¿Cómo
puede ser posible que Chile, nación vitrina del desarrollo
económico, la que ostenta las más altas tasas de crecimiento, el
por su presidente denominado oasis latinoamericano, sea hoy escenario
de cruentos enfrentamientos con sus siniestras secuelas? Cientos de
heridos, miles de detenidos y, al momento de ser escritas estas
líneas, 18 muertos. Destrucción de estaciones de Metro, quema de
vetustos institutos, centros comerciales saqueados son, entre otros,
trágicos saldos que dejan detrás de sí las jornadas de octubre.
ESTALLIDO
Estallido:
término que quiere significar una irrupción de hechos que nadie ha
podido predecir. Algo radicalmente inédito. Metáfora válida. Pues
si bien es cierto que todo acontecimiento, para que lo sea, ha de ser
inesperado - de otra manera sería la repetición de algo ya
acontecido – la palabra estallido está asociada
con la aparición violenta de un fenómeno.
LA
CAUSA
¿Cuál
es las causa del estallido? Pregunta infaltable para quienes estamos
acostumbrados a pensar de modo cartesiano. Ese pensamiento nos dice:
“todo efecto debe tener su clara causa”. Por lo tanto, todo
hecho debe ser sometido a un proceso de “causalización” (Max
Weber). Pero ahí comenzamos a dividirnos. A un lado los que decimos,
esperen un poco, denme tiempo para saber que es lo que está
ocurriendo. Al otro, los que se las saben todas. Los que incluso
tienen preparada la causa antes de que sucedan los hechos.
Y
así no más fue: en una primera fase aparecieron los causólogos
divididos en derechas e izquierdas. Es una maniobra del
Foro de Sao Paulo, gritaron los de derecha. Es una protesta contra
“el imperio” y el “neoliberalismo”, replicaron los de
izquierda. Lugares comunes cuya única función es ahorrar esfuerzos
para pensar.
EL
PARADIGMA
En
una segunda fase aparecieron los administradores del saber
socioeconómico. Los de un lado dijeron: lo ocurrido tiene su causa
en la desigual repartición de los ingresos. Los del otro, a nivel
latinoamericano la desigualdad en Chile es menor a la de otros
países. Ambos partían de dos dogmas. El primero supone que las
desigualdades son expresiones numéricas exactas de la realidad. El
segundo, todo lo que sucede políticamente en esta tierra ha de tener
un oculto origen económico.
Las
desigualdades -eso no pueden entender los macro-economistas- son
relativas y nunca absolutas. Lo que es
desigualdad en Chile puede
ser igualdad en la India. Las desigualdades tienen que ver no solo
con su permanencia sino con su aumento o disminución en el tiempo. Y
sobre todo, con la vida cotidiana. ¿Por
qué mi vecino puede enviar sus “cabros” al
Saint George’s
College y
los míos van a un liceo fiscal? ¿Porqué
ese político se compró un Mercedes y
yo debo viajar en
“micro”? Y así sucesivamente.
Las
desigualdades son caldo de cultivo para la producción de envidias y
rencores. La protesta social en cambio permite desviar esos
sentimientos hacia arriba. Y más arriba que nadie, está el
gobierno. El pequeño problema es que hasta ahora no tenemos
ninguna prueba de que el estallido, por lo menos en su primera fase,
haya surgido como protesta en contra de las desigualdades.
¿Por
qué los “especialistas” determinaron entonces que las
desigualdades eran la principal “causa” sin siquiera investigar
lo que estaba sucediendo? Aparte de ser una respuesta para salir del
paso, hay otra razón. Para la gran mayoría rige un mandamiento:
todo lo que ocurre en la superficie social o política ha de tener
necesariamente un origen económico. Es decir, nos encontramos frente
a un paradigma. Un paradigma originariamente liberal (la mano
invisible que regula el mercado) fue después asumido por los
marxistas (el desarrollo de las fuerzas productivas configura una
super-estructura política) Tan afincado está ese paradigma que no
solo macro-economistas sino gran parte de la clase política no
conciben que se pueda pensar de otro manera. No importa que todas las
grandes manifestaciones de nuestro tiempo, desde el mayo francés,
pasando por los movimientos ecológicos, hasta llegar a las de Chile
y Hong Kong, no tengan visibles causas económicas. El paradigma
economicista debe ser salvado, aún al precio de negar la realidad.
El economicismo ha llegado a ser la dialéctica de los tontos.
