Progres y fachos, fachos y
progres. No son por cierto categorías de tipo weberiano, provienen más bien del
habla pública, de hilos comunicativos formados bajo el calor de la pasión
política, allí donde la gente se nosotriza en contra de otros que los cuestionan
en sus ideologías, en sus creencias, en sus modos de ser, en sus culturas, en
sus identidades. Son palabras destinadas a estigmatizar al otro, a marcar
diferencias, a constituir bajo la forma de un simple mote a un enemigo más
imaginario que real. Se trata en fin de una relación de negatividad,
destinada, como toda negatividad, a construir una afirmación de “un sí mismo”.
Denominaciones
radicalmente excluyentes, sin duda. Pues para un facho un progre es todo
quien no es facho y para un progre, facho todo quien no es progre. Pero a
la vez -paradoja- ni progres ni fachos
se consideran a sí mismos como progres o fachos. Nadie dice yo soy progre o yo
soy facho con el orgullo con que en el pasado derechistas e izquierdistas
proclamaban a los cuatro vientos sus identidades políticas. La razón parece ser
la siguiente: progres y fachos son categorías destinadas a ridiculizar al
depositario del deseo de agresión gramatical que habita en cada una de nuestras
bocas. Fachos y progres son una creación negativa del otro por el otro.
Las palabras progres y
fachos tienen, como casi todas las palabras, dos orígenes. Uno etimológico que
es el que menos importa y otro histórico, que sí importa demasiado.
De acuerdo a sus orígenes
etimológicos, las palabras progres y fachos son derivados de las palabras
progresistas y fascistas. Sin embargo, no todos los llamados progres son
progresistas ni todos los llamados fachos, fascistas. Muchos progres
adhieren a ideologías del pasado, propias a la era del capitalismo industrial
–el marxismo- leninismo, por ejemplo - y en ese sentido no solo no son
progresistas sino reaccionarios. A la inversa, muchos fachos no son
reaccionarios sino progresistas. La mayoría de ellos se declaran amantes del
progreso tecnológico y económico y para ello están dispuestos a sacrificar al
medio ambiente (Trump) e incluso a comunidades indígenas (Bolsonaro).
Ahora, desde el punto de
vista histórico, las denominaciones progres y fachos pueden ser consideradas
sucedáneas de las de izquierda y derecha. Y aquí salta la pregunta: ¿por qué el
habla popular se ha visto en la necesidad de inventar significantes
alternativos a los de izquierda y derecha? La respuesta es obvia: solo se
usan nuevos significantes cuando los vigentes ya no están en condiciones de
cubrir el significado de lo que intentamos significar. Prueba semiótica de
que los términos izquierda y derecha han ido perdiendo su transparencia. Sobre
las razones de esa pérdida hay muchos escritos y no insistiremos aquí sobre el
tema. Lo importante es que las palabras progre y facho no designan solamente a
objetos políticos sino, además, culturales. No a enemigos de clase o a
ideologías contrarias, sino a dos modos de concebir y vivir el mundo. De ahí
que ambos términos no pueden ser definidos de un modo objetivo sino a partir
del mundo subjetivo de los progres y de los fachos. ¿Qué es un progre para un
facho y que es un facho para un progre? Esa es la pregunta.
Progre para un facho tiene
un significado polisémico. En su sentido originario sirvió para calificar a los
que mantienen posiciones de la antigua izquierda y por lo mismo están
dispuestos a rendir pleitesía a dictaduras militares como la cubana, la
nicaragüense y la venezolana. Pero después el término ha sido extendido hasta
llegar a designar a quienes forman parte o simpatizan con movimientos sociales
como los feministas, los ambientalistas y los pacifistas. Para los fachos de
hoy los progres forman un arco que va desde Kim Jong Un, pasando por Maduro,
hasta llegar nada menos que a Merkel, Macron u Obama, estos últimos,
representantes del “pensamiento correcto” (así lo llaman progres y fachos). Un
facho, en consecuencia, puede ser perfectamente reconocible por la
mega-dimensión e indiferenciación de sus antagonismos.
Lo mismo sucede con los
progres. En un comienzo el término facho fue usado por ellos solo para
calificar a personas que rinden culto a siniestras dictaduras militares a la
Pinochet o a la Videla o a aquellos que ven en cada reforma social una amenaza
comunista. El término ha cobrado vigencia después del aparecimiento de los
macro y micro nacionalismos europeos en los cuales conviven fachos con
fascistas de tomo y lomo. No obstante, el término ha sido extendido aún más por
los progres y hoy les sirve para calificar a todo aquel que no vea en los EE UU
un imperio asesino, a todos quienes no estamos de acuerdo con los excesos del me
too, o a todos quienes nos oponemos a cualquier fundamentalismo ideológico
o religioso.
Puede pensarse entonces
que los progres y los fachos son los dos extremos de la política.
Geométricamente podría ser cierto. Sin embargo, al ser designados el uno por el
otro y el otro por el uno, es inevitable que entre ambos tengan lugar
entrecruces identitarios hasta el punto de que pueden llegar a confundirse en
una simbiosis. ¿Qué es un progre sin un facho o un facho sin un progre?
La respuesta ha sido dada por los propios progres y fachos. La encontramos en
Europa, en la indisoluble alianza contraída por ambos alrededor de la figura
del autócrata Putin: el padre de todas las dictaduras del mundo. Pues para
nadie es un misterio que Le Pen del FN, Gauland de AfD, Salvini de LN y Orban
de FIDESZ, son aliados de Putin. Pero no menos aliados de Putin son Pablo
Iglesias de Podemos, Mélenchon de Francia Insumisa y Tsipras de Syriza.
¿Qué ven los fachos en
Putin? Sin lugar a dudas, el
hombre fuerte y autoritario, el restaurador de costumbres patrióticas y
viriles, el defensor de la familia, de la religión y el garante en contra de la
odiada UE. ¿Y qué ven a su vez los progres en Putin? El anti-imperio, el hombre
que se las planta a EEUU, el restaurador geográfico de la URSS con otro nombre,
y (otra vez) el garante en contra de la odiada UE.
Del mismo modo un
castrista y un pinochetista ayer, un bolsonarista y un madurista hoy, comparten
similares valores políticos. Están dispuestos a transgredir los derechos
humanos, son enemigos del debate público -y, luego, del parlamento- rechazan
las vías electorales, asumiéndolas solo cuando pueden ganar, y buscan
soluciones inmediatas, sin compromisos ni diálogos con “el enemigo”. Todo en
nombre de una supremacía moral que nadie les ha otorgado. Solo así se
explica por qué los progres son a veces tan fachos y los fachos son a veces tan
progres. En verdad, para referirnos a ellos deberíamos inventar otras
palabras: fapros o profas, por ejemplo.
No obstante, siempre y
cuando no sean mayoría o por cualquier vía alcancen el poder, progres y fachos
pueden jugar bajo determinadas condiciones un rol positivo. Ambos, visto
así, representan en sus extremos a los enemigos de la por Karl Popper llamada
“sociedad abierta”. Por lo mismo, ambos nos alertan que en momentos
políticos como los que atravesamos, a quienes no somos ni progres ni fachos no
nos está permitido bajar la guardia ni dormir sin mantener un ojo abierto.
La lucha por la democracia
está plagada de peligros y hay
veces -pienso inevitablemente en la Venezuela de Maduro- en las que los
demócratas deben combatir contra dos frentes a la vez: los progres que ven en
el dictador y su camarilla un baluarte en contra del imperialismo y los fachos
que buscan cualquiera salida bajo la condición de que no sea política.
¡Progres y fachos del
mundo, unidos seréis siempre vencidos!