Es difícil asistir hoy al espectáculo previsible de la destrucción. Quienes nos opusimos desde
siempre, y mucho antes de que Hugo Chávez llegara al poder a esas voces que empezaron a
socavar las bases de esa democracia imperfecta y perfectible que fuimos con su mal disimulado
culto a la anti-política, lo vimos venir desde hace muchos años. Sufrimos el ascenso del militar
populista, y sin participar de la eufórica borrachera que creó para muchos la ilusión de bienestar
mientras se destruía el estado tal como lo conocíamos y se perpetraba el asalto a los bienes de la
nación, contemplamos impotentes como quienes habían promovido el salto al vacío, ahora lo
adversaban convirtiéndose en la imagen en el espejo del autoritario para combatirlo con sus
mismas armas.
La destrucción de los partidos y sus dirigentes gestada desde antes y estimulada con perversidad
desde el poder, fue encontrando la resonancia esperada en ese grupo que al igual que los que
gobernaban vio en esa destrucción su oportunidad de ascenso al trono sobre las cenizas de todo lo
que había existido. La ambición de algunos, el silencio cómplice de muchos, y la ceguera de casi
todos, permitió que el acto de destrucción se consumara para conformar un paisaje de ruinas con
dos extremos vociferantes que se alimentan uno a otro en su discurso violento, indiferentes a las
voces sensatas que se ubican en el medio y al sufrimiento de tantos que solo tienen por compañía
su desconcierto y la promesa de nuevos y más oscuros infiernos. Alimentados por sus deseos,
pelean por los restos de un botín que ya no existe.
Tal vez todavía nos quede algo de tiempo para volver a la cordura. Tal vez aún podamos encontrar
una rendija de luz en medio de la oscurana y la oportunidad de escuchar las voces que la
irracionalidad de unos y la pasiva omisión de otros han intentado acallar por tanto tiempo. Un
tiempo para retomar el viejo e infalible camino de la política del que salen las soluciones para esa
gran mayoría que en su pelea los extremos decidieron olvidar.