A Nietzsche le desagradaba que se hablara parejamente de Goethe y de
Schiller. Y podríamos decir que es igualmente irrespetuoso hablar
del espacio y del tiempo, ya que podemos prescindir en nuestro
pensamiento del espacio, pero no del tiempo.
Vamos a suponer que sólo tuviéramos un sentido, en lugar de cinco.
Que ese sentido fuera el oído. Entonces, desaparece el mundo visual,
es decir, desaparecen el firmamento, los astros… Que carecemos de
nuestro tacto: desaparece lo áspero, lo liso, lo rugoso, etcétera.
Si nos faltan también el olfato y el gusto perderemos también esas
sensaciones localizadas en el paladar y en la nariz. Quedaría
solamente el oído. Allí tendríamos un mundo posible que podría
prescindir del espacio. Un mundo de individuos. De individuos que
pueden comunicarse entre ellos, pueden ser millares, pueden ser
millones, y se comunican por medio de palabras. Nada nos impide
imaginar un lenguaje tan complejo o más complejo que el nuestro —y
por medio de la música—. Es decir, podríamos tener un mundo en el
que no hubiera otra cosa sino conciencias y música. Podría
objetarse que la música necesita de instrumentos. Pero es absurdo
suponer que la música en sí necesita instrumentos. Los instrumentos
se necesitan para la producción de la música. Si pensamos en tal o
en cual partitura, podemos imaginarla sin instrumentos: sin pianos,
sin violines, sin flautas, etcétera.
Entonces, tendríamos un mundo tan complejo como el nuestro, hecho de
conciencias individuales y de música. Como dijo Schopenhauer, la
música no es algo que se agrega al mundo; la música ya es un mundo.
En ese mundo, sin embargo, tendríamos siempre el tiempo. Porque el
tiempo es la sucesión. Si yo me imagino a mí mismo, si cada uno de
ustedes se imagina a sí mismo en una habitación oscura, desaparece
el mundo visible, desaparece de su cuerpo. ¡Cuántas veces nos
sentimos inconscientes de nuestro cuerpo…! Por ejemplo, yo ahora,
sólo en este momento en que toco la mesa con la mano, tengo
conciencia de la mano y de la mesa. Pero algo sucede. ¿Qué sucede?
Pueden ser percepciones, pueden ser sensaciones o pueden ser
simplemente memorias o imaginaciones. Pero siempre ocurre algo. Y
aquí recuerdo uno de los hermosos versos de Tennyson, uno de los
primeros versos que escribió: Time is flowing in the middle of the
night (El tiempo que fluye a medianoche). Es una idea muy poética
esa de que todo el mundo duerme, pero mientras tanto el silencioso
río del tiempo —esa metáfora es inevitable— está fluyendo en
los campos, por los sótanos, en el espacio, está fluyendo entre los
astros.
Es decir, el tiempo es un problema esencial. Quiero decir que no
podemos prescindir del tiempo. Nuestra conciencia está continuamente
pasando de un estado a otro, y ése es el tiempo: la sucesión. Creo
que Henri Bergson dijo que el tiempo era el problema capital de la
metafísica. Si se hubiera resuelto ese problema, se habría resuelto
todo. Felizmente, yo creo que no hay ningún peligro en que se
resuelva; es decir, seguiremos siempre ansiosos. Siempre podremos
decir, como san Agustín: «¿Qué es el tiempo? Si no me lo
preguntan, lo sé. Si me lo preguntan, lo ignoro».
No sé si al cabo de veinte o treinta siglos de meditación hemos
avanzado mucho en el problema del tiempo. Yo diría que siempre
sentimos esa antigua perplejidad, esa que sintió mortalmente
Heráclito en aquel ejemplo al que vuelvo siempre: nadie baja dos
veces al mismo río. ¿Por qué nadie baja dos veces al mismo río?
