Si
se trata de definir sugiero hacer una diferencia: la de la definición
originaria y la de la definición adquirida. Casi nunca coinciden.
Mas bien, casi siempre difieren. Es el caso del término golpe de
Estado. Acerca de su origen semántico los cronistas no están de
acuerdo. Hay quienes lo sitúan en la Suiza del siglo XVl, usado para
caracterizar revueltas en contra de los organismos centrales del
poder. Otros – es la acepción más generalizada- lo sitúan en el
mismo siglo XVl en Francia aunque como sinónimo de “golpe de
autoridad” del Rey en contra de poderes colaterales. La frase de
Luis XV “El Estado soy yo” llevada a la práctica sería un golpe
de Estado.
El
golpe de Estado era, originariamente, un golpe no en contra sino
desde el Estado mediante el cual el monarca hacía valer la
absolutidad de su poder. Partiendo de esa premisa, el jurista Carl
Schmitt (“La Dictadura”) definió el poder político de acuerdo
al criterio absolutista: “quién está en condición de dictar el
Estado de excepción (supresión de los poderes públicos) tiene el
poder”. Eso significa: quién está en condición de dar un golpe
desde el Estado, tiene el poder.
El
término golpe de Estado en sentido más amplio y popular provino
solo en parte de la definición originaria. Fue cuando el Presidente
vencedor en las elecciones francesas del diciembre de 1848, Louis
Bonaparte, sobrino de Napoleón, impulsó en diciembre de 1851 una
sublevación militar desde la presidencia asumiendo la totalidad del
poder, suprimiendo el sistema electoral, y con ello, violando a la
Constitución.
La
semejanza entre el golpe de Estado monárquico y el bonapartista
reside en el hecho de haber provenido desde el propio Estado. La
diferencia es que mediante el primero el Rey hacía valer la
Constitución monárquica hasta las últimas consecuencias. El
segundo en cambio violaba a la Constitución. Y si pensamos que la
Constitución es el acta que constituye jurídicamente al Estado,
violaba al propio Estado.
En
consecuencias, de acuerdo a sus orígenes podemos definir a un golpe
de Estado como el sometimiento de todos los poderes públicos al
Ejecutivo, representado en una entidad monárquica o presidencial,
vale decir, un golpe de autoridad y de fuerza dentro del Estado.
En
todos los casos el sujeto del golpe de Estado fue el poder Ejecutivo.
No obstante esa definición de golpe de Estado, vigente a lo largo de
casi todo el siglo XlX, sufriría modificaciones durante el siglo XX.
El sujeto del golpe sería sustituido por los cuerpos armados y el
objeto del golpe sería el propio Ejecutivo. Dicha sustitución tiene
que ver en parte con los diversos golpes de Estado que han tenido
lugar en América Latina.
Un
clásico golpe de Estado latinoamericano del siglo XX mantenía las
siguientes características: (a) toma del poder por un grupo
militar sublevado el que (b) de modo repentino y violento destituía
al gobierno reemplazándolo (c) por una junta militar que nombraba a
un representante máximo (casi siempre militar) el que (d) prometía
devolver el poder a las fuerzas cívicas (nunca ocurrió). Después
del golpe (e) era instaurado un Estado de excepción, el parlamento
era disuelto, el poder judicial convertido en oficina notarial del
ejecutivo, las libertades individuales y colectivas suspendidas y los
derechos humanos pisoteados.
Como
es posible advertir, la noción de golpe de Estado del siglo XlX
europeo difiere de la del siglo XX latinoamericano. Mientras la
tendencia predominante en la Europa decimonónica fue la toma del
poder por el Ejecutivo, en la América Latina del pasado siglo la
tendencia fue la destitución del Presidente y la asunción del
Ejecutivo por el Ejército. La fase más alta de esa tendencia
culminó en las cruentas dictaduras militares del Cono Sur, sobre
todo en las de Pinochet en Chile y Videla en Argentina.
