Fernando Mires - Chile: REBELIÓN EN CONTRA DE LA DEMOCRACIA



Pocas veces las respuestas han sido tan diversas. Incluso contradictorias entre sí. Son las que han dado cientos de expertos: psicólogos, sociólogos, antropólogos y otros “logos”, al ser consultados para que nos expliquen las razones de la violencia extrema desatada en Chile por bandas organizadas de jóvenes: las llamadas turbas.

Para unos son la versión chilena del lumpen proletariado. Para otros son los habitantes de un apartheid. No faltan quienes nos dicen que son pobres urbanos levantados en contra de la riqueza ostentosa. Otros, poniéndose en pose nos enseñan que se trata de jóvenes “descompensados” o sin “autoestima”. No faltan los que despachan el tema con conceptos peyorativos: chusma, despojos, vándalos, hooligans, barras bravas y, por cierto, drogadictos o hijos del narcotráfico.

Para las derechas son grupos de choques, peones del Foro de Sao Paulo enviados por Evo y Maduro. Para las izquierdas, enemigos del neoliberalismo, protesteros en contra de la desigualdad social. En fin, son tantas las categorías y calificaciones que al final no queda sino deducir que la mayoría de los opinadores no tiene mucha idea de lo que hablan. ¿No habrá llegado llegado el momento de sacudirse de tanta palabra vacía y entender el fenómeno a partir de pautas derivadas del sentido común?

¿Qué sabemos de ellos? Sabemos que son jóvenes, que están muy organizados (no son espontáneos), que son violentos, que muchos -pero no todos- vienen de estratos populares y que los motivos que los llevan a la violencia no pueden ser explicados de modo racional o, lo que es lo mismo: desconocemos la lógica y la racionalidad que los lleva a actuar de ese modo. Sabemos también que no eluden el enfrentamiento con la policía uniformada. Y no por último, sabemos que los puntos predilectos de destrucción no son personas de carne y hueso sino objetos públicos como mercados, iglesias, plazas, estatuas (sí, estatuas).

La verdad es que no es mucho más lo que sabemos. El material es insuficiente, de modo que sin inhibiciones podemos decir que solo nos aproximaremos al tema sin tratar de cubrir su magnitud.

El hecho de que sean jóvenes es clave. Un joven es quien ha hecho abandono de la niñez y entra en el mundo adulto. Como todos los jóvenes llevan consigo el signo de una contradicción: la de querer ser el niño que fueron y la de ser el adulto que deben ser. Es decir, son portadores de una enemistad a veces violenta entre el niño y el adulto. En ocasiones esa violencia sale hacia afuera. La lucha callejera ofrece en ese sentido dos posibilidades: allí el joven juega a derrotar enemigos y vuelve a ser un niño batman. Pero cree hacerlo en contra del orden social, lo que le permite imaginar que es un adulto practicando “la lucha de clases”.

¿Pero por qué tanta violencia?¿No pueden hacerlo con palabras, con letreros, incluso con cantos rockeros? Claro que pueden, pero cuando hay condiciones para no hacerlo, también lo hacen. Y lo hacen porque alguna vez tenemos que llegar a una triste conclusión: el ser humano es de por sí violento: eso quiere decir: en cada uno existe una contradicción no solo entre un niño y un adulto sino también entre un salvaje y un civilizado. Somos afectados por un profundo malestar en la cultura, nos dijo Freud. Si cambiamos la palabra cultura por la de democracia, podríamos concluir que también existe un malestar en y con la democracia.

No es fácil vivir en democracia. En toda democracia prima un sistema de derechos, pero también de deberes. Debemos someternos a reglas, entre otras, la de sustituir la guerra por la política. Para que eso sea posible necesitamos leyes, asociaciones, partidos, parlamentos, parlamentarios. Razón que explica por qué cuando el presidente Piñera cedió frente a lo que él creía era un clamor nacional, cambiar la Constitución, las luchas callejeras siguieron de largo como afirmando: ¿y quién te dijo que nuestro problema es la Constitución? Efectivamente, si esos jóvenes necesitan de una Constitución sea antigua o nueva, es para transgredirla. Y aquí llegamos a un punto importante. La transgresión es goce y el goce es transgresión. Goce, no en el sentido de placer sino en uno más bien lacaniano: el de acercarnos a un más allá que roza el peligro de no ser. Para ser más claros digámoslo no con Lacan sino con un analista muy criticado por decir las cosas de modo sencillo. Me refiero a Erich Fromm. En su “Anatomía de la Destructividad Humana” escribía Fromm: “Debemos distinguir en el hombre dos tipos de agresión enteramente diferentes. El primero, que comparte con todos los animales, es un impulso filogenéticamente programado para atacar (o huir) cuando están amenazados intereses vitales. Esta agresión "benigna", defensiva, está al servicio de la supervivencia del individuo y de la especie, es biológicamente adaptativa y cesa cuando cesa la amenaza. El otro tipo, la agresión "maligna", o sea la crueldad y destructividad, es específico de la especie humana y se halla virtualmente ausente en la mayoría de los mamíferos; no está programada filogenéticamente y no es biológicamente adaptativa; no tiene ninguna finalidad y su satisfacción es placentera".

