El tiempo fue pasando, fui creciendo y las reuniones y las
sobremesas siguieron, como si aquella fábrica expulsadora de gente al sur de nuestro
continente nunca fuera a detenerse. Pasé del rincón en el que fingía
entretenerme con un libro a tener un lugar en la mesa y la oportunidad de hablar
con muchos de ellos. Las historias eran parecidas, el dolor siempre estaba
presente.
Escuché entonces relatos que me impactaron, de mujeres
presas, separadas de sus hijos, torturadas y ultrajadas, de familiares
perdidos, desaparecidos sin dejar rastro, historias que hasta entonces solo
había encontrado en los libros pero contadas por gente real y con las marcas
mal disimuladas del sufrimiento en sus caras. Y si algo quedó grabado en mi
memoria de aquella época y esas gentes fue el agradecimiento que siempre
mostraron hacia el país y hacia la democracia que los acogía en su desamparo,
la forma en la que se referían a nosotros como un ejemplo, lo libres y afortunados
que les parecíamos.
Hoy, cuando nosotros lo perdimos casi todo, se me ocurre
que en otros países, tal vez hasta en esos mismos de dónde vinieron los
visitantes de mi infancia, hay otras casas, otros padres como los míos, otras
mesas que reciben venezolanos que cuentan sus historias desafortunadas y suspiran
como aquellos por la patria que extrañan y quiero pensar, que también agradecen
a esas democracias tan imperfectas como era la que nosotros teníamos cuando
recibimos a muchos, poder vivir, criar a sus hijos y trabajar en libertad.
También espero que en alguna de esas salas haya un niño que, como yo, los
escuche y pueda aprender a apreciar desde muy temprano el valor de lo
imperfecto.