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Por más que
se intente decir que lo ocurrido aquí a partir del 10 de enero fue producto de
una estrategia fríamente calculada que solo esperaba por la fecha precisa para
ponerse en marcha, es evidente que el apoyo de la población hasta entonces
sumida en la desesperanza, resultó ser un fenómeno sorprendente e inesperado
para la mayoría de los que veíamos en el sueño prolongado de la política local
una amenaza cierta para la prolongación de la tragedia.
Y como en
todos los hechos que exceden (en este caso para bien) las expectativas de la
mayoría, es fácil que la euforia colectiva resultante sobredimensione sus
alcances y ponga en riesgo su continuidad. Pasar de un extremo de la emotividad
al otro en corto tiempo, y aún más tratándose de la conducta de muchos y frente
a una situación compleja como la que atravesamos, es difícil de manejar y muchas
veces resultan inútiles los llamados a la mesura ante tanta pasión desbordada.
El riesgo de
ese desbordamiento reside en la frustración que puede generarse ante un
fenómeno que en su inesperada grandiosidad tiende a leerse como definitivo,
incuestionable e inmodificable, sin tener en cuenta que toda acción produce
reacciones, que a toda fuerza hay otras que se oponen y que es necesario ir
midiendo las estrategias para el reacomodo que las adapte a loscambios que
inevitablemente se sucederán.
El
surgimiento del liderazgo de Juan Guaidó, el renacimiento de la esperanza en
sectores que parecían haberla perdido y sobre todo, la necesidad imperiosa de
encontrar una salida a los males que nos aquejan, nos obliga a tener la
serenidad suficiente para ir evaluando y reevaluando nuestras acciones y a
cuidar como un tesoro esta unidad en torno a un proyecto que además de
recibir el apoyo de factores externos determinantes, debe encontrar en nuestra
propia y renovada fuerza el impulso de la salida que se avecina.