ALREDEDOR DE LOS LIBROS
“Me veo en el deber de referir lo que se me cuenta, pero no a creérmelo todo a fe ciega. Esta afirmación es aplicable a la totalidad de mi obra”. (Heródoto VII, Las Guerras Médicas, 151, 3).
Es
una novela, no un libro de historia. Nadie puede pedir a Mario Vargas
Llosa que se ajuste exactamente a los hechos y a las fechas.
Pero Tiempos Recios es una novela histórica. Género
que se define por la recurrencia a periodos y personajes reales entre
quienes un autor teje una trama, real o ficticia. Y evidentemente, el
mismo autor se preocupó de que esa – seguramente una de las
mejores novelas en su largo historial – rompiera con la linealidad
cronológica de un clásico texto de historia. Y lo hizo volviendo a
uno de sus más conocidos recursos, algo abandonado después de La
Casa Verde: la utilización del tiempo faulkneriano, vale decir,
extendiendo un plano donde pasado y presente irrumpen de modo
alternado. Cabe agregar: los mejores discípulos de Faulkner son
latinoamericanos. Vargas Llosa – y Juan Carlos Onetti, no nos
olvidemos nunca de él – han sido los más aventajados.
Es
el de Vargas Llosa el tiempo del pensamiento. Un tiempo que va y
vuelve del pasado al presente cuando pensamos sobre hechos que ya
ocurrieron pero de algún modo continúan “vivos”. Ese tiempo
pasado que según William Faulkner, “no ha pasado”. Fue también
el tiempo de los primeros historiadores de la humanidad.
Los tiempos de Homero, Heródoto y Tucídides, no tenía nada que ver con el de los procesos meta-históricos de la historiografía moderna, sino con hechos descritos a partir de las acciones de sus actores (héroes). Es por eso que la historiografía griega dejaba un gran espacio a la imaginación del historiador hasta el punto que aún no sabemos si la Iliada o la Odisea son libros literarios o históricos. Probablemente son las dos cosas a la vez.
Pero
vamos al punto: Vargas Llosa es sin duda un escritor riguroso. Ha
probado serlo en muchas de sus novelas. Sus investigaciones sobre
tiempo y lugar son acuciosas; en ese punto no se diferencia de un
buen historiador. Cierto, novelista al fin, la realidad histórica
termina siendo sometida al imperio de la ficción, aunque en
determinados momentos de Tiempos Recios – en La
Fiesta del Chivo también- tenemos la impresión de que la
ficción se encuentra subordinada al principio de realidad. Y bien,
justamente a partir de esa combinación de realidad y ficción,
obtenemos una visión de los hechos tanto o más real, incluso más
objetiva, que aquella que se deduce de una historiografía “pura”.
No es paradoja: es una de las tareas que corresponde a la novelística
histórica: la de indagar más allá del conocimiento objetivo de los
hechos.
Ese
conocimiento llamado objetivo no da ni puede dar cuenta de la verdad
de los hechos. Solo nos relata acerca de lo que aparece en la
superficie. Pero no nos dice nada acerca de como llegaron a aparecer.
De tal modo que, aunque parezca contradicción, el conocimiento
objetivo será siempre superficial. Acerca de lo que ocurre debajo de
esa superficie, sabemos muy poco. Solo podemos acceder a ese “debajo”
si utilizamos una de las herramientas de la inteligencia: la
imaginación. Imaginación vedada al historiador; mas no al novelista
histórico.
Mal
historiador sería aquel que recurriera a su imaginación para dar
cuenta de los hechos. Mal novelista el que no recurriera a su
imaginación para indagar que es lo que ocurrió en ese espacio
cerrado a la ciencia del conocimiento. Pues allí donde termina el
conocimiento, comienza la imaginación.
Por
supuesto, la versión agregada que proporciona la imaginación del
escritor no es objetiva pero puede ser incluso más verdadera que la
del historiador. Por lo menos en un punto: nos hace comprender que
detrás de los grandes eventos históricos hay una multitud de hechos
ocultos que los explican: conversaciones secretas, chantajes, miedos,
intrigas, debilidades humanas, pasiones mal contenidas, relaciones
amistosas y sexuales, llamados telefónicos, mucha plata, y tanto
más.
