Adriana Moran - POLÍTICA DE LA DESESPERACIÓN


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La combinación de furia y desesperanza es potencialmente letal. Y ya sea que predomine la justificada furia o la inevitable falta de esperanzas, si no logran controlarse el resultado es siempre un juicio alterado, una visión apocalíptica y una sensación de asfixia como la que se da en los ataques de pánico pero lo suficientemente prolongada como para creer que cualquier salida es posible y que cualquier medio justifica cualquier fin si ese fin coincide con el final del sufrimiento. 
      Por estas razones es que se  vuelve tan complejo el manejo de una situación que requiere, en medio del alboroto de las pasiones, cabeza fría y la sensatez que permita evaluar las posibilidades reales de construir estrategias que trasciendan nuestras urgencias y garanticen un mínimo de coherencia, viabilidad y autoprotección. 
      Llegar al extremo de desear una guerra que experiencias ajenas indican que dejará un tenderete de muertos y heridos con resultado y duración inciertos, es solo una muestra de lo que la desesperación y el consiguiente descontrol de la psique colectiva pueden hacer. Y aparece entonces la idea delirante y algunos hablan con una seguridad pasmosa de intervenciones quirúrgicas milimétricamente calculadas con la capacidad de hacer el corte exacto en ese limite siempre resbaladizo que separa el bien del mal. Sin daños. Sin muertes más allá de las inevitables (y hasta por algunos muy deseadas) de los culpables de la catástrofe y con tal vez uno o dos impactos sonoros de envergadura que en lugar de asustarnos nos llenarían de júbilo porque significarían el fin de la tragedia y el comienzo de una nueva y placentera vida.  
      Como si no supiéramos que aún los más meticulosos cálculos han terminado en desastre. Que la deseada paz se ha transformado muchas veces en pesadilla interminable y que precisamente esos en los que más se confía para llevar a cabo tan definitiva hazaña tienen a cuestas historias recientes de devastaciones inconclusas y dolorosas que podrían servirnos de espejo. 
      Y es para preocuparse. No tanto porque esa guerra de ficción al final se produzca. Preocupa que haya tantos renunciando a la posibilidad de usar las armas reales que tenemos para enfrentar a Nicolás Maduro y así refugiarse en una realidad paralela de videojuego.