En primer término, porque las aguas del río fluyen. En segundo
término —esto es algo que ya nos toca metafísicamente, que nos da
como un principio de horror sagrado—, porque nosotros mismos somos
también un río, nosotros también somos fluctuantes. El problema
del tiempo es ése. Es el problema de lo fugitivo: el tiempo pasa.
Vuelvo a recordar aquel hermoso verso de Boileau: «El tiempo pasa en
el momento en que algo ya está lejos de mí». Mi presente —o lo
que era mi presente— ya es el pasado. Pero ese tiempo que pasa, no
pasa enteramente. Por ejemplo, yo conversé con ustedes el viernes
pasado. Podemos decir que somos otros, ya que nos han pasado muchas
cosas a todos nosotros en el curso de una semana. Sin embargo, somos
los mismos. Yo sé que estuve disertando aquí, que estuve tratando
de razonar y de hablar aquí, y ustedes quizá recuerden haber estado
conmigo la semana pasada. En todo caso, queda en la memoria. La
memoria es individual. Nosotros estamos hechos, en buena parte, de
nuestra memoria.
Esa memoria está hecha, en buena parte, de olvido.
Tenemos, pues, el problema del tiempo. Ese problema puede no
resolverse, pero podemos revisar las soluciones que se han dado. La
más antigua es la que da Platón, la que luego dio Plotino y la que
dio san Agustín después. Es la que se refiere a una de las más
hermosas invenciones del hombre. Se me ocurre que se trata de una
invención humana. Ustedes quizá pueden pensar de otro modo si son
religiosos. Yo digo: Esa hermosa invención de la eternidad. ¿Qué
es la eternidad? La eternidad no es la suma de todos nuestros ayeres.
La eternidad es todos nuestros ayeres, todos los ayeres de todos los
seres conscientes. Todo el pasado, ese pasado que no se sabe cuándo
empezó. Y luego todo el presente. Este momento presente que abarca
todas las ciudades, todos los mundos, el espacio entre los planetas.
Y luego, el porvenir. El porvenir, que no ha sido creado aún, pero
que también existe.
Los teólogos suponen que la eternidad viene a ser un instante en el
cual se juntan milagrosamente esos diversos tiempos. Podemos usar las
palabras de Plotino, que sintió profundamente el problema del
tiempo. Plotino dice: Hay tres tiempos, y los tres son el presente.
Uno es el presente actual, el momento en que hablo. Es decir, el
momento en que hablé, porque ya ese momento pertenece al pasado. Y
luego tenemos el otro, que es el presente del pasado, que se llama
memoria. Y el otro, el presente del porvenir, que viene a ser lo que
imaginan nuestra esperanza o nuestro miedo.
Y ahora, vayamos a la solución que dio primeramente Platón, que
parece arbitraria pero que sin embargo no lo es, como espero
probarlo. Platón dijo que el tiempo es la imagen móvil de la
eternidad. Él empieza por eternidad, por un ser eterno, y ese ser
eterno quiere proyectarse en otros seres. Y no puede hacerlo en su
eternidad: tiene que hacerlo sucesivamente. El tiempo viene a ser la
imagen móvil de la eternidad. Hay una sentencia del gran místico
inglés William Blake que dice: «El tiempo es la dádiva de la
eternidad». Si a nosotros nos dieran todo el ser… El ser es más
que el universo, más que el mundo. Si a nosotros nos mostraran el
ser una sola vez, quedaríamos aniquilados, anulados, muertos. En
cambio, el tiempo es la dádiva de la eternidad. La eternidad nos
permite todas esas experiencias de un modo sucesivo. Tenemos días y
noches, tenemos horas, tenemos minutos, tenemos la memoria, tenemos
las sensaciones actuales, y luego tenemos el porvenir, un porvenir
cuya forma ignoramos aún pero que presentimos o tememos.
