Fue
invitado a Caracas
a dictar una conferencia sobre el tema “Mandela y el camino a la
paz – horizontes posibles sobre Venezuela”. Nada excepcional.
Donde John Carlin aparezca,
el tema será Mandela. Pese a que ha escrito acerca de otras
cosas, incluyendo textos sobre deporte, ha
sido condenado por su propio destino a hablar sobre Mandela. Desde
los tiempos en que el autor de El Factor
Humano dirigiera The
Independent en Sudáfrica, pasa por ser
- y quizás es - uno de los conocedores más íntimos de la historia
del gran líder. De tal manera que la decisión del régimen de
Maduro al no dejarlo entrar a Venezuela solo se explica por una
razón: Mandela, no Carlin, es el
enemigo de Maduro. Que nadie se engañe
entonces: al que devolvieron desde el aeropuerto de Mariquetía
no fue a John Carlin. Fue nada menos que a Nelson Mandela, Madiba.
Visto
así, las preguntas correctas son: ¿qué tiene el régimen de Maduro
en contra de lo que fue Mandela? ¿Qué lleva a percibirlo como
amenaza hasta el punto de que su sola mención debe ser evitada?
Preguntas que solo pueden ser respondidas si nos atenemos, no tanto a
lo que exactamente fue, sino a lo que representa simbólicamente
Mandela. Preguntando de modo más concreto: ¿Qué representa
Mandela en un país como Venezuela?
Por
lo menos cuatro puntos claves
1) Durante un largo tiempo de su vida (25
años) Mandela fue un preso político. 2)
Desde su prisión decidió romper con la línea de confrontación
violenta que el mismo había propiciado en los años
sesenta. 3) Buscó permanentemente el diálogo con sus adversarios.
El objetivo debería ser la negociación en función de una salida en
primera línea electoral. 4) Después de las elecciones vendría una
fase que conduciría a la reconciliación nacional.
Considerando
esos cuatro puntos podemos llegar a la conclusión de que ellos son
radicalmente opuestos a la estrategia política mantenida por Maduro
y el reducido grupo que lo secunda en el poder.
El
primer punto, el referente a la condición de preso
político de Mandela significa, por solo mencionarlo, una acusación
en contra de un régimen que mantiene cárceles repletas de presos
políticos. Pues Mandela ha llegado a ser representante de todos los
presos políticos de nuestro tiempo. Su sola mención ha de resultar
impertinente para un régimen que levanta a las prisiones como
amenaza y como negociación frente a instancias internacionales.
El
segundo punto, el de la no primacía de la acción
violenta, contradice la estrategia de un poder basado en la primacía
del principio de guerra por sobre el de la política. Esa es también
la diferencia entre chavismo y madurismo. Mientras el primero fue un
régimen político- militar, el segundo es simplemente militar. Razón
suficiente para explicar por qué Maduro intenta llevar conflictos
que en naciones democráticas son dirimidos políticamente, al
terreno de la confrontación.
Podría
afirmarse que la tarea asumida por Maduro ha sido imponer un sello
militar a la lucha política. Por deducción, la tarea de la
oposición debería haber sido la contraria: imponer un sello
político a la confrontación anti-política. En esta competencia,
el vencedor indiscutido ha sido Maduro pues ha logrado plenamente su
objetivo: militarizar los conflictos políticos.
Maduro,
después del 6D, extrajo conclusiones. Enfrentar a la oposición en
el terreno político, y en el más político de todos, el de las
elecciones, implicaba un riesgo inmenso. Se hacía necesario, en
consecuencias, apartar a la oposición de la ruta electoral y
llevarla a una confrontación donde Maduro sí tiene todas las de
ganar.
Astuto
como es, Maduro
captó que al interior de la oposición existían tendencias
abstencionistas e incluso
abiertamente anti-electorales. De ellas
intentó servirse hasta lograr la
capitulación electoral de la mayoría opositora
antes, durante y después de ese fatídico 20-M.
Así pudo hacerse
de la presidencia sin siquiera recurrir a mecanismos usurpatorios.
Después del
20-M esa
oposición electoral sin política
electoral, permanecería en
un estado de absoluta anomia. Hasta
que llegó el día
23 de enero, el día del “milagro
Guaidó”.
Ungido
por una espectacular juramentación, Guaidó fue en ese momento el
líder de la esperanza colectiva. Pasó poco tiempo, sin embargo,
para que Guaidó demostrara que él y quienes lo rodean no
representaban ninguna política que dé sustento a esa esperanza. Como
el abnegado militante de VP que nunca ha dejado de ser, no tardaría
en revelarse como un ejecutor más de la continuidad anti-política
en la que ha caído la oposición desde el 20-M.
La
formación de un gobierno simbólico, destinada a confluir en una
dualidad de poderes, fracasó desde el instante en que Guaidó
planteó, de modo mecánico, la triada conocida como “el mantra”:
cese de la usurpación- periodo de transición y elecciones libres.
Con ello abandonó - o pospuso hacia un periodo indefinido- la única
convocatoria posible para mantener la continuidad del movimiento de
masas: la electoral. En cambio eligió la vía de un enfrentamiento
insurreccional (separación de cargos, lo llama ahora) donde apelando
a sus propias fuerzas desarmadas tenía todas las de perder. Eso lo
llevó a subordinarse a fuerzas armadas sobre las cuales carecía de
todo poder.
