Fernando
Mires – LAS MARCAS DE LA HISTORIA (Abril 2005)
El
presente es ese hueco situado entre un infinito pasado y un infinito futuro
(Hanna Arendt)
Hay
dos modos de pensar la política, tanto en términos nacionales como
internacionales. El primer modo entiende a los acontecimientos políticos como
resultados de procesos de desarrollo que los anteceden y los explican en su
totalidad. El segundo, intenta entender el proceso de desarrollo que llevó al
acontecimiento político, a partir del hecho mismo, es decir, el punto de
partida no es el proceso de desarrollo que lleva al acontecimiento sino que el
acontecimiento es el que permite entender e incluso construir el proceso que le
dio origen y forma. De acuerdo al primer modo, el hecho político está cuasi
explicado antes de que ocurra. O para decirlo en términos imaginativos: el
proceso integra al acontecimiento, lo ilumina y lo explica. A partir del
segundo modo, el estudio y análisis del acontecimiento ilumina y explica al
proceso que le ha dado origen; más aún: lo marca. De acuerdo a esa línea, sólo
los acontecimientos permiten explicar a los procesos, pero nunca los procesos a
los acontecimientos (Mires 2002). De esta manera, las causas no están dadas, en
el segundo modo, más allá del acontecimiento mismo.
Los
partidarios del primer modo dirán: "pero no existen acontecimientos sin
causas". Los partidarios del segundo responden: "de acuerdo, pero
tampoco existen causas sin acontecimientos". "Causalizar" de
acuerdo a Max Weber, es la tarea principal del científico social (Weber 1991).
Y es obvio: hechos sin causa sólo existen en el universo mágico, infantil y
religioso. Una "aparición", o un milagro, por ejemplo. Y causas sin
hechos sólo existen en las ideologías. En el pensamiento científico, en cambio,
hay que buscar las causas de los hechos. En esto, los historiadores, nos
parecemos mucho a los detectives; no cabe duda.
Hay
momentos, sin embargo, en que la novedad de un hecho es tan intensa, que con su
aparición traspasa las paredes de todas los dogmas e ideologías. Estos hechos
por lo general sorpresivos, y aparentemente inexplicables, tienden a ser
inscritos como acontecimientos históricos. Pero los acontecimientos históricos
no son históricos porque sí, sino a partir de un determinado consenso
discursivo. Es decir, el discurso público los convierte en marcas indelebles
que en la narración histórica sirven para diferenciar a un capítulo de otro, y
en términos temporales, a un período de otro.
En
el todavía naciente siglo veintiuno hay dos acontecimientos históricos que
marcan las configuraciones que han asumido y que seguirán asumiendo los
procesos políticos internacionales a lo largo del siglo XXI. Como suele ocurrir
con todos los acontecimientos históricos, estos dos también han producido sus
respectivas fechas que los identifican en el tiempo y en el espacio. Una fecha
es el 9 de noviembre de 1989. La otra fecha es el 11 de septiembre del 2001. El
09.11.89 cayó el muro de Berlín. El 11.09.01 cayeron las torres gemelas de New
York. La guerra fría ha terminado La caída del muro de Berlín, así como las de
las torres gemelas, no fueron sin embargo fenómenos tectónicos. Tanto el muro,
como las torres, fueron hechas caer. Y hasta aquí llega la analogía, porque
cualquier comparación entre estos dos importantes acontecimientos históricos,
implicaría sólo hacer diferencias, y no es objetivo del autor de este trabajo
comparar un acto democrático de liberación nacional como fue el que llevó al
derrumbe del muro, con la locura asesina de los pilotos de la muerte enviados
por Bin Laden.