Todo eso nos es dado sucesivamente porque no podemos aguantar esa
intolerable carga, esa intolerable descarga de todo el ser del
universo. El tiempo vendría a ser un don de la eternidad. La
eternidad nos permite vivir sucesivamente. Schopenhauer dijo que
felizmente para nosotros nuestra vida está dividida en días y en
noches, nuestra vida está interrumpida por el sueño. Nos levantamos
por la mañana, pasamos nuestra jornada, luego dormimos. Si no
hubiera sueño, sería intolerable vivir, no seríamos dueños del
placer. La totalidad del ser es imposible para nosotros. Así nos dan
todo, pero gradualmente.
La transmigración responde a una idea parecida. Quizá seríamos a
un tiempo, como creen los panteístas, todos los minerales, todas las
plantas, todos los animales, todos los hombres. Pero felizmente no lo
sabemos. Felizmente, creemos en individuos. Porque si no estaríamos
abrumados, estaríamos aniquilados por esa plenitud.
Llego ahora a san Agustín. Creo que nadie ha sentido con mayor
intensidad que san Agustín el problema del tiempo, esa duda del
tiempo. San Agustín dice que su alma arde, que está ardiendo porque
quiere saber qué es el tiempo. Él le pide a Dios que le revele qué
es el tiempo. No por vana curiosidad sino porque él no puede vivir
sin saber aquello. Aquello viene a ser la pregunta esencial, es
decir, lo que Bergson diría después: el problema esencial de la
metafísica. Todo eso lo dijo con ardor san Agustín.
Ahora que estamos hablando del tiempo, vamos a tomar un ejemplo
aparentemente sencillo, el de las paradojas de Zenón. Él las aplica
al espacio, pero nosotros las aplicamos al tiempo. Vamos a tomar la
más sencilla de todas; la paradoja o la aporía del móvil. El móvil
está situado en una punta de la mesa, y tiene que llegar a la otra
punta. Primero tiene que llegar a la mitad, pero antes tiene que
cruzar por la mitad de la mitad, luego por la mitad de la mitad de la
mitad, y así infinitamente. El móvil nunca llega de un extremo de
la mesa al otro. O, si no, podemos buscar un ejemplo de la geometría.
Se imagina un punto. Se supone que el punto no ocupa extensión
alguna. Si tomamos luego una sucesión infinita de puntos, tendremos
la línea. Y luego, tomando un número infinito de líneas, la
superficie. Y un número infinito de superficies, tenemos el volumen.
Pero yo no sé hasta dónde podemos entender esto, porque si el punto
no es espacial, no se sabe de qué modo una suma, aunque sea
infinita, de puntos inextensos, puede damos una línea que es
extensa. Al decir una línea, no pienso en una línea que va desde
este punto de la tierra a la luna. Pienso, por ejemplo, en esta
línea: la mesa, que estoy tocando. También consta de un número
infinito de puntos. Y para todo eso se ha creído encontrar una
solución.
Bertrand Russell lo explica así: hay números finitos (la serie
natural de los números 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10 y así
infinitamente). Pero luego consideramos otra serie, y esa otra serie
tendrá exactamente la mitad de la extensión de la primera. Está
hecha de todos los números pares. Así, al 1 corresponde el 2, al 2
corresponde el 4, al 3 corresponde el 6… Y luego tomemos otra
serie. Vamos a elegir una cifra cualquiera. Por ejemplo, 365. Al 1
corresponde el 365, al 2 corresponde el 365 multiplicado por sí
mismo, al 3 corresponde el 365 multiplicado a la tercera potencia.
Tenemos así varias series de números que son todos infinitos. Es
decir, en los números transfinitos las partes no son menos numerosas
que el todo. Creo que esto ha sido aceptado por los matemáticos.
Pero no sé hasta dónde nuestra imaginación puede aceptarlo.
Vamos a tomar el momento presente. ¿Qué es el momento presente? El
momento presente es el momento que consta un poco de pasado y un poco
de porvenir. El presente en sí es como el punto finito de la
geometría. El presente en sí no existe. No es un dato inmediato de
nuestra conciencia. Pues bien; tenemos el presente, y vemos que el
presente está gradualmente volviéndose pasado, volviéndose futuro.
