09.05.2019
De
acuerdo a la religión oficial de la URSS, Lenin llegó a ser la
representación de Marx sobre la tierra. Algo así como “Marx es
Dios y Lenin su profeta”. Ocurrió durante los tiempos del marxismo
de la Santísima Trinidad: Marx- Lenin - Stalin. Mediante ese
procedimiento, Marx, un alemán de proveniencia judía, eslabón de
una larguísima cadena del pensamiento filosófico de su patria a la
que pertenecen nombres como Kant, Hegel y Nietzsche, fue extraído de
su contexto cultural originario para ser convertido en patrimonio del
Estado soviético.
Pese
a que Marx en sus referencias al llamado “modo de producción
asiático“ había insistido en que en Rusia, inmenso país de
campesinos bárbaros, no estaban dadas las condiciones para alcanzar
el socialismo, fue convertido por Lenin en el padre espiritual del
socialismo ruso. Escándalo que llevaría mucho después al joven
Rudi Dutschke a plantearse desde mediados de los setenta la inmensa
tarea teórica de re-europeizar a Marx. Su tesis doctoral “Un
intento para poner a Lenin sobre sus pies” fue estudiada con ahínco
en diversas sectas universitarias. Aunque ya era tarde. Repensar
al Marx de la era industrial en pleno corazón de la llamada
“sociedad post-industrial” tenía un sentido puramente académico.
Los
dos Marx, el del pensamiento alemán y el de Lenin, son hoy tan
importantes para la política como las bicicletas para los peces.
Después de los dos milagros, el de la Perestroika y el de la caída
del muro de Berlín, el cuento terminó. Llegó la posmodernidad, la
era del pensamiento líquido (Bauman), el fin de los grandes relatos
(Lyotard), la euforia deconstructivista (Derrida) y el fin de las
ideologías (Fukujama). Solo Rusia, la del Zar, la de Lenin y Stalin,
no fue tragada por las vorágines de las modas intelectuales. Y ahora
la tenemos de nuevo ahí, con Putin a la cabeza, dispuesto a
recuperar los fantasmas hegemónicos del pasado, intentando ocupar un
gran sitial, si no en el orbe, en gran parte de Europa, en el mundo
islámico, e incluso en Latinoamérica.
Vladimir
ll. ¿Un
nuevo Lenin? No parecía serlo. Ex comunista, ex KGB, ex
cualquier cosa, actuaba como simple administrador del quilombo que
había dejado Jelzin entre una y otra curda. A su manera gangsteril
puso orden: a las mafias las articuló a su gobierno, a los
opositores ofreció buenos puestos, a los más honestos los borró de
la lista de los vivos. Descubriría a la confesión ortodoxa y a sus
popes, almas arcaicas de la Santa Rusia al lado de quienes los
islamistas son un ejército de libertinos. A ellos ofreció nada
menos que la des-secularización de Rusia. Una que ni siquiera habían
podido obtener bajo el Zar Nicolás. Ordenado así el frente interno
se dedicó a expandir su imperio territorial: En las dos guerras de
Chechenia muy pocos quedaron para contar la historia. Con Georgia ha
sido más sutil: hostigamiento permanente. Y como todavía no puede
apoderarse de Ucrania decidió hacerlo con sus habitantes regalando
pasaportes rusos a cada ucraniano que lo pida. Gracias a la guerra
contra el terrorismo y a las torpezas de Bush ll, más la inocencia
de Obama, ha logrado convertir a la república de Siria en su enclave
islámico, la puerta de oro que le abre paso hacia el Medio Oriente.
A partir de ahí descubrió sus afinidades con la Turquía de Erdogan
y con el Irán ayatólico: dos potencias regionales con los cuales ha
construido una suerte de comunidad histórica. La alianza
Rusia-Turquía- Irán parece ser cada vez más sólida.