Después
de la Guerra Fría parecía que la era de las dictaduras llegaba a su
fin en América Latina. No pocos, plenos de optimismo, llegamos a
pensar que comenzaba otra era en la cual la mayoría de los países
transitarían por las amplias avenidas de la democracia. Dicha ruta,
ahora lo sabemos, no era ni horizontal ni vertical sino diagonal. Eso
quiere decir que no tardarían en sobrevenir gobiernos híbridos a
los que es difícil definir como dictaduras en sentido tradicional
pero a las que tampoco podemos definir como democracias. Gobiernos
autoritarios los llaman de modo suave algunos. Autocracias es el
término que parece haberse impuesto en la analítica política al
definir regímenes como los de Nicaragua, Venezuela y hasta hace muy
poco Bolivia (la de Cuba es un residuo de los totalitarismos del
siglo XX). Fenómeno global: las autocracias latinoamericanas, o
semi-dictaduras, o dictaduras parciales y no totales (hay muchas
definiciones) son equivalentes a las de la Europa marginal. Las más
conocidas son las de Turquía, Bielorrusia y Rusia.
Si
es difícil caracterizar a las autocracias del siglo XXl, más
difícil ha sido definir como golpes de Estado a hechos que han
puesto fin a gobiernos autocráticos como los de Zelaya en Honduras,
Lugo en Paraguay y, muy recientemente, Morales en Bolivia. ¿Pueden
ser denominados “golpes de Estado”? En el sentido originario del
término, no. En el sentido latinoamericano de los siglos XlX y XX,
tampoco.
El
hecho es que así como nos encontramos frente a nuevas formas de
dominación no-democrática nos encontramos también frente a eventos
que no han recibido todavía denominación en el campo de la teoría
política. Por eso, antes de incursionar en el caso boliviano parece
ser importante revisar episodios precedentes como fueron los
sucedidos en Honduras y Paraguay.
El
día 28 de junio de 2009 Manuel Zelaya, presidente de Honduras. fue
secuestrado por tropas del ejército desde su residencia en
Tegucigalpa y arrojado en un avión rumbo a Costa Rica. Si no más
eso hubiera sucedido, podríamos hablar sin problemas de golpe de
Estado. En efecto, ahí hubo violencia armada.
El
tema comienza a relativizarse si tomamos en cuenta que la acción
militar fue una respuesta a una violación constitucional urdida por
Zelaya destinada a prorrogar ilegalmente su mandato. Más todavía si
consideramos que no hubo ocupación militar del gobierno pues Roberto
Micheletti asumió el cargo de Presidente interino encomendado por el
propio Parlamento del cual había sido Presidente. En términos
estrictos, el “golpe” a Zelaya fue una destitución del
Presidente por un Parlamento llevada a cabo con auxilio de la fuerza
militar.
Más
aún: el gobernante interino respetó la independencia de poderes
abriendo condiciones para que tuvieran lugar elecciones libres, algo
que no había ocurrido en la gran mayoría de los golpes de Estados
habidos en el continente. En ese sentido podríamos hablar de un
“golpe al gobierno” y no al Estado. Conviene retener el término.
Distinta
fue la destitución que expulsó a Fernando Lugo del gobierno
paraguayo el 22 de Junio de 2012.
Allí
hubo efectivamente una conjura parlamentaria, pero no hubo violencia
ni intervención militar como en Honduras. En el fondo se trató de
una destitución del Presidente, hecho que suele ocurrir en países
europeos, aunque en países latinoamericanos –-dado el sobrepeso
del poder ejecutivo sobre el parlamentario- es considerado casi como
un regicidio. Mas todavía, hay constancia escrita de que el propio
Lugo aceptó su renuncia. La
destitución de Lugo no fue entonces un golpe de Estado, ni típico
ni atípico. Fue una destitución presidencial.
Donde
hay todavía discusiones es en el tema de si se trató de una
destitución constitucional o puramente institucional. A favor de la
primera tesis habla el hecho de que el juicio político por medio de
la Cámara de Diputados y la vigilancia del Senado está estipulado
en la Constitución paraguaya. En contra habla el hecho de que Lugo
sólo fue acusado de mal gobierno pero no de violación a la Carta
Constitucional. Pero no hay dudas que la salida de Lugo resultó de un clásico
conflicto de poderes al interior del Estado. Golpe de Estado no hubo.
Golpe de gobierno, tal vez.
¿Y
en Bolivia? ¿Hubo golpe de Estado? Si lo hubo fue en el sentido más
originario del término. Un golpe doble. Ocurrió cuando Morales
desconoció el resultado del plebiscito de 2016 por el mismo
convocado y ocurrió cuando la Consultoría de la OEA comprobó que
el gobierno había cometido fraude en las elecciones presidenciales
del 2019. En ambos casos hubo abierta violación a la Constitución.
