Empezó antes, pero fue en
2002, durante el paro petrolero y las multitudinarias marchas que
precedieron al carmonazo, que Hugo Chávez entendió que podía
explotar todo ese odio que estaba en las calles a su favor. Así,
principalmente mujeres ataviadas con los colores de la bandera, eran
entrevistadas en la calle y su furia replicada una y mil veces por la
pantalla del canal oficial y mostrada por el que estaba en Miraflores
mientras fingía amorosos llamados a la reflexión que contrastaban
con la ira en su estado más puro exhibida por los caminantes que
coreaban el para entonces novedoso “vete ya".
Después
del desastroso desenlace de esos eventos que cambiaron para siempre
el curso de la era Chávez, entre otros retoques para asegurar el
control férreo de la disidencia y evitar que se repitiera el susto,
el mandatario fue cultivando con esmero esa faceta odiadora de los
que se le oponían y la fue usando para atemorizar a sus seguidores y
para mantener a sus adversarios en el terreno violento en el que eran
más débiles.
Y
aunque es verdad que muchas veces la dirigencia opositora entendió
que en esa confrontación llevaba las de perder y siguió en medio de
avances y retrocesos el camino de la política con el que se
conservaron o incluso conquistaron espacios y victorias, un sector le
siguió haciendo el juego al que lo había inventado a su imagen y
semejanza y reeditó en varias oportunidades el desenfreno que lo
llevó a transitar más fracasos de los que hubiera podido permitirse
frente a un régimen que había ido fortaleciendo al sector militar y
asegurando lealtades que lo hacían evidentemente superior en el
terreno desigual de enfrentar furia contra balas.
No
alcanzó el acuerdo que llevó a obtener la victoria en 2015 y que
hacía presagiar la continuación de esta ruta política renovando
las esperanzas para volver a la cordura. Una vez más se impuso la
rabia que había sido estimulada mezclada con antiguas ambiciones y
mezquindades y volvimos al asfalto en 2017 para sumar más muertes y
más dolor en derrotas anunciadas.
Hoy, después de haber
abandonado el camino electoral en 2018, ese extremo que se quedó
pegado a las protestas de 2002, al inmediatismo del tienes que irte y
a su vocación odiadora, sigue más presente que nunca y ha terminado
por arrastrar en su irresponsabilidad a otros que fueron más
moderados para meterlos en una trampa que no tiene puerta de salida.
El legado de odio de Chávez, en medio de un país que se derrumba,
parece por momentos estar a salvo.