Enfrentar a un poder como el que manda en Venezuela no es fácil. Tiene sus propios códigos y una forma desprolija de transitar sobre la línea que separa el bien del mal, actuando casi siempre desde el lado del mal y hablando como si estuviera del lado del bien. Su discurso contradictorio y siempre manipulador, que puede hablar de amor y de odio, de querer la paz mientras amenaza con la guerra, todo en la misma frase, ha encontrado su réplica opositora que se empeña en percibirlo y actuar de la misma errática manera.
Así, pasamos de verlo como el ser invencible que no se irá hagamos
lo que hagamos a percibirlo acorralado y a punto de caer. Por creerlo
invencible fuimos abandonando los espacios de poder político
convencidos de que no podríamos conquistar ninguno ante su
tramposería innegable que le sirve de escudo desmoralizador, y con
este abandono fuimos también perdiendo el contacto con esa población
y esas bases de los partidos que fueron quedando huérfanas de
representación y de herramientas de lucha. También por creerlo
invencible, se lo amenaza con ejércitos extranjeros que logren
desalojarlo y que más que derrotarlo, consigan, de ser posible,
borrarlo junto a los que aún le siguen de la faz de la tierra.
Cuando la tendencia es, por el contrario, a percibirlo débil y sin
soporte, se apela a las sanciones que terminarán de estrangularlo
sin tener en cuenta que nuestra asfixia precederá a la suya y que la
debilidad que pronosticamos será mucho antes la nuestra. Y es en esa
percepción contradictoria y cambiante que tenemos de su fuerza donde
reside una de las principales debilidades de quienes queremos salir
de esta tragedia: envalentonados con la certeza de su derrota o
desanimados porque no hay forma de sacarlo, la reacción es el grito
destemplado, el discurso procaz, la idea delirante, alejada siempre
del trabajo de organización y conducción política basado en
realidades y acciones posibles para alcanzar el objetivo.
Tal vez deberíamos aprender algo de la señora que vino y lo llamó
gobierno, le dio la mano y se tomó fotos a su lado con una sonrisa y
después irse y escribir un informe en el que no escatimó detalles
del horror para que el mundo pusiera sus ojos en toda la atrocidad de
la llamada revolución. Sin fruncir el ceño, sin amenazas ni
pataletas de tarima, sin siquiera despeinarse, la Alta Comisionada
Bachelet le propinó un duro golpe.