El
novelista histórico tampoco conoce ese submundo, pero he ahí el
detalle: lo imagina. Gracias a esa imaginación no conocemos mejor el
hecho histórico pero, si el escritor es tan bueno como Vargas Llosa,
lo entendemos mejor. Se trata, efectivamente, de “la verdad de las
mentiras” según la expresión ensayística del autor peruano. En
nuestra terminología se trataría de una “intra-historia”. Me
explico:
Así
como existe la meta-historia del historicismo progresista, sea este
positivista, hegeliano o marxista, una donde los hombres se equivocan
pero la historia jamás, existe también una intra-historia de la que
no somos plenamente conscientes. No se trata de un inconsciente
colectivo como imaginó C. G. Jung ante la ira de Freud, sino de algo
que, definitivamente, nos es desconocido.
Antes
de Tiempos Recios conocíamos los llamados hechos
objetivos que dan lugar a su narración. Sabíamos que Guatemala,
como casi todos los países centroamericanos, era tierra de
dictadores, carniceros uniformados coaligados con una
pseudoaristocracia racista y cruel. Que la United Fruit había
instalado un verdadero imperio colonial en la región, que no pagaba
impuestos y que explotaba a los indígenas con sueldos de hambre.
Sabíamos también que después de la dictadura del general Jorge
Ubico aparecieron en Guatemala dos hombres buenos: los presidentes
Juan José Arévalo y el general Jacobo Arbenz, y que este último
radicalizó el “autoritarismo ilustrado” del primero intentando
reformas sociales, incluyendo en ellas un desafío a la United Fruit o el Pulpo, o la Mamita Yunay -hay que volver a leer
la impactante novela de Miguel Angel Asturias- una tímida reforma
agraria. En verdad, una simple recuperación de tierras ociosas.
Sabíamos
además, que los EE UU de Eisenhower financiaron al ejército
“liberacionista” del general Carlos Castillo Armas y que aviones
norteamericanos bombardearon a cientos de comunidades agrarias
sembrando con cadáveres los campos guatemaltecos. Sabíamos que
Castillo Armas fue asesinado como consecuencia de una misteriosa
confabulación donde el dominicano Rafael Leonidas Trujillo metió
sus largas manos. Y sabíamos que los EE UU a través de la CIA
lograron imponer la dictadura militar del general Miguel Idígoras
Fuentes. Todo eso lo sabíamos y para saberlo no necesitábamos leer
Tiempos Recios. Pero gracias a la imaginación de Vargas Llosa
podemos saber, además, muchas otras cosas que no imaginábamos.
No
imaginábamos que el mestizo Castillo Armas (Cara de Hacha) sentía
desde su juventud en la escuela militar un odio racista en contra del
“blanco” Jacobo Arbenz. Ni la fidelidad política que guardó a
Arbenz su culta esposa, la salvadoreña María Vilanova. Ni el poder
que podían alcanzar cortesanas ilustradas como Martita Borrero en
las habitaciones de dictadores y tortuosos agentes, ni mucho menos
que durante Castillo Armas, las mujeres del dictador, la amante y la
esposa oficial, fueron símbolos en torno a los cuales tomaron forma
las tendencias liberales y las ultra conservadoras del país.
Tampoco
imaginábamos como personajes secundarios de la narración podían
ser determinantes en la intra-historia, hasta el punto que, de
acuerdo a la novela podían llegar a constituirse en actores
principales, como el corrupto agente dominicano Abbes García, al
fin, verdadero “héroe” de la novela. No imaginábamos tampoco
que el embajador norteamericano podía ser una persona tan bruta como
lo retrató el escritor. Y aunque sabíamos que entre dictadores como
Anastasio Somoza, Castillo Armas, Papa Doc, Pérez Jimenez, y otros,
existía una red geopolítica, no sabíamos del poder que sobre ella
ejercía el dominicano Rafael Leonidas Trujillo. Todo eso podemos
ahora imaginarlo gracias a Vargas Llosa. No sabemos más pero lo que
ya sabíamos, lo sabemos mejor.
