Este
artículo es parte de un itinerario. Tiene que ver con un tema que me
persigue desde hace una porrada de años:
el de las tensas relaciones que se dan entre la historiografía y la
así llamada novela histórica. Tema reactivado hace solo algunas
semanas, cuando hube de ocuparme de la muy buena novela de Mario
Vargas Llosa “Tiempos Recios”. Una novela sobre la historia de un
momento: la invasión norteamericana a la Guatemala de Jacobo Arbenz
a la que Vargas Llosa trabajó transitando por dos vías: la de la
historiografía y la de la imaginación.
En
“Tiempos Recios” Vargas Llosa nos muestra la verdad de “la
verdad de las mentiras”, esa que nos dice que, a diferencia del
“historiador puro” - vamos a suponer que ese espécimen existe –
el novelista tiene un pasaporte que le permite indagar más allá de
datos escuetos, y es el que le da su capacidad de imaginar lo que
“podría” haber sucedido entre seres reales antes del momento en
que sus decisiones pasaran a figurar en los anales de la historia.
Entonces
acuñé un término que
deberé patentar: “intra-historia”. Usado para diferenciarlo de
esa meta-historia a la que mal nos acostumbraron historiadores
positivistas y marxistas según quienes los actores de la trama
histórica no son más que epifenómenos de procesos determinados por
leyes pre-establecidas.
Pues
bien, al escribir sobre “Tiempos Recios” recordé de pronto una
polémica que tuvo lugar el año
2002, cuando ese buen escritor llamado Javier Cercas escribiera su
gran novela “Soldados de Salamina” en la que, según el mismo
Cercas, “todo es verdad”. Y aquí comenzó un lío ¿puede
ser llamada novela una donde todo lo que sucede es verdad? Y si así
fuera, ¿dónde
situamos los límites entre la novela histórica y la historiografía?
Menudo problema.
Al fin
se impuso la tesis salomónica de Vargas Llosa: “Soldados de
Salamina” es una novela donde todo es verdad y por lo tanto es un
libro de historia, pero a la vez es novela porque la estructura de la
narración corresponde con los cánones de una clásica narración
literaria.
Pero
cuando todo parecía resuelto, el problema se nos ha vuelto a
complicar gracias a Arturo Pérez-Reverte, un escritor que desde hace
mucho se pasea por la historia de su país como Pedro por su casa.
El
nuevo problema puede ser formulado en clave de pregunta: ¿A
cuál genero
pertenece la historia de una nación cuando no es escrita por un
historiador sino por un novelista? Visto al revés el problema sería
más fácil: si un historiador
escribiera una novela, la suya sería una novela. Pero si un
novelista de la
talla de Pérez-Reverte escribe un libro de historia, aunque sea
saliendo de las normas que hacen de una novela una novela ¿será
la suya un libro de historia?
La verdad, no lo sé. A veces hay que saber decir “no lo sé”.
Lo
que sé es que Pérez-Reverte tituló su libro “Una Historia de
España”. Una, es decir la suya y de nadie más. Si para otros la
de Pérez-Reverte no fuera una historia, para él lo es. Por lo
demás, aunque Pérez-Reverte no hubiera escrito una historia, no
sería el primero que titula como historia un libro que no es de
historia. Acordémonos por ejemplo de “la historia de la
sexualidad” de Michel Foucault cuyos tomos tienen que ver muy poco
con la sexualidad y nada con la historia.
Pero
vamos al hueso: “su” historia de España es un libro fascinante.
Si lo tomas no lo soltarás hasta terminarlo, algo que nunca podría
suceder leyendo a un historiador “de verdad”. Aunque la
conocíamos en capítulos publicados por entregas, la fascinación no
disminuye al ser leída como conjunto. Todo lo contrario. Y, por si
fuera poco, Pérez-Reverte cumple con todas las exigencias que supone
escribir un libro de historia. Primero: sigue una cronología.
Segundo: se atiene a los hechos y no inventa ninguno. Tercero: narra.
Cuarto: interpreta. Y quinto, lo más difícil para un historiador,
busca (y encuentra) líneas de continuidad que se extienden desde la
pre-historia de la nación hasta llegar a nuestros días.
El
quinto punto marca todo el texto. La intención parece ser clara:
Pérez-Reverte busca entender el carácter adquirido por España a
partir de su historia siguiendo una premisa: una
nación no es lo que es sino lo que ha llegado a ser. Veamos:
Las
guerras:
Como todas las naciones, España
nació de las guerras. Ya antes de ser
nación sus generosos campos fueron ensangrentados por interminables
guerras de godos, visigodos, íberos, celtas y no sé cuanto más.
Pero
mientras
en otras latitudes
llega
un momento en que la lluvia de guerras amaina, España siguió
guerreando, cuando no frente a otras naciones, consigo misma, hasta
llegar a ostentar el récord mundial de guerras civiles.
La
muerte:
En esa lucha que tiene lugar en cada individuo, tradición, cultura y
nación, la que se da entre el principio de la vida y el de la
muerte, el segundo, el de la muerte, va ganando hasta ahora por
puntos. Por supuesto, no es particularidad española.
Lo que sí es muy español
(y de rebote, latinoamericano) es la glorificación de la muerte, su
culto, el deseo colectivo de morir y de matar en nombre de algo, sea
Dios, la raza, el linaje, la patria, el futuro o el pasado. La
historia universal es una degollina, pero mientras la mayoría de las
naciones la oculta, los
españoles
(con excepción de algunos
hombres buenos) la enaltecen y la exaltan. La razón la da a conocer
Pérez-Reverte:
la historia de España
ha sido la historia de sus ejércitos, de su Santa Iglesia y de una
agobiante mayoría de malos monarcas. Razón que ha impedido al país
avanzar hacia la modernidad sin cojear.
