Adriana Moran - EL VALOR DE LO IMPERFECTO


Adriana Moran
Cuando era niña había largas conversaciones en el comedor de mi casa después de un almuerzo o una cena a las que mis padres invitaban gente que yo no conocía. Eran hombres y mujeres con acentos diferentes que contaban historias sobre sus países que quedaban al sur y que habían huido de vidas complicadas en lugares donde mandaban militares. Y aunque yo no entendía todo lo que decían y ahora que podría entenderlo no lo recuerdo todo, eran relatos dolorosos de persecuciones y hasta de muerte en los que se repetía la palabra dictadura. Esas personas a las que mis padres recibían en casa eran profesores, maestros de escuela, médicos, artistas. Algunos venían porque en su tierra ya no podían trabajar, como un director de teatro que venía en busca de una sala en la que le permitieran representar sus obras y al que recuerdo particularmente por su mirada triste.
El tiempo fue pasando, fui creciendo y las reuniones y las sobremesas siguieron, como si aquella fábrica expulsadora de gente al sur de nuestro continente nunca fuera a detenerse. Pasé del rincón en el que fingía entretenerme con un libro a tener un lugar en la mesa y la oportunidad de hablar con muchos de ellos. Las historias eran parecidas, el dolor siempre estaba presente.
Escuché entonces relatos que me impactaron, de mujeres presas, separadas de sus hijos, torturadas y ultrajadas, de familiares perdidos, desaparecidos sin dejar rastro, historias que hasta entonces solo había encontrado en los libros pero contadas por gente real y con las marcas mal disimuladas del sufrimiento en sus caras. Y si algo quedó grabado en mi memoria de aquella época y esas gentes fue el agradecimiento que siempre mostraron hacia el país y hacia la democracia que los acogía en su desamparo, la forma en la que se referían a nosotros como un ejemplo, lo libres y afortunados que les parecíamos.
Hoy, cuando nosotros lo perdimos casi todo, se me ocurre que en otros países, tal vez hasta en esos mismos de dónde vinieron los visitantes de mi infancia, hay otras casas, otros padres como los míos, otras mesas que reciben venezolanos que cuentan sus historias desafortunadas y suspiran como aquellos por la patria que extrañan y quiero pensar, que también agradecen a esas democracias tan imperfectas como era la que nosotros teníamos cuando recibimos a muchos, poder vivir, criar a sus hijos y trabajar en libertad. También espero que en alguna de esas salas haya un niño que, como yo, los escuche y pueda aprender a apreciar desde muy temprano el valor de lo imperfecto.