su gobierno hará todo lo que esté en sus manos para
paliar la situación. Nadie por supuesto gustó de las palabras de
Merkel. Pero la gran mayoría sintió lo que raramente sentimos
cuando escuchamos hablar a los políticos: la sensación de ser respetados. Respetados como personas, individuos, ciudadanos. En fin,
gracias a Merkel sabemos a que atenernos.
Hay momentos en los cuales los gobernantes, los políticos en
general, deben hacerse a un lado sin desaparecer, pero sí, pasando a
un segundo plano y limitar sus atribuciones a informar sobre lo que
emiten otros poderes más competentes. Por respeto deben escuchar a
quienes día a día luchan contra los efectos malignos del virus:
médicos, enfermeros, trabajadores de la salud en general. Con ese
mismo respeto deben escuchar las voces de las víctimas, las de los
enfermos y las de los deudos. Las de los que sufren enfermedades
crónicas. O las de quienes que, como consecuencia de nuestra edad
avanzada, miramos con preocupación la posibilidad de que la pandemia
también llegue a tocar en la puerta de nuestras casas.
Ya casi nadie piensa que los gobernantes deben ser personas dotadas
de plenos poderes. Y si algunos creen todavía serlas, hay que
decirles simplemente y de una vez por todas, que terminen de hacer el
ridículo. Por respeto. Por respeto a ellos mismos y a los demás.