El
plan López/ Guaidó contemplaba efectivamente dos posibilidades: la
intervención externa o un levantamiento de altos
oficiales anti-maduristas. Ante la ineficacia de esas dos cartas
marcadas, fue agregada después una tercera: sanciones
internacionales cuyo fin objetivo es castigar a los sectores más
pobres de la población. La tarea de la ciudadanía debería
limitarse a ejercer “presión” cada vez que Guaidó convocara a
las calles.
Dicho
sin vacilaciones, Guaidó ha recorrido un camino
exactamente contrario al de Mandela. Mientras el líder
sudafricano sostuvo la premisa de que antes que nada hay que apoyarse
en las propias fuerzas, Guaidó, al delegar la acción política a
entidades sobre las cuales no ejercía control, desarticuló al
poderoso movimiento social que lo ungió líder y con ello puso en
juego a su propio liderazgo.
A
partir de la farsa golpista del 30-A ha comenzado el eclipse del
“momento-Guaidó”. Podría no haber sido así si Guaidó, como
una vez hizo Mandela, hubiera optado por un radical giro con el
objetivo de enfrentar a Maduro en el terreno donde este se siente más
incómodo: en el de la lucha por elecciones libres, apoyado por una
comunidad internacional que ha demostrado interés por salidas
políticas y no militares. Para eso, al igual que Mandela frente a su
ANC, había que arriesgar rupturas. Pero Guaidó, como ya es sabido,
prefirió dejarse llevar por el vaivén de los intereses electorales
norteamericanos y escuchar voces maximalistas como las de la española
Beatriz Becerra (quien ni siquiera goza de influencia en su propio
país) o las del siempre inoportuno senador Marco Rubio, en lugar de
privilegiar los juiciosos llamados de la comisión de contacto de la
UE presidida por Francisca Mogherine.
Mandela
jamás habría hecho algo parecido. Ni habría delegado su política
a fuerzas ajenas, mucho menos a un ejército como el sudafricano, ni
habría aceptado, después de su conversión democrática, abandonar
el espacio político de lucha. Todo lo contrario: a ese espacio logró
atraer a gobernantes como Botha y de Klerk. Y allí computamos el
tercer punto: el de los diálogos políticos.
Mandela
ha pasado a la historia como un maestro en el difícil
arte de dialogar. ¿Cómo logró convencer a adversarios tan
duros y tenaces? Según Carlin, escuchando opiniones, buscando
coincidencias, concordancias, proyectos desde donde comenzar a
trabajar juntos. El diálogo era para Mandela el lugar de los
compromisos compartidos. Nunca fue a exigir la capitulación del
contrario, ni mucho menos a solicitar el otorgamiento de concesiones
imposibles. Su perspectiva era muy clara. Todo diálogo debe estar
orientado a buscar una salida transitoria al conflicto de poder. Una
salida que solo podía ser electoral.
La
salida electoral suponía un cuarto punto:
renunciar a represalias si las elecciones eran ganadas por Mandela.
Con la excepción del juicio al que fueron sometidos criminales de
ambas partes (sí, de ambas partes) la solución política pasaba por
extender un manto, si no de olvido, por lo menos de no hostilidad. La
alternativa era crear condiciones para que tuviera lugar una
convivencia entre posiciones contrarias. Dicho en breves palabras: el
gran logro de Mandela fue politizar a Sudáfrica.
¡Qué
diferencia con los diálogos que han tenido lugar entre la oposición
venezolana y el régimen de Maduro! A ellos nadie ha asistido a
buscar soluciones, solo a imponer posiciones. Y lo que es peor, a
“desenmascarar” al adversario frente a una supuesta opinión
pública internacional. Así fue como al diálogo de Santo Domingo la
oposición acudió a conversar sobre elecciones sin siquiera tener un
candidato común. Así fue también como en las secretas
conversaciones de Barbados, la oposición acudió con exigencias que
solo podrían haber sido posibles durante el mes de enero, pero no
después de la debacle del 30A, del consiguiente descenso del
movimiento de masas y de un apoyo internacional cada vez más
indeciso y contradictorio.
A
través de la prohibición de entrada al periodista John Carlin,
Maduro declaró objetivamente a Mandela “persona
non grata”. Desde la lógica de su poder fue consecuente. Las
enseñanzas de Mandela privilegian el diálogo, las elecciones y la
reconciliación nacional. Justamente los procedimientos que podrían
llevar al declive del régimen de Maduro. Visto así, la voz de
Mandela alcanza una resonancia subversiva
en Venezuela. Puede incluso hacer dudar a sectores de la
oposición de su anti-electoralismo estéril, de fantasías
no-políticas y de ese mundo mágico donde esconden su radical
carencia de estrategia.
John
Carlin, mensajero de Mandela, no pudo entrar a Caracas. Ojalá
algunos sectores pensantes de la oposición venezolana se pregunten
acerca del porqué Maduro tomó esa decisión. La respuesta no les
gustará.