Entre Caracas y Teheran hay muchas horas de
vuelo. Pero si medimos usando vectores políticos hay entre ambas
capitales ciertas cercanías. Lo hemos podido advertir recientemente.
La decisión de los EEUU de emparejar sus posiciones frente al
régimen de Maduro con el Grupo de Lima y la Comisión Europea
revelan que por el momento EEUU no está interesado en una
intervención directa en el país sudamericano. Quizás nunca lo
estuvo.
Cuando más la atención de los EEUU – en
contra de lo que imaginan los grupos ultras de la oposición
venezolana- figuraba en un cuarto lugar de su agenda internacional.
En tercer lugar el muro anti-México, promesa sagrada de la campaña
electoral. En segundo lugar el potencial conflicto que aún mantiene
con su enemigo atómico número dos, la Corea de Kim Jong Un. Y, por
supuesto, en un primerísimo lugar, el conflicto de alta intensidad
desatado por el gobierno de Trump en contra de su enemigo atómico
número uno: el Irán de los ayatolahs.
EEUU a pesar de todo su poderío no puede
atender a esos cuatro frentes a la vez. Su gobierno decidió entonces
deshacerse de los tres fardos menos pesados. El conflicto con Corea
es aún latente, pero se arreglará a su debido tiempo negociado con
China. El tema del muro lo dilató Trump provisionalmente gracias a
un acuerdo “chimbo” al que se prestó López Obrador. El tema
Venezuela le fue facilitado por la propia oposición venezolana al
haber sido probado - ese ominoso 30-A – que no hay medios
fácticos para poner fin a
la llamada usurpación.
Solo quedan los medios
políticos y así lo
entendió Abrams mucho más claro que Pompeo, aconsejando a la
oposición transitar por el único
camino que
tiene frente
a sí: el democrático-
electoral, contando para el efecto con todo el apoyo de la CI, que no
es poco. Esa
vía encajonaría
a Maduro en su contradicción más esencial. ¿Qué
país del mundo podría
estar en contra de elecciones libres
aparte de Cuba y
tal vez Nicaragua?
Incluso Rusia, bajo ciertas condiciones, apoyaría esa alternativa.
Lo último depende,
por cierto, de la dimensión que asuma el conflicto de los
conflictos:
el de Washington
con Teheran.
Dificil
es predecirlo y decirlo. Por el momento asoman
tres alternativas. La
primera es el método preferido
por Trump - podríamos
llamarla “alternativa coreana“ -. Consiste
en elevar al máximo la
intensidad del conflicto hasta el punto que a
su adversario no le quede
otra vía sino ceder.
Pero ese método solo
puede resultar sobre la base de que los ayatolahs piensen parecido a
los coreanos y chinos, lo que no parece ser el caso, pues entre los
iraníes
priman conceptos como el martirologio, el honor y desde el punto de
vista más político,
la necesidad de no aparecer humillados en el espacio islámico frente
al poder norteamericano. Irán, y esa es la diferencia con la
aislada Corea del Norte,
cultiva pretensiones hegemónicas en el Medio Oriente. Y aquí
aparecería una
segunda alternativa a la
que llamaremos “tipo
Irak“. Es la de la
operación quirúrgica
según la jerga de los
politólogos. Fácil de realizar, difícil de mantener. El caso de
Irak está muy vivo. Bush
eliminó rápidamente a Husein y sus tropas. El nido de terroristas
en que después se convirtió Irak todavía nadie
no lo puede controlar. Sin
embargo el testarudo John
Bolton parece decidido
a probar esa alternativa.
La
tercera
alternativa es que los EEUU
se embarquen
en una guerra de representación sobre la base de un eje estratégico
conformado por Israel, Arabia Saudita y los Emiratos
en contra de otro eje formado por Irán, el chiísmo
mayoritario de Irak y desde
más atrás Rusia e
incluso China. Puede
ser posible: Israel tiene un interés prioritario en destruir Irán
pues así se
constituiría en el único poder atómico de la región y de
paso las ramificaciones
terroristas tipo Hezbolah
quedarían aisladas. Los saudis y los Emiratos a
su vez, ejercerían
control sobre el estratégico
estrecho de Ormuz
(donde según Trump
tuvieron
lugar los “atentados” acuáticos
de Irán) y
se apoderarían
definitivamente del Yemen. No
por último, desde el
punto de vista “religioso“, el sunismo se convertiría en la
confesión hegemónica de
la región. Pero
que nadie se engañe.
La que recién asoma
sería, bajo
esa tercera alternativa, una
guerra semi-mundial. Todo el Medio Oriente ardería
bajo fuego
y la milenaria cultura
persa sería convertida en un Vietnam
Islámico. Un infierno.
Si
se imponen las
alternativas
segunda y tercera el gran perdedor sería sin
duda Europa. No
solo por las cuantiosas inversiones que casi todos sus países
mantienen con la teocracia iraní, sino sobre todo por la gigantesca
ola migratoria que desataría un conflicto bélico de esas
magnitudes, una al lado de la cual la que provocó Putin en Siria sería una
bagatela. Lo suficiente para desestabilizar a la UE definitivamente.
Paradojalmente, gane o pierda, Putin emergería así como el gran
vencedor. Si gana, se convertiría en protector internacional del
mundo islámico chií.
Si pierde, toda la frágil
arquitectura política europea se vendría al suelo.
¿Y
Caracas? Al lado del panorama erigido
sobre la geopolítica
mundial, los intentos de la fracción extremista comandada
por el trío Machado,
Ledezma, Arria, presionando a Guaidó para que abandone la vía del
diálogo y exija una intervención militar, aparecen – por
decir lo menos- como grotescos. Visto así, la primera necesidad para
la oposición venezolana es deshacerse de
una vez por todas de ese
estéril extremismo
que ha llevado atado como
un pesado cetáceo alrededor de su cuello a lo largo de toda su
historia.
Todo indica
que la única alternativa frente al poder armado de Maduro reside en
la reactivación de la vía democrática, pacífica, constitucional y
electoral, es decir, en un
regreso a la tradición
que llevó al triunfo del 6-D. Para el efecto será decisivo que el
liderazgo hasta ahora puramente mesiánico de Guaidó se convierta en
lo que siempre debió haber sido y
no es: un
liderazgo político. Y
eso no solamente depende de Guaidó. Depende en primera
línea
de los partidos y organizaciones civiles que lo acompañan.
Toda otra vía conduce,
definitivamente,
a un callejón sin salida.