Fernando Mires – MANDELA EN MAIQUETÍA



Fue invitado a Caracas a dictar una conferencia sobre el tema “Mandela y el camino a la paz – horizontes posibles sobre Venezuela”. Nada excepcional. Donde John Carlin aparezca, el tema será Mandela. Pese a que ha escrito acerca de otras cosas, incluyendo textos sobre deporte, ha sido condenado por su propio destino a hablar sobre Mandela. Desde los tiempos en que el autor de El Factor Humano dirigiera The Independent en Sudáfrica, pasa por ser - y quizás es - uno de los conocedores más íntimos de la historia del gran líder. De tal manera que la decisión del régimen de Maduro al no dejarlo entrar a Venezuela solo se explica por una razón: Mandela, no Carlin, es el enemigo de Maduro. Que nadie se engañe entonces: al que devolvieron desde el aeropuerto de Mariquetía no fue a John Carlin. Fue nada menos que a Nelson Mandela, Madiba.
Visto así, las preguntas correctas son: ¿qué tiene el régimen de Maduro en contra de lo que fue Mandela? ¿Qué lleva a percibirlo como amenaza hasta el punto de que su sola mención debe ser evitada? Preguntas que solo pueden ser respondidas si nos atenemos, no tanto a lo que exactamente fue, sino a lo que representa simbólicamente Mandela. Preguntando de modo más concreto: ¿Qué representa Mandela en un país como Venezuela?
Por lo menos cuatro puntos claves 1) Durante un largo tiempo de su vida (25 años) Mandela fue un preso político. 2) Desde su prisión decidió romper con la línea de confrontación violenta que el mismo había propiciado en los años sesenta. 3) Buscó permanentemente el diálogo con sus adversarios. El objetivo debería ser la negociación en función de una salida en primera línea electoral. 4) Después de las elecciones vendría una fase que conduciría a la reconciliación nacional.
Considerando esos cuatro puntos podemos llegar a la conclusión de que ellos son radicalmente opuestos a la estrategia política mantenida por Maduro y el reducido grupo que lo secunda en el poder.
El primer punto, el referente a la condición de preso político de Mandela significa, por solo mencionarlo, una acusación en contra de un régimen que mantiene cárceles repletas de presos políticos. Pues Mandela ha llegado a ser representante de todos los presos políticos de nuestro tiempo. Su sola mención ha de resultar impertinente para un régimen que levanta a las prisiones como amenaza y como negociación frente a instancias internacionales.
El segundo punto, el de la no primacía de la acción violenta, contradice la estrategia de un poder basado en la primacía del principio de guerra por sobre el de la política. Esa es también la diferencia entre chavismo y madurismo. Mientras el primero fue un régimen político- militar, el segundo es simplemente militar. Razón suficiente para explicar por qué Maduro intenta llevar conflictos que en naciones democráticas son dirimidos políticamente, al terreno de la confrontación.
Podría afirmarse que la tarea asumida por Maduro ha sido imponer un sello militar a la lucha política. Por deducción, la tarea de la oposición debería haber sido la contraria: imponer un sello político a la confrontación anti-política. En esta competencia, el vencedor indiscutido ha sido Maduro pues ha logrado plenamente su objetivo: militarizar los conflictos políticos.
Maduro, después del 6D, extrajo conclusiones. Enfrentar a la oposición en el terreno político, y en el más político de todos, el de las elecciones, implicaba un riesgo inmenso. Se hacía necesario, en consecuencias, apartar a la oposición de la ruta electoral y llevarla a una confrontación donde Maduro sí tiene todas las de ganar.
Astuto como es, Maduro captó que al interior de la oposición existían tendencias abstencionistas e incluso abiertamente anti-electorales. De ellas intentó servirse hasta lograr la capitulación electoral de la mayoría opositora antes, durante y después de ese fatídico 20-M. Así pudo hacerse de la presidencia sin siquiera recurrir a mecanismos usurpatorios. Después del 20-M esa oposición electoral sin política electoral, permanecería en un estado de absoluta anomia. Hasta que llegó el día 23 de enero, el día del “milagro Guaidó”.
Ungido por una espectacular juramentación, Guaidó fue en ese momento el líder de la esperanza colectiva. Pasó poco tiempo, sin embargo, para que Guaidó demostrara que él y quienes lo rodean no representaban ninguna política que dé sustento a esa esperanza. Como el abnegado militante de VP que nunca ha dejado de ser, no tardaría en revelarse como un ejecutor más de la continuidad anti-política en la que ha caído la oposición desde el 20-M.
La formación de un gobierno simbólico, destinada a confluir en una dualidad de poderes, fracasó desde el instante en que Guaidó planteó, de modo mecánico, la triada conocida como “el mantra”: cese de la usurpación- periodo de transición y elecciones libres. Con ello abandonó - o pospuso hacia un periodo indefinido- la única convocatoria posible para mantener la continuidad del movimiento de masas: la electoral. En cambio eligió la vía de un enfrentamiento insurreccional (separación de cargos, lo llama ahora) donde apelando a sus propias fuerzas desarmadas tenía todas las de perder. Eso lo llevó a subordinarse a fuerzas armadas sobre las cuales carecía de todo poder.