TRES
SEGMENTOS
Escapando
a la rigidez de los paradigmas del pasado, valía la pena entonces
hacer un esfuerzo para conocer la composición orgánica de los
movimientos chilenos de octubre. Fue así posible detectar que no
nos encontramos frente a un movimiento homogéneo. En su breve
historia ya es posible reconocer tres segmentos. Por orden de
aparición, uno juvenil: los estudiantes y escolares autoconvocados
para demostrar en contra del alza de los pasajes del Metro. A ellos
se fueron sumando jóvenes de distinta proveniencia. Más adelante
algunas organizaciones gremiales y sindicales. Por último, sobre
todo en las noches, las turbas destructivas.
LOS
JÓVENES Y LA CALLE
Lo
más natural del mundo es que los jóvenes organizados en
universidades e institutos de enseñanza media usen parte de su
tiempo para protestar. Lo contrario sería anormal. Y siempre habrá
motivos para protestar, aunque sea por un alza de pasajes. Protestar
es el ser de la juventud. Y como toda protesta la de los jóvenes
suele ir acompañada con actos de violencia.
Por
favor, no nos hagamos los santos. Uno de los objetivos que asoma en
cada protesta juvenil chilena es “sacarle la chucha a los pacos”
(carabineros). La diferencia entre los jóvenes de antes con las de
ahora es que los primeros lo hacíamos en nombre de grandes
ideologías. Los de ahora no, pero igual se la sacan. La razón es
simple: El paco no solamente es el policía uniformado. Es el
símbolo del orden público. Y como ser joven implica transgredir
el orden, lanzar piedras a los pacos es asumido como un acto de
catársica liberación. Un goce. No goce como placer sino en sentido
lacaniano: un deseo de transgredir, un ir más allá de lo permitido
y liberar pulsiones, entre ellas las de agresión.
El
problema es cuando termina el juego entre el joven y el paco y
aparecen en la calle los militares. Ahí pasamos a otro capítulo. A
partir de ese momento la lucha social será enfrentada con métodos
de guerra. No se sabe quien fue el genio que aconsejó a Piñera
tomar tan drástica medida. Si su propósito fue amedrentar a los
manifestantes, consiguió lo contrario. La presencia de militares
en las calles despierta en Chile todo tipo de asociaciones. Los
fantasmas del 73 nunca han sido aventados. Por el contrario, rondan
en cada casa, en cada familia. Incluso en los silencios. Chile es un
país traumatizado. La falta de sensibilidad política de Piñera al
militarizar las calles fue notable. Pocas veces se ha visto a un
gobernante tan desconectado con los sentimientos de su país.
Puedo
imaginar perfectamente a no pocos estudiantes creyendo que había
llegado la hora de vengar a sus abuelos.
LA
PROTESTA SOCIAL
Las
dimensiones de la protesta juvenil no tardaron en atraer a un segundo
segmento. Los sindicatos mineros, empleados y trabajadores del
comercio, la confederación unitaria de trabajadores, el colegio de
profesores y muchas grandes organizaciones laborales, encontraron en
la movilización juvenil un camino para hacer valer sus demandas. Con
la incorporación de ese segmento la protesta deja de ser puramente
generacional y se transforma en protesta social. Fue en esos
momentos cuando el presidente Piñera, en uno de sus más
desafortunados exabruptos, declaró la guerra a las protestas. Hasta
el general de defensa nacional Javier Iturriaga se vio en la
obligación de contradecirlo: “yo no estoy en guerra con nadie”,
dijo.
LAS
TURBAS
El
tercer segmento son las turbas. ¿Qué son las turbas? Para
precisar, no son sectores “de clase”. Tampoco son masas, grandes
multitudes identificadas con un símbolo o con un líder. Las
turbas son masa desintegrada en diversas partículas o
bandas. Son las eternas acompañantes de las grandes
movilizaciones sociales desde la Comuna de París hasta nuestros
días. Pero a diferencia de los segmentos anteriores, su objetivo no
es protestar sino destruir y saquear. ¿De dónde salen? ¿De dónde
vienen? Predominantemente de las zonas sub-urbanas, aunque es difícil
localizarlos en un lugar preciso.
Las
turbas no son una especialidad chilena. Los vemos incluso en los
países más desarrollados. Una vez en Los Ángeles. Otra vez en
Londres, Berlín, París. Luego desaparecen. Para decirlo cruelmente,
son deshechos sociales, gente sin orden ni ley, no necesariamente los
más pobres, desintegrados de sí mismos y del mundo que los rodea.
De más está decir que constituyen el material ideal para cualquier
gobierno interesado en desprestigiar a toda protesta social. Por eso
la televisión oficial chilena no se cansa de enfocarlos. Esas tomas
fotográficas circularán después por el mundo entero. La opinión
pública, siempre dispuesta a dejarse engañar, termina concluyendo
que Chile se encuentra cercado por vándalos.