Hay dos teorías del tiempo. Una de ellas, que es la que corresponde,
creo, a casi todos nosotros, ve el tiempo como un río. Un río fluye
desde el principio, desde el inconcebible principio, y ha llegado a
nosotros. Luego tenemos la otra, la del metafísico James Bradley,
inglés. Bradley dice que ocurre lo contrario: que el tiempo fluye
desde el porvenir hacia el presente. Que aquel momento en el cual el
futuro se vuelve pasado, es el momento que llamamos presente.
Podemos elegir entre ambas metáforas. Podemos situar el manantial
del tiempo en el porvenir o en el pasado. Lo mismo da. Siempre
estamos ante el río del tiempo. Ahora, ¿cómo resolver el problema
de un origen del tiempo? Platón ha dado esa solución: el tiempo
procede de la eternidad, y sería un error decir que la eternidad es
anterior al tiempo. Porque decir anterior es decir que la eternidad
pertenece al tiempo. También es un error decir, como Aristóteles,
que el tiempo es la medida del movimiento, porque el movimiento
ocurre en el tiempo y no puede explicar el tiempo. Hay una sentencia
muy linda de san Agustín, que dice: Non in tempore, sed cum tempore
Deus creavit caela et terram (es decir: No en el tiempo, sino con
tiempo, Dios creó los cielos y la tierra). Los primeros versículos
del Génesis se refieren no sólo a la creación del mundo, a la
creación de los mares, de la tierra, de la oscuridad, de la luz,
sino al principio del tiempo. No hubo un tiempo anterior: el mundo
empezó a ser con el tiempo, y desde entonces todo es sucesivo.
Yo no sé si este concepto de los números transfinitos que explicaba
hace un momento puede ayudarnos. No sé si mi imaginación acepta esa
idea. No sé si la de ustedes puede aceptarla. La idea de cantidades
cuyas partes no sean menos extensas que el todo. En el caso de la
serie natural de los números aceptamos que la cifra de números
pares es igual a la cifra de números impares, es decir, que es
infinita; que la cifra de potencia del número 365 es igual a la suma
total. ¿Por qué no aceptar la idea de dos instantes de tiempo? ¿Por
qué no aceptar la idea de las 7 y 4 minutos y de las 7 y 5 minutos?
Parece muy difícil aceptar que entre esos dos instantes haya un
número infinito, o transfinito de instantes.
Sin embargo, Bertrand Russell nos pide que la imaginemos así.
Bernheim dijo que las paradojas de Zenón se basaban en un concepto
espacial del tiempo. Que en la realidad lo que existe es el ímpetu
vital y que no podemos subdividirlo. Por ejemplo, si decimos que
mientras Aquiles corre un metro la tortuga ha corrido un decímetro,
eso es falso, porque decimos que Aquiles corre a grandes pasos al
principio y luego a pasos de tortuga al final. Es decir, estamos
aplicando al tiempo unas medidas que corresponden al espacio. Pero
podríamos decir también —esto lo dice William James—: Vamos a
suponer un transcurso de cinco minutos de tiempo. Para que pasen
cinco minutos de tiempo es necesario que pase la mitad de cinco
minutos. Para que pasen dos minutos y medio, tiene que pasar la mitad
de dos minutos y medio. Para que pase la mitad, tiene que pasar la
mitad de la mitad, y así infinitamente, de suerte que nunca pueden
pasar cinco minutos. Aquí tenemos las aporías de Zenón aplicadas
al tiempo con el mismo resultado.
Y podemos tomar también el ejemplo de la flecha. Zenón dice que una
flecha en su vuelo está inmóvil en cada instante. Luego, el
movimiento es imposible, ya que una suma de inmovilidades no puede
constituir el movimiento.