Los llevados a cabo por Morales fueron dos golpes a la Constitución,
al estilo de Louis Bonaparte en su 18 de Brumario. Desde esa
perspectiva, el de noviembre habría sido un contragolpe.
Hay
que reiterar: los movimientos de protesta que culminaron con la huida
de Morales y García Linera a México, surgieron en defensa y no en
contra de la Constitución. Si el de noviembre fue golpe, habría
sido el primer golpe constitucional de la historia moderna. Pero no
puede haber golpes constitucionales. Hablar de golpe constitucional
es de por sí una contradicción.
El
movimiento adquirió las características de una auténtica rebelión
popular no en contra de la persona de Morales sino en contra del
doble fraude. Un movimiento que solo fue posible porque la oposición
unida participó en las elecciones, comprobó el fraude, lo dio a
conocer a las instancias electorales y fue evidenciado por la
consultoría de la OEA, aceptada por el mismo Morales a través del
TSE, confiado en que el fallo sería favorable gracias a la amistad
que lo unía con el Secretario General de la OEA, Luis Almagro (así
creen arreglar las cosas los autócratas)
De
acuerdo al lapidario informe de la OEA hubo “falsificación de
firmas y actas”, en un “proceso reñido con las buenas
prácticas”, “manipulación del sistema informático de tal
magnitud que deben ser investigadas profundamente por el Estado” y
un “cúmulo de irregularidades” que el equipo auditor “no puede
validar los resultados de la presente elección" recomendando
otro proceso electoral con nuevas autoridades electorales.
Conocido
el informe, la oposición ya no estaba en condiciones de transar con
Morales. Solo cabía, desde el punto de vista constitucional, la
abdicación del mandatario. Importante es por lo tanto ordenar los
hechos de acuerdo a su sucesión cronológica: 1. Reclamos de la
oposición 2. Estallido de la rebelión constitucional en Cochabamba,
Sucre y Santa Cruz 3. Informe de la OEA. Y después de esos tres
hechos 4. La policía anunció no estar dispuesta a reprimir a
conciudadanos por razones políticas y 5. Solo al final, muy al
final, apareció la “sugerencia” de las Fuerzas Armadas a Morales
para que dimitiera.
La
pasiva intervención militar fue solo el eslabón de una cadena de
acontecimientos que situaba al Ejército en el dilema de, o
convertirse en guardia pretoriana al servicio de un Presidente que
había violado la Constitución, o asumir el veredicto de la OEA y
del poderoso movimiento político y social levantado en contra de la
presidencia.
La
rebelión popular fue la instancia determinante. Fue también la
principal diferencia con los hechos que determinaron la salida de
Zelaya en Honduras y de Lugo en Paraguay. En Honduras y en Paraguay
no hubo rebelión popular.
Extraño
“golpe de Estado” el de Bolivia donde las instituciones del
Estado permanecieron intactas después de la salida de Morales, donde
ninguna junta militar asumió el mando, donde ningún general se
sentó en el sillón presidencial. Más extraño todavía cuando la
presidenta interina Jeanine Añez, de acuerdo con la presidenta del
Senado Eva Copas del MAS, partido de Morales, anunció convocar a
elecciones en donde el mismo MAS participará sin ninguna limitación
aparte de que ni Morales ni García Linera podrán ser candidatos.
Por
las razones expuestas nos será posible afirmar que los sucesos
acaecidos en Bolivia no permiten hablar de un golpe de Estado. Ni en
el sentido original ni en el sentido adquirido del término.
Por
supuesto, el hecho de que no hubiera habido golpe de Estado no
impedirá al MAS y a gran parte de la izquierda latinoamericana
afirmar que sí lo hubo. Algo inevitable. Gracias a Hannah Arendt
(“Verdad y mentira en la política”) sabemos que la verdad
política no es la misma que la verdad objetiva, que la primera se
hace con arreglo a intereses y la segunda de acuerdo a los hechos tal
cual fueron.
La
gran filósofa de la política estableció la diferencia entre verdad
factual (o verdad de hecho) y verdad de la razón (o verdad del
discurso). Los políticos de profesión hacen uso continuo de la
segunda. Los que sin ser políticos, pero pensamos y escribimos sobre
política, nos debemos sin condiciones a la primera verdad, por
amarga y dura que ella sea.