(Alrededor de los libros)
Jesús:
“¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino solo uno, Dios”
(Marcos 10:18)
Existe un
dicho muy popular: “La historia la escriben los vencedores”. Pero
al cotejarlo con la realidad comprobaremos que es falso de punta a
punta. Mas bien ha ocurrido lo contrario. La historia de lo sucesos
decisivos de la modernidad no ha sido escrita casi nunca por los
vencedores. O esa tarea la han asumido escritores ajenos al lugar de
los hechos historiados, o ha sido revancha de los vencidos. Ha
ocurrido así desde la revolución francesa hasta nuestros días.
Cierto es
que hasta comienzos del siglo XX predominaba en la historiografía
francesa una abierta y militante condena al Ancien Régime. Pero
también es cierto que paralelamente fue surgiendo una historiografía
que pondría en tela de juicio la legitimidad del regicidio, los
crímenes de Robespierre y los desmanes de las turbas jacobinas. Fue
así que historiadores de la talla de François
Furet, secundado
políticamente por Claude Lefort, siguiendo la tradición inaugurada
por Alexis de Tocqueville y
las interpretaciones de Edmund Burke,
dieron al traste con el mito de
los buenos revolucionarios y los malos monarquistas impuestos por
historiadores marxistas como Albert Mathiez, por nombrar a uno de los
más connotados.
En el caso
de la revolución rusa el fenómeno fue más explícito. La
historiografía acerca de la revolución de octubre comenzó a
hacerse a partir de la Historia de la Revolución Rusa escrita
por Leo Trotzky quien de los derrotados fuera el más derrotado. A la
inversa: no hubo ningún historiador estalinista digno de mención.
Después de Trotzky la tarea fue asumida por plumas europeas. Los
libros sobre la revolución rusa escritos por D. H. Carr, Chistopher
Hill, Isaac Deutscher y otros, siguen siendo clásicos inolvidables.
Pero
quizás el ejemplo más ilustrativo que demuestra como la historia no
la hacen los vencedores ocurrió en la España de la Guerra Civil. La
cantidad de historiadores y literatos españoles y europeos que
tomaron abierto partido en contra del franquismo, es sencillamente
apabullante, hasta el punto que podría decirse -y el escritor Javier
Cercas lo dijo- “el franquismo ganó la guerra militar pero perdió
la cultural”. Solo recién después de la caída de los muros
ideológicos de la Guerra Fría ha comenzado a tomar forma una
reinterpretación de esa historia terrible que por cierto no intenta
reivindicar ni al franquismo ni a Franco, pero sí demostrar que el
antagonismo simple: los buenos (los republicanos) y los malos (los
franquistas), no da cuenta de toda la realidad vivida por España
bajo la despiadada tutela de El Generalísimo.
Como suele
ocurrir, la interpretación literaria ha ganado la delantera a la
historiográfica. Algo que no debe asombrar: la novelística
histórica tiene un pasaporte que le permite ir más allá de los
hechos, apelando al simple recurso de la imaginación. En cierto modo
traza caminos que después los historiadores recorrerán. Incluso, en
la literatura popular, un novelista tan amigo de la historia como es
Arturo Pérez-Reverte – “su” Historia de España me espera en
el estante – no trepidó en convertir en héroe a un sicario al
servicio del franquismo: Falcó. Algo que 20 años atrás habría
sido impensable. Que hoy sea pensable, lo debemos a algunos
escritores que, en la época cuando imperaba el categórico esquema,
“malos allá, buenos acá”, fueron abriendo grietas, demostrando
que no todos los malos eran tan malos y que entre los buenos había
no pocos que no lo eran.
Digámoslo
de modo escandaloso: la historia no existe, lo que existe en
nombre de la historia es la historiografía, vale decir, la historia
escrita por los historiadores. Y la tarea
historiográfica, en sus dos fases principales: selección e
interpretación de los hechos, no puede ser totalmente objetiva. Pues
el historiador, aún sin ser un ente ideológico, vive siguiendo
coordenadas que se dan en el tiempo y lugar en que él está
viviendo. Incluso en la faena que puede ser la más objetiva, la
selección de los hechos, será maniobrado por cierta subjetividad.
Así, para un historiador un hecho puede ser determinante y para otro
muy secundario. Ni hablemos de la interpretación. Allí las
diferencias son más que ostensibles.
No es lo
mismo escribir, por ejemplo, “el pueblo revolucionario se apoderó
de la torre de la Bastilla”, que escribir, “la Bastilla fue
asaltada por una turba alcoholizada”. Las dos interpretaciones
podrían ser incluso ciertas (las chusmas alcoholizadas son parte del
pueblo) Pero el énfasis puesto por el historiador determina el
sentido de cada frase. ¿Quiere decir que nunca vamos a conocer
definitivamente a la realidad histórica? En términos absolutos, no.