LA
RECTIFICACIÓN DEL PRESIDENTE
El
día 22 de octubre, esta vez bien aconsejado, Piñera decidió
cambiar de estrategia. Por una parte, pidió disculpas por su “falta
de visión”. Por otra, ofreció un “paquetazo (pacto) social”
con medidas que en otras condiciones habrían sido aplaudidas por
todos. Entre ellas, aumento de pensiones, aumento del salario mínimo,
renovación de los programas de salud, reducción de la dieta
parlamentaria. Piñera se hizo cargo así de toda la deuda social
dejada por el “socialismo” de Bachelet.
La
disculpa hay que valorarla. En un mundo dominado por brutos puede
parecer inconcebible. Y así ocurrió: Las izquierdas la catalogaron
como un acto de demagogia. Las derechas como un acto de cobardía. Ni
lo uno ni lo otro. Fue simplemente una decisión cívica asumida por
un presidente constitucional elegido en elecciones libres y
soberanas.
Las
medidas sociales llegan tal vez con cierto atraso. Pero
eran necesarias, aunque no más fuera para desactivar en parte un
crecimiento de las protestas que puede llevar a Chile al borde de la
ingobernabilidad. Con ellas Piñera buscó, sin duda, desarticular al
componente social de las protestas con respecto a sus componentes
a-sociales. Si lo logrará, es difícil decirlo en estos momentos.
LOS
PARTIDOS
Piñera
llamó a los principales partidos políticos a dialogar. Como era de
esperar, gran parte de la izquierda, entre ella su partido más
histórico, el socialista, no aceptó la invitación. Está claro que
esos partidos buscan pescar a río revuelto y capitalizar por lo
menos una parte del descontento popular. Lo que nunca podrán ocultar
es que los partidos - aquí incluimos a la izquierda y a la derecha -
son tanto o más responsables que el gobierno de la crisis política
desatada en octubre. En efecto, bajo una democracia se supone que los
partidos son canales que vinculan tanto en sentido positivo como
negativo a la ciudadanía con respecto al estado. Cuando los partidos
no cumplen esa función, las aguas sociales se desbordan. Esa es
nuestra tesis: el estallido fue el resultado de un desborde de masas
sin canalización política.
De
la derecha chilena es poco lo que hay que esperar. Menos que una
derecha política es una derecha empresarial a la que se suman
auténticos grupos fascistas. La responsabilidad mayor recae en
este caso sobre la izquierda. Una izquierda dividida en
fracciones también desunidas entre sí. El beaterío comunista
representa solo un pasado imaginario. Los socialistas ya no
representan nada. El Frente Amplio, nacido a imitación del fracasado
Podemos español, es una bolsa de gatos chillones. Así se explica
que el papel conductor de los partidos durante las
protestas haya sido prácticamente nulo. De esta manera ha
tenido lugar en Chile una situación inédita. Los partidos de
izquierda en lugar de conducir han terminado siendo conducidos por
las protestas. ¿Hacía dónde? Eso nadie lo sabe. Probablemente
hacia ninguna parte.
A
primera vista la ciudadanía chilena vive una crisis de
representación. Quizás el problema es más grave: la que vive
Chile es una situación de anomia (desintegración) política. A
un lado una derecha indolente que solo sabe de números y
privilegios. Al otro, una izquierda errática sin programas, sin
visiones, sin ideologías y sobre todo, sin ideas.
Las
protestas de octubre pueden ser entendidas también como una
expresión de malestar, pero no en la cultura, sino en y con la clase
política. Eso significa que, hasta que en Chile tenga lugar una
rehabilitación de los canales políticos, la crisis anunciada por el
estallido continuará, expresándose bajo diversas formas.
Si
los partidos políticos ya no canalizan las demandas sociales, los
ciudadanos dejan de interesarse por su ciudad. Bajo esas condiciones
la llamada sociedad sucumbe bajo el primado de la disociación. Sin
virtud política somos entes socialmente desvalidos. Simples
individuos sin capacidad de expresión ciudadana. Personas apáticas
y tristes recluidas en la mezquindad de sus hogares o embobados en la
mediocridad de una televisión horrible, como es la chilena.
Las
depresiones individuales no se diferencian de las masivas. En todas
ellas reconocemos al menos dos estadios: el de la melancolía y el de
la euforia. El estallido de octubre fue sin duda un momento de
euforia. Pronto la ciudadanía volverá al estadio de la
melancolía y de la tristeza, cuando el principio de muerte se impone
sobre el de la vida, aún entre los seres vivos.
Chile
no solo mantiene los mayores índices de crecimiento económico.
Además ostenta la más alta tasa de suicidios del continente. Hecho
– se quiera o no – que tiene más de alguna incidencia política.
Hay que aprender a pensar más allá de los números.