Evidentemente
Putin sabe que su inferioridad militar con respecto a los EEEU e
incluso la OTAN no es recuperable en el corto tiempo y en ese sentido
Rusia no parecería ser un peligro físico inmediato para ninguna
otra potencia. No obstante, lo que la física no da, la metafísica
lo puede prestar. Ese ha sido efectivamente el nuevo re-
descubrimiento del jerarca ruso: el arma de Lenin: la
ideología. Un arma que puede ser tanto o más efectiva que
una bomba atómica. Con la ventaja de que con las armas ideológicas
se pueden conquistar las almas sin destruir a los cuerpos.
Lenin
tenía, claro está, la palabra santa de Marx detrás de sí, palabra
a la que no titubeaba en modificar, adulterar, censurar, cada vez que
lo consideraba conveniente. Para el efecto convirtió la obra del
alemán en manuales de fácil acceso. Stalin solo continuó la gesta
depredadora iniciada por Lenin. Así nació el marxismo-leninismo o
“marxismo soviético” (Herbert Marcuse), subproducto ideológico
hecho a la medida de las decisiones del Buró político. Y los
partidos comunistas dependientes de la URSS adoptaron el
marxismo-leninismo como si hubiera sido la nueva religión de
Occidente sin darse cuenta de que consumían un producto asiático,
algo que tenía que ver más con Genguis Kahn que con Marx. Putin en
cambio no tenía detrás de sí a la sombra de Marx y si la hubiera
tenido, no le habría servido demasiado. Necesitaba pues con urgencia
un nuevo Marx. Otro Marx. Y lo encontró. Su nombre: Alexandr Dugin
¿Quién
es Alexandr Dugin? Los periodistas menos ingeniosos lo
llaman el Rasputín de Putin. No es cierto. Rasputin manejaba a la
corte. En cambio Dugin es un historiador, filósofo y politólogo
independiente muy apto para cumplir las funciones ideológicas
encomendadas por Putin. Esa es una gran ventaja de “su” Marx
sobre el Marx de Lenin. Putin no necesita adulterarlo. Basta un
llamado telefónico para pedir que resalte una u otra opinión. Tiene
además una segunda ventaja: es más ruso que el vodka de modo que no
hay que ni siquiera traducirlo. Y por si fuera poco, no es cualquier
intelectual. Todo lo contrario: se trata de un pensador de altísimo
vuelo, como casi ya no los hay en occidente, respetado hasta por sus
más enconados adversarios. Dugin ya es considerado el ideólogo del
ultranacionalismo mundial y por eso se codea con mandatarios como
Orban, Salvini y otros similares, y por supuesto con casi todos los
líderes de los partidos del populismo nacionalista europeo.
Nacido
en enero del 1962 hizo sus primeras apariciones públicas como
consejero de la federación nacional rusa. El aῇo
1990 fundó el Partido Nacional Bolchevique cuya misión debería ser
mantener en alto los principios nacionalistas de Stalin en medio de
la borrasca desatada por Gorbachov. Como era de esperarse, fue
calificado de “fascista” por sus adversarios lo que es cierto
solo en parte. Dugin bebe de aguas fascistas, pero de otras muchas
más. El mismo se declara seguidor del tradicionalismo conservador de
Julius Evola y René Guenón. En su libro “Geopolítica de Rusia”
recurre efectivamente a las concepciones pre-fascistas de Karl
Hausofer relativas al “espacio vital”. Allí postula la tesis que
más debe haber deslumbrado a Putin: “Eurasia”: un espacio de
afinidades culturales y religiosas cuyo centro no puede ser sino
Rusia.
Pero
“Eurasia” es algo distinto a la “Germania” de Hitler. La
diferencia es fundamental: La “Germania nazi” era un espacio
vital racial. La “Eurasia” de Dugin (y la de Putin) es un espacio
vital cultural, tradicional y sobre todo religioso. Y allí reside
justamente la gran diferencia de la doctrina Dugin con el
fascismo. Dugin no es racista. Si tuviéramos que catalogarlo
podríamos decir que estamos frente a un tradicionalista radical,
muy radical. Terriblemente radical.