Los jóvenes chilenos practican el segundo tipo de agresión. Una agresión, según Fromm, natural. Pero también maligna pues carece de fines y objetivos. Por eso a las turbas chilenas no interesan el aumento de las pensiones o del sueldo mínimo. De la ecología y de los conflictos de género, mejor ni hablar. Por lo tanto no hay nada más errado que calificarlos de anarquistas. Pues desde los tiempos de Bakunin, de Kropotkin, de Proudhom y de Sorel, el anarquismo ha sido una doctrina. Pero los jóvenes chilenos, a diferencia de generaciones anteriores, carecen de doctrina aunque de vez en cuando pronuncien slogans recogidos de los basurales ideológicos de la izquierda. Si hubiera que calificarlos de algún modo podría decirse que son nihilistas: practican la negación por la negación, una negación sin afirmación, una negación no hegeliana, una negación en sí. No son por lo tanto revolucionarios. Son rebeldes. ¿Rebeldes en contra de qué? Contra el mundo que los rodea, no hay otra explicación. Y como ese mundo es la ciudad, la polis, ellos llevan a cabo una rebelión en contra de la polis: la ciudad de donde son. Una rebelión muy simbólica. Basta ver los objetivos de su destructividad: todos símbolos de la ciudad, sean mercados, iglesias, estatuas.

Los mercados son símbolos del intercambio y del dinero. Las iglesias, de la tradición y la moral. Las estatuas, de la historia nacional. En los tres casos las turbas exprimen un odio parido a la polis, a la ciudad, a la civitas: a la civilidad: a la civilización.

Un odio nada de chileno, nos diría Fromm. Más bien uno consustancial a la especie. Uno que permanece oculto en todas las sociedades, aún en las más igualitarias, y que de pronto aparece en las superficies cuando las defensas sociales, culturales y políticas del cuerpo social, muestran signos de debilitamiento. Ese parece ser el caso de Chile: un sector patológico de la juventud ha encontrado su momento y su lugar para expresar su odio. Y al decir esto, entramos a la parte política de la cueca.

Expresiones como las señaladas delatan la existencia de una triple crisis. La más obvia es una crisis de representación, es decir, cuando los partidos ya no representan a sus representados. Dicha crisis ha sido detectada hace mucho tiempo, no solo por el manifiesto desinterés en la política oficial sino también por la alta cuota de abstención que muestra cada evento electoral. Y en verdad, los electores no tienen mucho que elegir. A un lado una derecha económica que confunde las estadísticas con las personas. Al otro, una izquierda sin relato, sin visiones de futuro y, lo peor, con muy poca vocación social.

La segunda crisis puede ser denominada en el sentido gramsciano del término, crisis de hegemonía. Bajo ese concepto entendía Gramsci la inexistencia de una cultura política en condiciones de ejercer un rol directriz, vale decir, un conjunto de valores consensuados y aceptados por la mayoría de los actores políticos.

En tercer lugar, la peor de todas las crisis: crisis de autoridad la llamaba Hannah Arendt. Bajo este término entendía Arendt una crisis que sobrepasa a los partidos políticos haciéndose extensiva al conjunto de instituciones que reglan el orden social, comenzando por la familia, prosiguiendo en las escuelas y universidades, hasta llegar a todas las instituciones incluyendo las religiosas y por cierto, las estatales. Crisis altamente peligrosa, señalaba Arendt. Y con razón: la crisis de autoridad fue la plataforma que sirvió de base a la emergencia de los fascismos europeos durante los años treinta del pasado siglo.

Fue el psiquiatra británico Donald Winicott quien enunció la tesis relativa a que toda patología juvenil (y las turbas chilenas son sin duda patológicas) escondía un deseo inconfeso por imponer orden en el universo trastornado de sus pacientes. Un orden basado en la instauración de una autoridad que ponga fin al desorden interno el que es visto por el paciente como un desorden externo. En las palabras de Arendt, con sus desmanes, turbas como las chilenas elevan, sin saberlo, un clamor por una nueva autoridad. Una que los controle, que los sostenga, que les muestre un camino para encauzar sus pobres vidas. 

¿Un Chávez o un Bolsonaro a la chilena? No necesariamente, pero sí la presencia fuerte de un estado hobbesiano que impida a los hombres convertirse en lobos de sí mismos.

Lo dicho no significa que en Chile va a tener lugar un golpe de autoridad como exigen los portalianos de la ultraderecha. Solo afirmamos que las turbas trabajan para que aparezca ese escenario. Puede ser incluso que no pase nada. O que asonadas y desmanes amainen con el tiempo. Tal vez muy pronto las clases medias volverán a endeudarse en los grandes centros comerciales, practicaran sus rituales domésticos e irán de vacaciones, como si aquí no hubiera pasado nada. Falsa ilusión. Las turbas no desaparecerán. Solo aguardan otro momento para avanzar hacia la ciudad y continuar su obra destructiva. Están ahí, escondidos en el fondo de cada noche.

Los chilenos ya aprendieron a vivir con sismos tectónicos. De ahora en adelante deberán aprender a vivir con sismos sociales. Duro destino el de esa larga y angosta faja de tierra.