Pero si nosotros pensamos que existe un espacio real, ese
espacio puede ser divisible finalmente en puntos, aunque el espacio
sea indivisible infinitamente. Si pensamos en un espacio real,
también el tiempo puede subdividirse en instantes, en instantes de
instantes, cada vez en unidades de unidades.
Si pensamos que el mundo es simplemente nuestra imaginación, si
pensamos que cada uno de nosotros está soñando un mundo, ¿por qué
no suponer que pasamos de un pensamiento a otro y que no existen esas
subdivisiones puesto que no las sentimos? Lo único que existe es lo
que sentimos nosotros. Sólo existen nuestras percepciones, nuestras
emociones. Pero esa subdivisión es imaginaria, no es actual. Luego
hay otra idea, que también parece pertenecer al común de los
hombres, que es la idea de la unidad del tiempo. Fue establecida por
Newton, pero ya la había establecido el consenso antes de él.
Cuando Newton habló del tiempo matemático —es decir, de un solo
tiempo que fluye a través de todo el universo— ese tiempo está
fluyendo ahora en lugares vacíos, está fluyendo entre los astros,
está fluyendo de un modo uniforme. Pero el metafísico inglés
Bradley dijo que no había ninguna razón para suponer eso.
Podemos suponer que hubiera diversas series de tiempo, decía, no
relacionadas entre sí. Tendríamos una serie que podríamos llamar
a, b, c, d, e, f… Esos hechos están relacionados entre sí: uno es
posterior a otro, uno es anterior a otro, uno es contemporáneo de
otro. Pero podría mos imaginar otra serie, con alfa, beta, gamma…
Podríamos imaginar otras series de tiempos.
¿Por qué imaginar una sola serie de tiempo? Yo no sé si la
imaginación de ustedes acepta esa idea. La idea de que hay muchos
tiempos y que esas series de tiempos —naturalmente que los miembros
de las series son anteriores, contemporáneos o posteriores entre sí—
no son ni anteriores, ni posteriores, ni contemporáneas. Son series
distintas. Eso podríamos imaginarlo en la conciencia de cada uno de
nosotros. Podemos pensar en Leibniz, por ejemplo.
La idea es que cada uno de nosotros vive una serie de hechos, y esa
serie de hechos puede ser paralela o no a otras. ¿Por qué aceptar
esa idea? Esa idea es posible; nos daría un mundo más vasto, un
mundo mucho más extraño que el actual. La idea de que no hay un
tiempo. Creo que esa idea ha sido en cierto modo cobijada por la
física actual, que no comprendo y que no conozco. La idea de varios
tiempos. ¿Por qué suponer la idea de un solo tiempo, un tiempo
absoluto, como lo suponía Newton?
Ahora vamos a volver al tema de la eternidad, a la idea de lo eterno
que quiere manifestarse de algún modo, que se manifiesta en el
espacio y en el tiempo. Lo eterno es el mundo de los arquetipos. En
lo eterno, por ejemplo, no hay triángulo. Hay un solo triángulo,
que no es ni equilátero, ni isósceles, ni escaleno. Ese triángulo
es las tres cosas a la vez y ninguna de ellas. El hecho de que ese
triángulo sea inconcebible no importa nada: ese triángulo existe.
O, por ejemplo, cada uno de nosotros puede ser una copia temporal y
mortal del arquetipo de hombre. También se nos plantea el problema
de si cada hombre tuviera su arquetipo platónico. Luego ese absoluto
quiere manifestarse, y se manifiesta en el tiempo. El tiempo es la
imagen de la eternidad.