Dugin
defiende antes que nada las tradiciones rusas. Podríamos decir que
en cierto sentido es un tolstoiano, concepto que endilgó Dutschke al
“último Solyenitizin”, enemigo mortal de la modernidad. Pero a
la vez se nombra defensor de todos los pueblos que defienden sus
tradiciones haciendo resistencia a las ofensivas globalizadoras y
neo-liberales de nuestro tiempo. Esas tradiciones solo pueden estar
aseguradas, según Dugin, por instituciones religiosas. Planteamiento
que lo lleva a negar de cuajo el principio de la secularización
política. De ahí su amor declarado a las naciones islámicas como
Irán y a la cada vez más fuerte religiosidad del estado de Israel.
Para
Dugin el sujeto del pensamiento liberal es el individuo quien
arrancado del contexto de sus tradiciones olvida su razón de ser
para adentrase en el mundo del hacer y del tener, tesis heideggeriana
que él asume con absoluta convicción. Pero Dugin va más allá de
Heidegger quien buscó siempre una concordancia entre su filosofía y
la de Nietzsche. Dugin es definitivamente antinitzscheano.
Con absoluto aplomo opone a la apología ditirámbica de Dionisios el
ideal de Apolo: la serenidad, la templanza, la forma y sobre todo, el
orden. Orden, Patria y Familia en contra de la disociación
capitalista de la modernidad (ahí se junta con el Marx de Lenin) De
ahí que su grito de batalla vaya dirigido en contra de la democracia
liberal, sobre todo la norteamericana y la de gran parte de los
países europeos. Naturalmente Putin pone oído atento a esas tesis.
En cierto modo son las suyas. Pero Dugin les otorga, además, el
formato intelectual para interpelar a las elites de otras naciones en
la lucha ideológica que, igual que Lenin ayer, necesita para
debilitar los fundamentos culturales del orden democrático
occidental. Putin y Dugin se necesitan el uno al otro como si fueran
el mar y la arena.
Precisamente
siguiendo los pasos de su mentor político Putin, Dugin advierte
hacia donde van los tiros. Por eso y de modo rápido se apresuró a
detectar al enemigo número 1 de “Eurasia”. Este no puede ser
otro sino la Unión Europea. “Eurasia” versus la UE.
Una declaración de guerra ideológica a Merkel y a Macron, este
último considerado por Dugin como el “Anti-Cristo” de la
posmodernidad. Del triunfo de “Eurasia” dependerá el futuro no
solo de Europa sino de la entera humanidad.
Dugin
ha ahorrado a Putin la ingrata tarea que emprendió Lenin con Marx,
la de envasar sus ideas en manuales de explicación fácil. El mismo
Dugin ha sistematizado su concepción del mundo en un capítulo de su
libro titulado “La Cuarta Teoría Política”, lectura obligatoria
en los institutos de enseñanzas de Rusia y, por cierto, muy
estudiado por los ultranacionalistas de Hungría, Italia, Eslovenia y
Polonia.
¿Por
qué “cuarta teoría”? Las tres primeras son: 1. El capitalismo
liberal cuyo sujeto es el individuo abstracto 2. El fascismo,
incluyendo la variante nazi alemana, cuyo sujeto es el Estado-Nación.
3. El marxismo cuyo sujeto es la clase social proletaria.
La
cuarta teoría es la que fundamenta la revuelta de la tradición
representada por Rusia, Putin y el mismo Dugin.
Hay
que tomarlo en serio. Más allá de su ostensible charlatanería, de
su anti-humanismo cruel y exhibicionista, de sus simplificaciones
históricas, hay que tomarlo muy en serio. Estamos frente a un
filósofo de prosa poderosa y pensamiento cósmico. Un gigante del
intelecto. Un pensador cuya potencia destructiva parece no tener
límites. Habrá que exigirse a fondo para enfrentarlo. No será esta
por lo tanto la última vez que deberemos referirnos a Alexandr
Dugin: el “Marx de Vladimir Putin”. Valga este artículo solo
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