Los
que en todos estos estos años hemos ido siempre a votar en contra
del gobierno, sabemos que la última fila que hicimos en nuestros
centros electorales convencidos de ser mayoría y decididos a
imponerla, fue cuando votamos en las parlamentarias de 2015. Y
también sabemos, que en las convocatorias siguientes esos mismos lugares se fueron quedando sin gente y sin ilusiones. Con los centros
electorales vacíos, con las calles sin gente, con espacios de poder
perdidos y con la dirigencia opositora sumida en un silencio casi
ofensivo, llegamos a diciembre de 2018 con las esperanza destruida y
la frustración haciendo estragos y engordando las filas de los que
huían a través de las fronteras.
Y
contra todo pronóstico esas calles se volvieron a llenar. Una
respuesta entusiasta acompañó en enero a un liderazgo emergente que
nacido del seno de ese Parlamento que era el símbolo de nuestra
última victoria, volvió a convocar a la esperanza movida por la
imperiosa necesidad de creer en una salida posible.
Pero
la calle necesitaba un sentido. Una ruta. Una dirección política
que la llevara a luchar para recuperar los espacios perdidos y
enfrentar al poder. Y entonces las fantasías y los deseos le
volvieron a ganar a la cordura. La fuerza ciudadana real fue
despreciada para abrazar una fuerza imaginaria que haría caer al
poderoso por llamarlo usurpador a los gritos dentro y fuera del país.
Para llamar a los militares a la insurrección y para protagonizar
una insurrección sin gente que empezó y terminó en una autopista
el 30 de abril.
Y
las calles empezaron a vaciarse. Los que con esperanza las llenaron
se fueron retirando lentamente para meter la cabeza en su
cotidianidad abarrotada de calamidades, dispuestos a resistir hasta
donde les sea posible y hasta donde sus propias fuerzas se los
permitan.
El
liderazgo encabezado por Guaidó y apoyado por otros partidos sigue
hablando como si esa multitud lo acompañara. Como si hubiera un
pueblo esperanzado caminando junto por una ruta hacia la victoria.
Como si los discursos y aplausos en escenarios internacionales
tuvieran alguna relación con los millones que solo a duras penas
sobreviven o con los miles que siguen saliendo para encontrarse con
fronteras cerradas y hostiles. Como si las sanciones fueran un
pasaporte hacia alguna parte. Como si esas calles vacías aún
estuvieran llenas.