Los
mitos:
Todas las naciones han sido construidas sobre mitos y España
está lejos de ser una excepción. No obstante, mientras en los
países donde las tradiciones liberales y democráticas no han sido
impuestas sino adquiridas y, por lo mismo, los mitos relegados a los
más recónditos lugares del pasado, las historias oficiales
españolas
los estatuye. Hecho que ha llevado a marcar al país con una
contradicción aún no resuelta: la que se da entre los detentores
del poder (obispos, monarcas, generales) y
los representantes de la cultura, de las artes y de las letras. Pérez
Reverte se encuentra situado en la tradición de los segundos, los
defensores de la inteligencia y de la razón. Visto así “su”
historia no es imparcial. Como tantos de sus dignos predecesores –
desde Cervantes, Lope, Quevedo, Calderón, hasta llegar a los grandes
escritores hispanos de nuestros días (entre los cuales Pérez-Reverte
ocupa un merecido
sillón) – libra una lucha sin cuartel en contra de la mitomanía
oficial y colectiva. Tarea que asume con pasión, con fuerza y, no
por último, con sentido del humor. Destruir mitos es su goce
personal y político a la vez.
Digo
goce en dos sentidos. Por una parte Pérez-Reverte
se divierte escribiendo.
Por otra – sentido lacaniano del goce – sus pulsiones van
dirigidas
en contra de los heraldos de la mitología. La verdad sea dicha, no
dejó mito con cabeza. El mito de que España
nació como España
lo contradice afirmando que - aún después de la unificación de
Castilla y Aragón- seguía siendo un conglomerado de reinos. El mito
de que el latín ha muerto lo niega afirmando de que todavía vive al
interior de las lenguas latinas. El mito de la heroica resistencia a
las invasiones musulmanas lo enfrenta con las verdad de miles y miles
de católicos convertidos al Islam. El mito del
Al-Andaluz tolerante según el cual cristianos, judíos y musulmanes
poco menos que se amaban, lo contradice afirmando
que “las tres culturas”
no se soportaban
entre sí. El mito de que el castellano fue impuesto a sangre y fuego
como idioma oficial lo disuelve al decir que
esa fue una simple casualidad de la historia. El mito de reyes justos
y piadosos lo elimina mostrando como la mayoría, salvo honrosas
excepciones, formaron una larga fila de tarados, viciosos y cornudos,
a la vez que no pocas santas reinas resultaron ser más putas que la
María Martillo. A los heroicos guerreros
que luchaban por el rey y Dios los ve como turbas peleando contra
quien fuera, a cambio de un plato de comida caliente. A la mitomanía
catalana tampoco le deja un pelo en la calva. Afirma que nunca hubo
un rey catalán llamado Wilfredo y, ni por casualidad, un rey
catalán, pues nunca Cataluña
fue una nación, cuando más una unidad territorial del reino
de Aragón. Para rematar presenta a las elites catalanas como una
manga de oportunistas quienes, cuando los bolsillos suenan, declaran
ser más españoles
que el pasodoble, y cuando no, furiosos independentistas.
Con
la historia moderna no se lleva mejor. Después
del ataque de cordura que tuvo lugar bajo el reinado
de Alfonso Xll, los socialistas, Largo Caballero
a la cabeza, lanzaron por la borda la posibilidad de construir una
república liberal y democrática. Los falangistas a su vez, antes de
la Guerra Civil no pasaban se ser cuatro gatos. Y hablando de la
Guerra Civil (la última entre tantas) desmonta el mito
del que se ufanan los ultras con y sin coleta, el de “nuestros
heroicos abuelos republicanos”, aduciendo
que esos
abuelitos fueron tan crueles, sanguinarios y saqueadores como los
abuelos franquistas.
Y todo eso lo dice haciendo galas de un humor que te hace soltar
carcajadas. Aunque después uno recuerde que el humor, en sentido
freudiano, es solo un
invento que usamos para hacer soportables las angustias y tragedias
de la vida. Creo que en ese sentido lo usa Pérez-Reverte:
“Reír para no llorar”.
Al
llegar a los últimos capítulos Pérez-Reverte
morigera un
tanto su excelente
sentido del humor. Más bien lo vemos preocupado. Y no es para menos.
Después de haber alabado a
ese milagro que fue el
periodo de transición de la dictadura a la democracia, cuando los
políticos
– quizás por primera vez en la historia de España
- hicieron bien lo que había que hacer, avista nubarrones en el
horizonte. Ya no vienen del pasado sino del futuro. De
esa España
que nuevamente parece haber perdido contacto
con la centralidad política, de esa nación otra vez polarizada en
dos extremos, uno minoritario de izquierda
enquistado con inigualable astucia en las oficinas del Estado y otro
que crece y crece desde las más extremas derechas.
Apartando
malos augurios, corresponde al autor de estas líneas hacer
una autocrítica. Si al
comiezo dudé que la de
Pérez-Reverte fuera
una historia, las dudas
han sido disipadas. Por
eso ahora puedo afirmar:
claro
que es una historia. Pérez-Reverte,
mientras escribía su
libro, fue efectivamente un historiador de
tomo y lomo. Quiero
decir: la suya no es solo “su” historia. Es, además, historia de
España. Y de las buenas, no joda.