El plan López/ Guaidó contemplaba efectivamente dos posibilidades: la intervención externa o un levantamiento de altos oficiales anti-maduristas. Ante la ineficacia de esas dos cartas marcadas, fue agregada después una tercera: sanciones internacionales cuyo fin objetivo es castigar a los sectores más pobres de la población. La tarea de la ciudadanía debería limitarse a ejercer “presión” cada vez que Guaidó convocara a las calles.
Dicho sin vacilaciones, Guaidó ha recorrido un camino exactamente contrario al de Mandela. Mientras el líder sudafricano sostuvo la premisa de que antes que nada hay que apoyarse en las propias fuerzas, Guaidó, al delegar la acción política a entidades sobre las cuales no ejercía control, desarticuló al poderoso movimiento social que lo ungió líder y con ello puso en juego a su propio liderazgo.
A partir de la farsa golpista del 30-A ha comenzado el eclipse del “momento-Guaidó”. Podría no haber sido así si Guaidó, como una vez hizo Mandela, hubiera optado por un radical giro con el objetivo de enfrentar a Maduro en el terreno donde este se siente más incómodo: en el de la lucha por elecciones libres, apoyado por una comunidad internacional que ha demostrado interés por salidas políticas y no militares. Para eso, al igual que Mandela frente a su ANC, había que arriesgar rupturas. Pero Guaidó, como ya es sabido, prefirió dejarse llevar por el vaivén de los intereses electorales norteamericanos y escuchar voces maximalistas como las de la española Beatriz Becerra (quien ni siquiera goza de influencia en su propio país) o las del siempre inoportuno senador Marco Rubio, en lugar de privilegiar los juiciosos llamados de la comisión de contacto de la UE presidida por Francisca Mogherine.
Mandela jamás habría hecho algo parecido. Ni habría delegado su política a fuerzas ajenas, mucho menos a un ejército como el sudafricano, ni habría aceptado, después de su conversión democrática, abandonar el espacio político de lucha. Todo lo contrario: a ese espacio logró atraer a gobernantes como Botha y de Klerk. Y allí computamos el tercer punto: el de los diálogos políticos.
Mandela ha pasado a la historia como un maestro en el difícil arte de dialogar. ¿Cómo logró convencer a adversarios tan duros y tenaces? Según Carlin, escuchando opiniones, buscando coincidencias, concordancias, proyectos desde donde comenzar a trabajar juntos. El diálogo era para Mandela el lugar de los compromisos compartidos. Nunca fue a exigir la capitulación del contrario, ni mucho menos a solicitar el otorgamiento de concesiones imposibles. Su perspectiva era muy clara. Todo diálogo debe estar orientado a buscar una salida transitoria al conflicto de poder. Una salida que solo podía ser electoral.
La salida electoral suponía un cuarto punto: renunciar a represalias si las elecciones eran ganadas por Mandela. Con la excepción del juicio al que fueron sometidos criminales de ambas partes (sí, de ambas partes) la solución política pasaba por extender un manto, si no de olvido, por lo menos de no hostilidad. La alternativa era crear condiciones para que tuviera lugar una convivencia entre posiciones contrarias. Dicho en breves palabras: el gran logro de Mandela fue politizar a Sudáfrica.
¡Qué diferencia con los diálogos que han tenido lugar entre la oposición venezolana y el régimen de Maduro! A ellos nadie ha asistido a buscar soluciones, solo a imponer posiciones. Y lo que es peor, a “desenmascarar” al adversario frente a una supuesta opinión pública internacional. Así fue como al diálogo de Santo Domingo la oposición acudió a conversar sobre elecciones sin siquiera tener un candidato común. Así fue también como en las secretas conversaciones de Barbados, la oposición acudió con exigencias que solo podrían haber sido posibles durante el mes de enero, pero no después de la debacle del 30A, del consiguiente descenso del movimiento de masas y de un apoyo internacional cada vez más indeciso y contradictorio.
A través de la prohibición de entrada al periodista John Carlin, Maduro declaró objetivamente a Mandela “persona non grata”. Desde la lógica de su poder fue consecuente. Las enseñanzas de Mandela privilegian el diálogo, las elecciones y la reconciliación nacional. Justamente los procedimientos que podrían llevar al declive del régimen de Maduro. Visto así, la voz de Mandela alcanza una resonancia subversiva en Venezuela. Puede incluso hacer dudar a sectores de la oposición de su anti-electoralismo estéril, de fantasías no-políticas y de ese mundo mágico donde esconden su radical carencia de estrategia.
John Carlin, mensajero de Mandela, no pudo entrar a Caracas. Ojalá algunos sectores pensantes de la oposición venezolana se pregunten acerca del porqué Maduro tomó esa decisión. La respuesta no les gustará.