Fernando Mires - BOLSONARO: EL CHÁVEZ DE LA DERECHA LATINOAMERICANA





Pocas veces el paralelismo -no analogía- entre dos presidentes latinoamericanos ha sido más evidente. Ambos con formación militar, cultivadores de valores machistas, misóginos por excelencia, portadores de atávicos complejos de inferioridad en contra de los de “arriba” (para uno el arriba social, para el otro el arriba cultural), maestros del resentimiento metódico. Ambos seguidos con devoción y fanatismo por sus respectivos populachos a los que se suman intelectuales enardecidos por experiencias populistas de izquierda o de derecha.
Jair Bolsonaro y Hugo Chávez, situados cada uno en un extremo geométrico-político, son exponentes de los niveles verbales más bajos a los que puede llegar un gobernante. El mismo veneno bucal -dos idiomas y un solo lenguaje- y sobre todo, un estilo para gobernar mediante la ofensa y la arrogancia mal contenida. Más allá, pero mucho más allá de la clásica dicotomía izquierda-derecha, son ambos – el muerto y el vivo- exponentes de una política que en nuestro continente amenaza con ser hegemónica: me refiero a la política de la vulgaridad.
Porque el que uno hubiera sido de extrema izquierda y el otro sea de extrema derecha no obvia el hecho de que tanto el muerto como el vivo comparten la misma cultura. O si se prefiere, la misma sub-cultura. Eso lleva a concluir que decididamente nos enfrentamos a dos tipos de luchas entrelazadas. La lucha política, en donde se alinean los contrincantes de izquierda y de derecha, y la lucha cultural que es una lucha transversal. Ambas suelen confundirse pero no son las mismas. A los enemigos políticos los encontramos en una o en otra latitud, a los enemigos culturales los encontramos en ambas.
Jair Bolsonaro ha cruzado los límites de la decencia. En cierto modo ha logrado superar a Chávez. La vileza con que ha agredido a Emmanuel Macron, sin frenarse al insultar a la esposa del mandatario con alusiones físicas y biológicas más propias de un alterado mental que de un mandatario, no encuentran parangón. Chávez al menos se contentaba con humillar en público a su propia mujer. Su “esta noche te voy a dar lo tuyo” ha pasado a ser parte de la antología universal de la procacidad humana. A la inversa, a Chávez le encantaba exhibirse con hembras voluptuosas, como diciendo “he aquí el macho que soy” (pobre Naomi Campbell, víctima narcotizada del supermachismo internacional). Bolsonaro en cambio exhibe a su propia mujer en público mientras sus ministros se encargan de tuitear acerca de las excelencias corporales de la brasileña en desmedro de las esposas de otros gobernantes, como la digna señora Brigitte Macron.
Tema muy desagradable. Lo dejaría hasta aquí si las actitudes de ambos mandatarios no tuvieran serias connotaciones políticas.
Desde el punto de vista psíquico no necesitamos estudiar a Freud para enterarnos de que tanto Chávez ayer y Bolsonaro hoy han sido afectados por serios problemas de personalidad. Por de pronto, ambos exhibicionistas han buscado la aprobación pública para confirmar sus deseos de ser distintos a lo que son: un par de acomplejados que recurren a una supuesta grandiosidad corporal para ocultar la miseria de sus almas. El problema adicional es que los déficit de ambos mandatarios han sido movilizados con una intencionalidad que escapa a la psicología. Pues Chávez ayer, Bolsonaro hoy, al exhibir su cultura de la vulgaridad han perseguido objetivos políticos.
La grosería de Bolsonaro frente a Macron hace recordar a la que exponía el difunto Chávez frente a Bush Jr. Cada vez que Chávez sentía que su popularidad disminuía, comenzaba a disparar insultos en contra del presidente norteamericano. Entonces se presentaba frente a los suyos como un héroe del tercer mundo desafiando al imperio desde el continente de “las venas abiertas”. Bolsonaro cuya baja de popularidad había comenzado antes de los incendios amazónicos, no vaciló en seguir la receta de su mellizo de izquierda acusando al presidente Macron de mantener una política colonialista frente a Brasil. Pero esta vez, el Chávez de la derecha, erró los tiros.