Sin
embargo, independiente de las diferencias tan abismales que dan sentido a esos
dos hechos, los dos pasaran, sin duda, a asumir el carácter de acontecimientos
históricos demarcatorios. Y tanto el 09.11.89 como el 11.09.01 fueron
históricos no sólo porque fueron sorpresivos sino porque además porque fueron
simbólicos, es decir, porque articularon y coordinaron alrededor suyo una
cantidad de otros hechos que aparecían, a primera vista, dispersos. El carácter
simbólico de un hecho, a su vez, está dado porque, entre muchísimos hechos que
forman la constelación de un proceso, es uno el que puede aparecer, mejor que
otros, representándolos a todos. El 09.11.89, fecha que marca el derrumbe del
muro de Berlín, estuvo antecedido de muchos notables acontecimientos
históricos: la visita del Papa en Varsovia; la publicación de la Perestroica de
Gorbatschow, la toma de la embajada austriaca en Hungría; las estatuas de Lenin
que eran demolidas en todos los países socialistas; la multitud que se volvió
contra Ceaucesco en Rumania, etc. Igualmente, el 11.09.01 estuvo precedido por
una larga cadena de sangrientos actos terroristas, y después de esa fecha los
han seguido, y los seguirán habiendo; que duda cabe. Pero en esa casi
interminable cadena ninguno simboliza mejor la esencia del terrorismo que ese
fatídico 11.09.01. Mediante el primer acontecimiento, fue simbolizado,
gráficamente, el período que marca el fin de la Guerra Fría. Aunque
literariamente, el fin de la Guerra Fría aparece consignado en el famoso
discurso de Putin frente al Parlamento alemán el 25 de septiembre del 2001,
discurso conocido como “La Guerra Fría ha terminado”.
Pero
la Guerra Fría no sólo había terminado, real y simbólicamente mucho tiempo
antes del discurso de Putin, sino que además, ya había comenzado un segundo
período: el de "la guerra en contra del terrorismo internacional".
Que en la retórica de Putin el período de la Guerra Fría hubiese encontrado su
fin gramatical 11 días después del ataque a las torres, es decir, con casi doce
años de atraso, no deja de ser un hecho sorprendente, aunque dista de ser una
simple casualidad. Pues a partir del momento en que Bush había declarado la
"guerra en contra del terrorismo internacional", se abrían espacios
para nuevas correlaciones de fuerza muy diferentes a las que prevalecían en el
período de la Guerra Fría. Es decir, aunque el primer período ya estaba
terminado desde el mismo día en que las dos partes del pueblo alemán echaron
abajo el muro de Berlín, su fin gramatical sólo podía tener lugar desde el
momento en que comenzara otro período; y ese nuevo período, ahora está muy
claro, nació, no sólo gramaticalmente, el 11 de septiembre del 2001. Y eso fue
lo que entendió Putin de modo muy lúcido el 25 de septiembre del 2001 cuando en
su famoso discurso pronunciado frente al parlamento alemán decretó, en su muy
poco encantador estilo: "La guerra fría ha terminado". De este modo,
el período que va desde 1989, cuando fue derribado el muro de Berlín, hasta el
2001, cuando fueron destruidas las torres gemelas de New York, era leído por
Putin como una simple transición ¡de casi doce años! que marca, desde una
perspectiva histórica, una mínima distancia entre dos períodos de guerra, uno
de guerra fría, otro de guerra caliente.
A
partir del 11 de septiembre del 2001, había efectivamente que ordenar
nuevamente los naipes pues comenzaba otro juego. Y ese juego fue entendido
rápidamente por Putin, quién se apresuró a hacer las marcas históricas que
signaron su discurso. Según Putin había un nuevo enemigo y por lo tanto un
"nuevo período", luego, el período anterior llegaba a su fin. Frente
a ese enemigo, EEUU y Europa debían tomar una doble posición: primero, frente
al enemigo común, cuya metáfora general es "el terrorismo
internacional", y segundo, entre ellos, vale decir, acerca de la
estrategia a seguir para enfrentarlo, habida cuenta que ese enemigo era visto
por los gobernantes europeos como un enemigo predominantemente
antinorteamericano, y sólo en un segundo grado, como enemigo antieuropeo. En
ese nuevo juego, Putin se apresuró a posicionar geoestratégicamente el lugar de
Rusia; y ese lugar se expresaba, desde una perspectiva geométrica, más o menos
así: "un poco más al lado de los europeos, y un poco más lejos de
EEUU". Como se sabe, esa nueva posición cristalizó tiempo después cuando
frente al tema Irak fue constituido el llamado ingeniosamente por los
periodistas "eje del bien", entre Rusia, Francia y Alemania.
Premonitoriamente
dijo el Presidente ruso en su discurso de septiembre del 2001 "nadie duda
del gran valor que tienen las relaciones entre Europa y los Estados Unidos.
Pero yo sostengo la opinión que Europa sólo puede, a largo plazo, afirmar el
mandato de ser centro de la política mundial, si une sus posibilidades con los
recursos humanos, territoriales y naturales, así como con el potencial
económico, cultural y defensivo de Rusia". Putin no estaba proponiendo,
por cierto, una alianza anti- norteamericana, pero sí "ruso, al fin"
un núcleo político internacional, sin hegemonía norteamericana. El regreso del
pasado No obstante, quisiera o no Putin, la Guerra Fría había terminado el año
1989, y la guerra contra el terrorismo internacional comenzó el año 2001. El
sentido político de ambos acontecimientos reside, como ya ha sido insinuado, en
la novedad que portaban consigo, lo que obligaba también a buscar una respuesta
nueva que no podía ser la misma que debía ser dada frente a un hecho conocido.