Vargas
Llosa no pudo ocultar que a través de la escritura de Tiempos
Recios tuvo lugar un pleito entre dos de sus personalidades:
la del escritor fantasioso que siempre ha sido y la del político
humanista y liberal que una vez quiso ser. Si me preguntaran quien
ganó ese pleito yo diría que hubo empate. Hacia las últimas
páginas parecía que ganaba la imaginación literaria. Pero en el
capítulo final, dando un vuelco que no dudo en calificar de genial,
Vargas Llosa decidió meterse el mismo en el libro como personaje,
entrevistando en compañía de Tony Raful (La rapsodia del
crimen, Trujillo versus Castillo Armas, Santo
Domingo, Grijalbo 2007) a la “heroína” de su libro, la ya
ochentona, Marta Borrero. Ahí el escritor no resistió la tentación
de emitir juicios en contra de la política de los EE UU hacia
América Latina. Juicios que son propiedad de los
historiadores. Por eso, como el escritor que es, Vargas Llosa se
permitió pensar en subjuntivo, algo que nunca debe hacer un
historiador.
Cito
las últimas palabras de Tiempos Recios: “Hechas las
sumas y las restas, la intervención norteamericana en Guatemala
retrasó decenas de años la democratización del continente y costó
millares de muertos, pues contribuyó a popularizar el mito de la
revolución armada y el socialismo en toda América Latina. Jóvenes
de por lo menos tres generaciones mataron y se hicieron matar por
otro sueño imposible, más radical y trágico todavía que el de
Jacobo Arbenz”.
La
brutal intervención de EE UU en Guatemala fue, según Vargas Llosa,
el eslabón inicial de una cadena de acontecimientos que aún no
terminan de cristalizar. EE UU, en efecto, con la excepción de
cuatro gobiernos, los de Carter, Clinton, Bush (padre) y Obama,
ha mantenido una agresiva política hacia América Latina, explicable
solo en parte por los avatares de la Guerra Fría, dando impulsos y
bríos a los enemigos de la democracia, fueran estos de izquierda o
de derecha. El comportamiento de los técnocratas de la CIA, eficaces
a la hora de tejer intrigas y sobornar políticos y militares, pero
incapaces de entender los cursos políticos de cada nación, nos lo
deja muy claro Vargas Llosa en ese personaje seguramente inventado,
“el agente que no se llamaba Mike”.
Pocos
países han trabajado más en contra suya que los EE UU en América
Latina. La intervención descarada de la CIA y de la ITT en el Chile
de Allende parecía ser el último eslabón de esa cadena. Pero
después continuó con su apoyo a los “contras” en Nicaragua y a
los escuadrones de la muerte en El Salvador. Una historia de
intrigas y crueldades en compañía de personajes deleznables (no
olvidemos que Noriega fue agente de la CIA en Panamá) a los que
entronizaba para después derrocarlos.
Se
prueba así una vez la máxima kantiana: “sin Constitución hasta
los ángeles actúan como demonios”. Hacia el interior rige en los
EE UU una Constitución a la que todos veneran. Fuera del país, esa
Constitución no rige. Allí, los EE UU a través de la CIA y sus
esbirros, han soltado a todos sus demonios.
Creíamos
que esa historia estaba por finalizar. No ha sido así. Lo hemos
visto recientemente en la actuación del gobierno Trump en Venezuela.
Para tranquilizar con fines electorales a la ultraderecha maiamera,
Trump ha llegado a hablar de invasiones y de posibles golpes de
estado, paralizando a la oposición y permitiendo que su conducción
fuera ganada por grupos antidemocráticos, apartando así de una
exitosa vía electoral a la mayoría del país.
Las
conversaciones que tienen lugar entre personeros de Trump con los
agentes de Maduro y de Putin, no las conoce nadie. Esas son las venas
cerradas de América Latina. Pertenecen a esa intra-historia a la
cual solo podemos acceder gracias a la imaginación de escritores
como Vargas Llosa. Quizás alguna vez, otro escritor tan político
como Vargas Llosa, reconstruirá la historia secreta de Venezuela en
los tiempos de Trump.
Si
me pidieran una opinión muy breve sobre Tiempos Recios yo
diría: “es una gran novela histórica”. Después agregaría:
“una que debe ser leída con urgencia por políticos y por
historiadores”. Y no por último, afirmaría: “Pero como quien
aquí escribe estas líneas no es un crítico literario, no hay que
hacerme mucho caso. Al fin y al cabo no escribo “sobre”, sino
“alrededor de los libros”.