Por una parte, en un mundo donde ya es evidente el deterioro ambiental y las consecuencias del cambio climático son cada vez más notorias, la doctrina Bolsonaro según la cual “cada uno es dueño de incendiar su propia casa sin tomar en cuenta a las demás” no encuentra eco ni entre los sectores más retrógrados. Hasta los chinos, no precisamente muy ecologistas, han entendido el dilema que enfrenta la humanidad. Según el ecólogo Antonio Donato Nobre, China ha reforestado en los últimos 25 años 800.000 kilómetros cuadrados, la misma área que ha sido desforestada en Brasil en los últimos cuarenta años.
Por otra parte, Macron no es Bush. Mientras el norteamericano llegó a ser, después de sus aventuras en Irak, el presidente menos querido del mundo, Macron es un líder que goza de prestigio continental. Junto a Merkel lidera a la economía europea. Desde el punto de vista político busca crear un frente diplomático en contra de la agresiva política de Putin. Intenta además mediar entre USA e Irán y, por si fuera poco, ha hecho suyas múltiples demandas que provienen de un creciente movimiento ambientalista de carácter continental. La forma educada como respondió a las agresiones de Bolsonaro en el G7 mostraron una vez más sus dotes de estadista. El resultado fue que la popularidad de Macron aumentó en Francia y en Europa. En cambio Bolsonaro no logra remontar en Brasil. No obstante, aún así, hay pocos indicios de que la estrategia de Bolsonaro cambie en un futuro inmediato. Por de pronto, tanto Chávez ayer como Bolsonaro hoy, actúan de acuerdo a sus respectivas naturalezas: no fascistas pero sí, fachas.
La diferencia entre fascista y facho que he intentado precisar en un artículo anterior es pertinente. Mientras el fascista adhiere a una doctrina, el facho es un producto cultural. Más fácil es que el escorpión cambie de naturaleza a que Chávez hubiera dejado de ser lo que era o Bolsonaro llegue a ser alguien distinto a lo que es. Ambos son entes que hablan y actúan de acuerdo a un público determinado. Un público de fachos. Y a ese público más cultural que social se debe Bolsonaro.
Cuando Bolsonaro insultó a Macron, lo hizo seguramente pensando en ganar el favor de los xenófobos del FN de Marine Le Pen y tal vez el respaldo de su admirado Trump, pero también el de esos brasileños misóginos, racistas, machistas que conforman la columna vertebral de su administración.
Fue Theodor Adorno quien en sus estudios sobre “la personalidad autoritaria” (1950) descubrió que el poder de los grandes fascistas se sustentaba en micro-poderes, por el llamados, “pequeños fascistas”. Hoy podríamos hablar, en equivalencia, del poder de los pequeños fachos.
Hay un film hispano-argentino que corrobora muy bien la tesis de Adorno. Me refiero a “El Ciudadano Ilustre” dirigido por Gaston Duprat y Mariano Cohn. La historia -para los que aún no han visto la película- es fácil de relatar. Un imaginario premio nobel argentino radicado en Europa viaja después de treinta años de ausencia a su pueblo natal llamado Salas. Al comienzo es recibido con los honores de Ciudadano Ilustre. Pero al cabo de unos días el pensamiento crítico del laureado escritor se convierte en algo insoportable para los poderes locales quienes terminan acusándolo de haberse vendido a “intereses extranjeros”. Al final, después de sufrir un atentado a su propia vida, debe regresar a Europa. Y bien; al ver ese film no pude sino pensar en los seguidores de mandatarios como Chávez y Bolsonaro. Pues el poder del que se fue y del que está vivo, no vino de la nada. Ambos fueron posibles gracias a la existencia de muchos “pequeños fachos”.
Son estas las razones que me han llevado al convencimiento de que, bajo determinadas condiciones, la lucha no solo debe ser política, vale decir, entre izquierdas y derechas, sino también entre los bárbaros y los que no queremos serlo. Al fin y al cabo a un gobierno de izquierda o derecha lo podemos cambiar. Incluso derrocar. A una cultura de la barbarie como la que representan Chávez y Bolsonaro no la podemos cambiar ni derrocar, sobre todo si tenemos en cuenta que sus exponentes están repartidos en todos los bandos. Es por eso que esa lucha, la cultural, la que llevamos a cabo en contra de los pequeños chávez y los pequeños bolsonaros, no tiene ni tendrá final. A lo más que podemos aspirar es a resistir con cierta dignidad, mantener los valores democráticos heredados de la Ilustración y proclamarlos, ya sea en las calles, en los periódicos, en los libros o a viva voz. Y cuando ya no podamos hacer nada más, en un simple Blog.
Lo importante es no ceder.