Y ahí reside precisamente una de las diferencias fundamentales entre el hacer
científico, que es el del historiador, y el político.
Mientras
que el historiador debe explicar la irrupción del hecho a partir de
construcciones causativas, el político no tiene tiempo para eso, pues debe dar,
muchas veces, una respuesta rápida al hecho acontecido, antes aún de conocer
sus causas. Es decir, en política hay que enfrentar al acontecimiento tal cual
como y donde se presenta. Ahora y aquí, como repetía Freud, al referirse al espacio
analítico de transferencia; y la política lo es. En el caso de la caída del
muro de Berlín, había que reaccionar e intervenir rápido.
El
canciller alemán Kohl, por ejemplo, no podía detenerse en 1989 a contemplar los
antecedentes históricos que se articulaban alrededor de las piedras del caído
muro, sino que debía presentar, de la noche a la mañana, un programa de
reunificación, pues como ya había dicho su buen amigo Gortbaschov -un político
consumado en un país antipolítico- "quien llega tarde será castigado por la
historia".
Después
del 11.09.01 Bush no podía detenerse tampoco a analizar las razones del
terrible atentado. El hecho concreto era: el país había sido atacado por un
grupo de fanáticos terroristas islamistas cuyo campo original de operaciones se
encontraba en las lejanas montañas de Afganistán. El ataque a las torres había
sido una declaración de guerra a los EEUU, y en cierto modo, a través de EEUU,
a todo el Occidente, y Bush, como presidente de una nación agredida, no podía
sino contestar con otra declaración de guerra, aunque el enemigo, en los
momentos en que dicha declaración fue emitida, no era localizable. En ninguno
de los casos la respuesta podía ser ideológica porque ninguno de ambos
acontecimientos cabían en el recuadro de ninguna ideología. La respuesta debía,
por lo tanto, ser improvisada. Y en política, muchas veces, hay que improvisar.
Es por eso que las ideologías son antipolíticas, pues ninguna ideología, al
serlo, deja espacio alguno para la improvisación. En el análisis científico,
igualmente, está vedado improvisar, aunque se trate de algo tan improvisado
como son las ciencias sociales. Pero, a diferencia de lo que ocurre con las
ideologías, que establecen un conocimiento previo de las causas, cada hecho,
para ser causalizado, debe ser sometido a dos procedimientos. Por una parte,
debe ser diseccionado, esto es, analizado y "marcado" en detalle. Por
otra parte, debe ser contextualizado, es decir, entendido en procesos que se
construyen a partir de su aparición en el mundo, lo que supone establecer
nuevas marcas; tanto en el tiempo como en el espacio. Y eso requiere a veces de
mucho tiempo. Y suele suceder que ni lo uno ni lo otro tenga fin, sobre todo
cuando tales procedimientos son realizados en países donde las opiniones, incluyendo
las que respectan al pasado, son articuladas de modo discursivo. Porque,
después de todo, el pasado no existe, precisamente porque ha pasado. Es por esa
razón es que siempre hay que volver a marcar lo pasado; para que no se olvide,
y siga siendo siempre lo que es: pasado.