Pero en términos aproximados, sí. Ahora, el mayor o menor grado de
aproximación dependerá siempre de la revisión de los hechos,
proceso que no termina jamás. La historiografía no tiene límites.
Ninguna historia está definitivamente contada. Incluso puede suceder
que actores aclamados una vez como “buenos”, con el correr del
tiempo, bajo la luz de nuevos hechos y nuevas interpretaciones,
puedan dejar de serlo.
Y así
llegamos a la pregunta ineludible: ¿Se encuentra la historia
determinada por el tiempo político de los historiadores? En parte,
sí. Pero por otro lado siempre, como en muchas actividades de la
vida, habrá historiadores que salten más allá de las coordenadas
del tiempo y del lugar donde habitaron. Eso nos lleva a suponer que
mientras más alejado en el tiempo se encuentra un historiador con
respecto a determinados hechos, es decir, cuando no está bajo el
influjo de las pasiones de los actores históricos, mejores y mayores
serán sus posibilidades para aproximarse a la verdad de los hechos.
Podríamos decir entonces que en la historiografía rige el
principio: “mientras más lejos más cerca”. Mas no en la
política. Así como la historiografía vive de la lejanía, la
política vive de la cercanía. “Ahora y aquí” es lema de la
política. “Después y más allá” debería ser el de la
historia.
Naturalmente,
la actividad historiográfica se encuentra políticamente
interferida, pero lo importante es que esas interferencias no sean
las mismas que actuaron en el tiempo en que ocurrieron los hechos. En
este último caso la historiografía tendría solo un valor
testimonial.
Afortunadamente
los historiadores no están solos. Como ya hemos insinuado, suelen
ser antecedidos por literatos con tendencias historiográficas,
novelistas de la historia quienes, si bien no son fieles a los
hechos, intentan ser al menos fieles a su comprensión. La novela
histórica es efectivamente un género muy particular en donde la
fantasía se encuentra subordinada al principio de realidad. Para
ejemplificar no será necesario retroceder hasta Alexander Dumas. En
el caso que nos preocupa, el de la Guerra Civil española, la
redefinición de “los malos” y de los “buenos” no está
finiquitada. Así lo entendió Javier Cercas cuando escribió su
novela más famosa: Soldados de Salamina, publicada el año
2001.
Tranquilos:
nadie va a intentar hacer aquí una reseña literaria de un libro
veinteañero. Estoy solo trayendo a colación un caso que podríamos
denominar paradigmático, uno que en su tiempo desató una fuerte
polémica acerca de las relaciones entre literatura e historiografía.
La “culpa”, por cierto, la tuvo el mismo Cercas al anunciar que
Soldados de Salamina es “una novela donde todo es verdad”.
Pues allí surgió la inevitable pregunta: ¿es una novela donde todo
es verdad una novela? ¿No es una novela donde todo es verdad un
texto de historia? Esa fue la razón por la cual la crítica
literaria, en lugar de analizar el fenómeno creado por Cercas se
dividió entre quienes vieron en Soldados de Salamina un libro
de historia y quienes la entendieron como novela. Entre los segundos,
la más destacada recepción fue la de Mario Vargas Llosa, en un
acucioso artículo publicado en El País titulado El sueño
de los héroes (03.09. 2001). Según el Nobel, el libro de Cercas
es una novela en todos los sentidos de la palabra. Y desde su punto
de vista tiene razón: el uso de tiempos contrapuestos, los
soliloquios, los diálogos, son recursos literarios muy bien
trabajados por Cercas. El problema es que – no lo dice Vargas Llosa
– contradice una de las tesis del escritor peruano, formulada en su
ensayo La verdad de las mentiras. Según esta tesis, para
revelar su verdad el novelista debe imaginar y al imaginar no se
ajusta a la verdad objetiva. Cercas, por el contrario se ajusta, o
dice ajustarse a la verdad objetiva. Precisamente por esa razón fue
furiosamente atacado por dos conocidos intelectuales españoles:
Arcadis Espada y Gregorio Morán.
Espada
quien mantuvo (o mantiene) una permanente enemistad con Cercas lo
acusó de distorsionar los hechos históricos. Morán, aún más
virulento, afirmó que el personaje central de la historia (o novela)
de Cercas, el falangista Rafael Sánchez Mazas, fue reinventado por
Cercas.
