Adriana Moran - EL MAL NO ES INVENCIBLE


Enfrentar a un poder como el que manda en Venezuela no es fácil. Tiene sus propios códigos y una forma desprolija de transitar sobre la línea que separa el bien del mal, actuando casi siempre desde el lado del mal y hablando como si estuviera del lado del bien. Su discurso contradictorio y siempre manipulador, que puede hablar de amor y de odio, de querer la paz mientras amenaza con la guerra, todo en la misma frase, ha encontrado su réplica opositora que se empeña en percibirlo y actuar de la misma errática manera.
Así, pasamos de verlo como el ser invencible que no se irá hagamos lo que hagamos a percibirlo acorralado y a punto de caer. Por creerlo invencible fuimos abandonando los espacios de poder político convencidos de que no podríamos conquistar ninguno ante su tramposería innegable que le sirve de escudo desmoralizador, y con este abandono fuimos también perdiendo el contacto con esa población y esas bases de los partidos que fueron quedando huérfanas de representación y de herramientas de lucha. También por creerlo invencible, se lo amenaza con ejércitos extranjeros que logren desalojarlo y que más que derrotarlo, consigan, de ser posible, borrarlo junto a los que aún le siguen de la faz de la tierra. Cuando la tendencia es, por el contrario, a percibirlo débil y sin soporte, se apela a las sanciones que terminarán de estrangularlo sin tener en cuenta que nuestra asfixia precederá a la suya y que la debilidad que pronosticamos será mucho antes la nuestra. Y es en esa percepción contradictoria y cambiante que tenemos de su fuerza donde reside una de las principales debilidades de quienes queremos salir de esta tragedia: envalentonados con la certeza de su derrota o desanimados porque no hay forma de sacarlo, la reacción es el grito destemplado, el discurso procaz, la idea delirante, alejada siempre del trabajo de organización y conducción política basado en realidades y acciones posibles para alcanzar el objetivo.
Tal vez deberíamos aprender algo de la señora que vino y lo llamó gobierno, le dio la mano y se tomó fotos a su lado con una sonrisa y después irse y escribir un informe en el que no escatimó detalles del horror para que el mundo pusiera sus ojos en toda la atrocidad de la llamada revolución. Sin fruncir el ceño, sin amenazas ni pataletas de tarima, sin siquiera despeinarse, la Alta Comisionada Bachelet le propinó un duro golpe.