Pero
la historia no ha terminado Ni el 09.11.89 ni tampoco el 11.09.01 podían ser
previstos en el rígido marco impuesto por las ideologías vigentes. Cuando por
ejemplo el 09.11.89 los dos pueblos alemanes, el del Este y el del Oeste,
confraternizaron, primero desde, después a través del muro, dieron al traste, y
para siempre, con una visión historicista que primaba en las ciencias sociales
de "izquierda", a saber: que el socialismo, con todos sus defectos,
constituía una fase superior al capitalismo. No obstante, las dos multitudes
que se encontraron entre las piedras del muro, no se planteaban problema tan
teórico. Con la caída del muro era elegida la democracia en contra de la
dictadura y la libertad en contra de la opresión. Es por esa razón que la
ciencia social de Occidente, evolucionista al fin, salvo casuales excepciones,
no estaba en condiciones de prever el derrumbe del comunismo que antecedió,
efectivamente, al derrumbe del muro de Berlín. De un modo parecido, el 11.09.01,
dio término definitivo a una nueva (y muy antigua) ideología: la del "fin
de la historia", popularizada por Francis Fukuyama en el famoso libro que
lleva el mismo nombre. De acuerdo a dicha ideología, con el fin del comunismo
desaparecía la dialéctica que daba sentido a la historia, de modo que la
historia entraba a una fase en la cual la democracia occidental debería
definirse frente a sí misma, y no frente a una negación constitutiva, en este
caso, el comunismo. El Fin de la Historia (1992), como su nombre lo dice,
anunciaba la entrada a un mundo donde los antagonismos vitales entre las
naciones brillarían por su ausencia. El enemigo fundamental había desparecido,
y con ello, el fin de la historia que había equivocadamente anunciado Hegel con
el advenimiento de la revolución francesa, llegaba a su término con el fin del
siglo veinte. La dialéctica, tanto en su sentido hegeliano como marxista,
desaparecía al desaparecer la contradicción principal que regía al mundo, pues
sin contradicción principal, no hay dialéctica y luego, tampoco hay historia.
En
cierto modo, Fukuyama interiorizaba la lógica hegeliana- marxista y la volvía a
favor del orden liberal. Así, el mundo del futuro, sin antagonismos
principales, se unificaría políticamente bajo el signo de la democracia
parlamentaria y, económicamente, bajo el signo de la sociedad libre de mercado.
Democracia y mercado actuarían como fuerzas catalizantes en la reconciliación
final de la historia consigo misma. La visión filosófica optimista de Fukuyama
era compartida pragmáticamente no sólo por una fracción importante de la
"clase política" de los EEUU, sino que además por gran parte de las
élites políticas de los países occidentales, particularmente de los europeos.
Para estas élites el hecho de que hubiera sido resuelta la contradicción
principal, haría al fin posible que los EEUU pudieran dedicarse a cultivar su
propio bienestar en el marco de libertades que no serían nunca más amenazadas,
y Europa podría, al fin, construir su unidad para embarcarse en la ruta de un
desarrollo económico aún más esplendoroso que el norteamericano. Las demás
naciones del mundo, si es que querían, podrían seguir ese ejemplo, el que, al
ser tan positivo, debería, tarde o temprano, ser imitado. En el curso de ese
optimismo, fue elegido el Presidente Clinton bajo cuyo mandato USA alcanzó las
tasas de crecimiento económico más impresionantes de su historia.
La
visión liberal- economicista que reinaba hacia el interior de los países
occidentales debería ser proyectada hacia el exterior, teniendo así lugar una
globalización, no sólo de los mercados, sino que además, de las instituciones,
e incluso, de las culturas. Todavía, aún después de la guerra en la ex
Yugoslavia, del 11 de septiembre, de la guerra en Afganistán, de las dos
guerras del Golfo, y de las muchas que se avecinan, algunas élites políticas de
países europeos comparten la idea de Fukuyama relativa a la entrada final a un
mundo sin grandes contradicciones ni conflictos. Los sucesos nombrados no
pasarían de ser, en esa versión, sólo leves tropiezos en un mundo que marcha
aceleradamente hacia aquella Paz Perpetua que imaginó Kant. La otra lectura En
contraposición al ideal de Fukujama, apareció cuatro años después de su famoso
libro, el no menos famoso de Samuel Hungtinton: El choque de las civilizaciones
(1996). Hungtington auguraba un panorama mucho menos optimista que el de
Fukuyama. Según la versión de Hungtington, el fin del antagonismo con la URSS
había abierto la puerta a otros antagonismos no sólo ideológicos, sino que además
culturales y religiosos frente a los cuales, ni EEUU ni Occidente en general,
estaban preparados para enfrentar. "Occidente frente al resto del
mundo" era su conclusión y su máxima. Y EEUU como la vanguardia de
Occidente, no podía dormir sobre sus laureles, sino que debería prepararse a
enfrentar otros antagonismos, tanto o más temibles que el anterior.