Naturalmente
Cercas podría haberse defendido como una vez lo hizo García Márquez
cuando un grupo de historiadores colombianos le enrostrara que su
novela sobre Simón Bolivar El general en su laberinto,
contenía graves errores históricos: “Me van a perdonar los
señores” - dijo el Nobel colombiano- “yo no escribí un libro de
historia sino una novela”. Cercas, en cambio, con tozudez española,
defendió a muerte “la verdad de sus verdades” y, como suele ser
también hispana costumbre, los polemistas se dijeron de todo. Solo
les faltó mentarse la madre (seguro que lo hicieron en privado)
Pero vamos
a lo importante: Cercas mantuvo incólume su posición: lo que él
escribió -lo volvió a afirmar en un epílogo a la republicación de
su obra en el 2015 - no fue una novela histórica sino una historia
novelada. Lo que no dijo sin embargo, es ostensible. Que la reacción
visceral de Espada, Morán y otros, expresaba una resistencia, no
tanto a la verdad histórica, sino al hecho de que el héroe de
Cercas, Sánchez Mazas, no fue solo presentado como un canalla
fascista, sino también como un excelente escritor, un hombre
sensible a las ideas, un intelectual de tomo y lomo. En otras
palabras, Sánchez Mazas fue, para Cercas, un malo no tan malo.
Historia o
novela, novela o historia, Soldados de Salamina relativizó
una historia que estaba a punto de convertirse en oficial.
Rafael
Sánchez Mazas, amigo personal del carismático Primo de Rivera,
fundador de la Falange, el primer fascista de España, como se
autodenominaba, hizo sus primeros pasos en el ambiente de la
pre-guerra, en los cafés donde intelectuales socialistas discutían
con los nacionalistas sin pasar de las palabras a los hechos. Cuando
ser fascista -antes de Mussolini, Hitler y Franco- solo significaba
creer en una nación, en el regreso del ser a su condición natural
opacada por la realidad social, en un romanticismo vitalista e
incluso naturalista y en el culto a la acción heroica. Una
ideología, como tantas otras más, eso era al fin el fascismo
pre-franquista.
Pues bien,
al leer o revisar casi veinte años después la novela (o historia)
de Cercas no pude evitar hacer un paralelo entre su vida con el
destino que han corrido muchos intelectuales de izquierda. Personas
que iniciaron su vida política creyendo en la igualdad social, en
las teorías sobre la plusvalía y la alienación del trabajo por el
capital, en la revolución proletaria y en el paraíso terrenal. Y al
final como ocurrió a Sánchez Mazas durante el franquismo,
terminaron por convertirse en funcionarios de poderes criminales como
el estalinismo, el maoísmo y el castrismo cuyos adalides, sin
estudiarlas, convirtieron determinadas ideas en burdas
doctrinas de legitimación.
Soldados
de Salamina: ¿Historia o novela? ¿Historia novelada o novela
historizada? ¿O las dos cosas a la vez? Mantenerse hoy en esa
discusión carece de sentido. Al fin y al cabo mi experiencia con el
libro fue otra: Porque cuando lo leí, hace ya casi dos décadas, no
me pregunté acerca del género del texto. Simplemente me gustaba lo
que estaba leyendo.
Pero al
comenzar el año 2020 he comenzado a hacerme preguntas acerca de la
relación entre la historiografía y la imaginación literaria. Tiene
tal vez que ver con el espectáculo que ofrece esa España de hoy
donde Podemos, ya en el poder, acusa de fachos a todos quienes no
comulgan con sus oxidadas ruedas ideológicas. Inevitable ha sido
acordarme de Soldados de Salamina. Fue así que volví a
releer los pasajes por mí subrayados, tanto tiempo atrás. Y al
hacerlo me di cuenta de que, efectivamente, no había leído el libro
ni como novela ni como historia, sino como un texto de reflexión
política. Si se quiere, como un aporte al pensamiento político de
nuestro tiempo. Pude entonces corroborar una suposición que me
persigue: la de que cada lector establece un diálogo distinto con el
autor. O la de que cada uno lee un libro no solo de acuerdo a lo que
el libro dice sino de acuerdo a lo que uno es. Y como cada uno de
nosotros es muchas cosas a través del tiempo, a veces estamos al
lado de los buenos y otra veces al lado de los malos.
Quienes
son los buenos y quienes son los malos lo sabemos después.
Quizás mucho después. Si es que llegamos a saberlo. Pues, si bien
el dicho “la historia la hacen los vencedores” ha demostrado ser
falso, aquel otro que afirma: “el camino hacia el infierno está
plagado de buenas intenciones”, ha probado ser más verdadero.