Yo creo que esto último nos ayudaría a entender por qué el tiempo
es sucesivo. El tiempo es sucesivo porque habiendo salido de lo
eterno quiere volver a lo eterno. Es decir, la idea de futuro
corresponde a nuestro anhelo de volver al principio. Dios ha creado
el mundo; todo el mundo, todo el universo de las criaturas, quiere
volver a ese manantial eterno que es intemporal, no anterior al
tiempo ni posterior; que está fuera del tiempo. Y eso ya quedaría
en el ímpetu vital. Y también el hecho de que el tiempo está
continuamente moviéndose. Hay quienes han negado el presente. Hay
metafísicos en el Indostán que han dicho que no hay un momento en
que la fruta cae. La fruta está por caer o está en el suelo, pero
no hay un momento en que cae.
¡Qué raro pensar que de los tres tiempos en que hemos dividido el
tiempo —el pasado, el presente, el futuro—, el más difícil, el
más inasible, sea el presente! El presente es tan inasible como el
punto. Porque si lo imaginamos sin extensión, no existe; tenemos que
imaginar que el presente aparente vendría a ser un poco el pasado y
un poco el porvenir. Es decir, sentimos el pasaje del tiempo. Cuando
yo hablo del pasaje del tiempo, estoy hablando de algo que todos
ustedes sienten. Si yo hablo del presente, estoy hablando de una
entidad abstracta. El presente no es un dato inmediato de nuestra
conciencia.
Nosotros sentimos que estamos deslizándonos por el tiempo, es decir,
podemos pensar que pasamos del futuro al pasado, o del pasado al
futuro, pero no hay un momento en que podamos decirle al tiempo:
«Detente. ¡Eres tan hermoso…!», como quería Goethe. El presente
no se detiene. No podríamos imaginar un presente puro; sería nulo.
El presente tiene siempre una partícula de pasado, una partícula de
futuro. Y parece que eso es necesario al tiempo. En nuestra
experiencia, el tiempo corresponde siempre al río de Heráclito,
siempre seguimos con esa antigua parábola. Es como si no se hubiera
adelantado en tantos siglos. Somos siempre Heráclito viéndose
reflejado en el río, y pensando que el río no es el río porque ha
cambiado las aguas, y pensando que él no es Heráclito porque él ha
sido otras personas entre la última vez que vio el río y ésta. Es
decir, somos algo cambiante y algo permanente. Somos algo
esencialmente misterioso. ¿Qué sería cada uno de nosotros sin su
memoria? Es una memoria que en buena parte está hecha del ruido pero
que es esencial. No es necesario que yo recuerde, por ejemplo, para
ser quien soy, que he vivido en Palermo, en Adrogué, en Ginebra, en
España. Al mismo tiempo, yo tengo que sentir que no soy el que fui
en esos lugares, que soy otro. Ése es el problema que nunca podremos
resolver: el problema de la identidad cambiante. Y quizá la misma
palabra cambio sea suficiente. Porque si hablamos del cambio de algo,
no decimos que algo sea reemplazado por otra cosa. Decimos: «La
planta crece». No queremos decir con esto que una planta chica deba
ser reemplazada por una más grande. Queremos decir que esa planta se
convierte en otra cosa. Es decir, la idea de la permanencia en lo
fugaz.
La idea del futuro vendría a justificar aquella antigua idea de
Platón, que el tiempo es imagen móvil de lo eterno. Si el tiempo es
la imagen de lo eterno, el futuro vendría a ser el movimiento del
alma hacia el porvenir. El porvenir sería a su vez la vuelta a lo
eterno. Es decir, que nuestra vida es una continua agonía. Cuando
san Pablo dijo: «Muero cada día», no era una expresión patética
la suya. La verdad es que morimos cada día y que nacemos cada día.
Estamos continuamente naciendo y muriendo. Por eso el problema del
tiempo nos toca más que los otros problemas metafísicos. Porque los
otros son abstractos. El del tiempo es nuestro problema. ¿Quién soy
yo? ¿Quién es cada uno de nosotros? ¿Quiénes somos? Quizá lo
sepamos alguna vez. Quizá no. Pero mientras tanto, como dijo san
Agustín, mi alma arde porque quiero saberlo.
23 de junio de 1978