Demás
está decir, que por su mensaje pesimista, la recepción del texto de Huntington
fue mucho más negativa que la de Fukujama, aunque después del 11 de septiembre,
ese libro fue mucho más leído que El Fin de la Historia. No se quiere afirmar,
por supuesto, que la clase política norteamericana en particular y la
occidental, en general, se hubiera dividido entre fukujamistas y
hungtintionanos. Pero si se afirma que habían dos lecturas para entender el
orden del mundo después del comunismo. Una lectura economicista que suponía que
EEUU como representante de Occidente y del capitalismo mundial se erigía como
centro de una globalización que anulaba los antagonismos políticos
internacionales, y otra lectura más política, que afirmaba que la Guerra Fría
sólo había organizado y disciplinado múltiples contradicciones, manteniéndolas
en estado latente, pero que, después del comunismo, ya en estado manifiesto,
podían configurarse en contra de Occidente, asumiendo diferentes formas, sin
excluir las religiosas y las culturales. Después del 11 de septiembre, la
segunda lectura se impuso por sobre la primera; por lo menos en los EEUU. De
eso no cabe duda. Eso significaba que en los casi doce años que marcan la
transición entre un período y otro, vale decir, desde el derrumbe del muro de
Berlín hasta la destrucción de las torres gemelas, la clase política
occidental, incluyendo la rusa, había interpretado la historia de un modo
erróneo.
Lo
dijo el mismo Putin, en el famoso discurso que se está comentando al referirse
al 11 de septiembre pero, pensando, sin duda, en el conflicto que su Estado
mantiene en Chechenia: "Ya que hemos comenzado a hablar de seguridad
debemos tener muy claros frente a quién y como debemos protegernos. En ese
contexto no quisiera dejar sin mencionar la catástrofe que ha ocurrido en los
Estados Unidos el 11 de septiembre. Los seres humanos de todo el mundo se
preguntan, como se pudo llegar a eso y quien es el culpable. Yo quisiera dar
una respuesta a esa pregunta. Yo creo que todos somos culpables, principalmente
los políticos a quienes los simples ciudadanos han confiado su seguridad. La
catástrofe sucedió, antes que nada, porque todavía no hemos logrado entender
los cambios que han tenido lugar en el mundo en los últimos diez años".
Evidentemente,
Putin se refería a aquella historia que comienza recién después del comunismo.
Y como los historiadores y sociólogos occidentales, al parecer no se habían
dado cuenta de que "algo" había cambiado después de ese fin, Putin,
un político pragmático, se decidió a poner término al período de la Guerra
Fría, aunque ¡con casi doce años de atraso!
No
hay otro mundo sino éste El fin del comunismo, de acuerdo a la nueva lectura,
había dejado como herencia no sólo odios étnicos y religiosos, como
generalizaba desde su extremadamente radical perspectiva culturalista,
Huntington, sino que además países con estructuras estatales extremadamente
precarias; múltiples estados dictatoriales; democracias inestables; multitudes
de poderes beligerantes dotados de alta tecnología militar, y en algunos casos,
como el Irak de Hussein (hay que agregar China, Corea del Norte, Rusia,
Ukrania, Irán, Pakistán, India, entre otros) con planificaciones atómicas de
altísimo nivel. Sólo con algunos de esos poderes podía EEUU pactar
políticamente; particularmente con Rusia y Ukrania, donde comenzaban a
estructurarse medios y modos de comunicación política del que carecen otros
estados atómicos, o China, que sólo pretende autolimitar su soberanía en un
espacio regional, sin entrar en conflicto con USA, de acuerdo a una suerte de
coexistencia política "a la antigua", es decir, por medio de una
"paz fría". Y por si esto fuera poco, había que contabilizar un
enorme espacio euroasiático donde ni siquiera la arquitectura geográfica se
encuentra consolidada y que, como pronostica Brzezinski (1997), será un
escenario de futuras e incalculables confrontaciones. Es que este mundo no es
sólo producto de los EEUU; está simplemente ahí.
En
ese mundo, no hay otro, tenemos que actuar. Los Estados también. Y es por eso
que hay que ir construyendo, en su historia, marcas, las mínimas que
necesitamos para orientarnos desde el infinito pasado hacia el infinito
porvenir.
Referencias
Arendt, H. Zwischen Vergangenheit und Zukunft (Entre el Pasado y el Futuro)
Piper, München 2000
Brzezinski,
Z. The Grand Chessboard, Basis Books, New York 1997
Fukuyama,
F. The End of History, The Free Press, New York 1992; trad. esp. El fin de la
historia y el último hombre, Planeta, Barcelona 1992
Huntington S. Clash of
Civilizations Simon ? Schuster, New York 1996
Mires,
F. Crítica de la razón Científica, Nueva Sociedad, Caracas 2002
Weber,
M. Schriften zur Wissenschaftslehre Reclam, Stuttgart 1991
* Fernando Mires, historiador y
politólogo chileno, es catedrático de la
Universidad de Oldenburg, Alemania.