Escribo sobre Venezuela en
las primeras horas del 24 de febrero, después de haber tomado nota rápida
acerca de los acontecimientos del 23.
El régimen canta victoria.
Logró bloquear y destruir la ayuda humanitaria y mantener la unidad del aparato
militar-represivo, salvo algunos goteos de oficiales sin mando de tropa. Logró
además otorgar una lógica militar al enfrentamiento no vacilando en asesinar a
mansalva, pero imponiendo lo que quería imponer: el terror en su más brutal
expresión. Maduro, en cortas palabras, ha elegido la vía siria para mantenerse
en el poder. De eso ya no hay duda.
La ayuda humanitaria no
fue en sí una acción política pero tenía un trasfondo político, a saber,
arrinconar a Maduro frente a dos opciones: o dejaba entrar esa ayuda y perdía
autoridad frente a los suyos, o la destruía militarmente y abría el camino
para que la comunidad internacional tomara otras decisiones, incluyendo la
posibilidad de una intervención armada en Venezuela. Los sectores más radicales
de la oposición, los pro-intervencionistas, se sienten confirmados por la vía
violenta de Maduro y han comenzado a exigir a Trump una intervención militar
que nunca ha prometido.
¿Está abierto
verdaderamente el camino para la intervención? No hay indicio de que -aún si se
diera el caso de que la oposición solicitara de modo unánime una intervención–
esa decisión no se vería obstaculizada dentro de los propios EE UU. Y no solo por
los enemigos de Trump, sino además por los riesgos que ella implica para el
proyecto reelectoral del presidente.
Dicho en breve: la fuerza
militar de Maduro no es la de Noriega. Además del ejército regular y la guardia
nacional, Chávez y Maduro han creado un ejército irregular formado por
mercenarios y delincuentes, los llamados colectivos o
para-militares. Eso significa que una invasión deberá contar con no pocas
pérdidas en las filas interventoras, y por cierto, con un enfrentamiento que
podría prolongarse en el tiempo, lo que tampoco favorecería a las aspiraciones
reeleccionistas de Trump.
Naturalmente, para el
gobierno de Trump se trata de evaluar una relación de beneficios y costos. Y los
costos podrían ser grandes. Por una parte desplazaría a un segundo lugar el
tema del muro anti-mexicano, punto central del programa de Trump. Por otra,
rompería con la línea no intervencionista hacia América Latina acordada por las
últimas administraciones estadounidenses y con la mismas declaraciones de Trump
relativas a que EE UU no debe asumir el rol de policía mundial. Además, no
olvidemos que no todos los gobiernos que repudian a Maduro están de acuerdo
-por razones de política interna- con una intervención militar. Visto así, el
liderazgo geo- político de los EE UU -si
es que en algo interesa a Trump- no se vería aumentado sino disminuido con una
intervención.
Una intervención militar
en Venezuela tampoco aparece como urgente para la seguridad exterior de USA ya
que Putin apunta hacia otras direcciones siendo Venezuela un punto muy
secundario en su agenda. Y desde el punto de vista económico -el que más
interesa a Trump- el interés tampoco puede ser muy grande. El petróleo, desde
Chávez, lo tiene plenamente asegurado.
Lo dicho no quiere decir
que, bajo determinadas circunstancias, la tesis de la invasión no pueda
imponerse. No sería la primera vez en que fuerzas irracionales se apoderan de
la política exterior norteamericana. Basta solo recordar la guerra de Corea y
la invasión a Irak.
Cualquiera sea el curso de
las cosas, la elección de la vía violenta como forma predilecta de gobierno
costará caro al régimen venezolano. Si todavía había naciones neutrales frente
a su gobierno, estas ya carecen de argumentos. La palabra Maduro ha llegado a
ser un insulto en todas las naciones democráticas del planeta, al mismo nivel
de lo que fue la de Pinochet en el pasado reciente. Maduro es, efectivamente,
el Pinochet de la ultraizquierda occidental.
Naturalmente Maduro juega
al desgaste de la oposición, tal como ocurriera con la “salida” del 2014 y con
las acciones subversivas del 2017. Ese desgaste puede tener lugar si la
oposición insiste en continuar únicamente la línea del enfrentamiento
insurreccional callejero. Pero como escribí en otro artículo, el momento no es
insurreccional sino político. Apostar primero a la caída del dictador para
iniciar luego un proceso de transición y culminar finalmente en elecciones
libres, es una posibilidad que se ha dado en algunos países en los cuales el
ejército está a punto de dividirse. No es el caso venezolano. Las altos mandos
de las FANB –también lo he dicho otras veces– no son un aparato del sistema:
son el sistema. Una “costra militar”
apegada, y confundida al interior de los aparatos del estado. Una costra que
endurece mientras más físico y brutal es el enfrentamiento.
Mal haría la dirigencia
opositora si delegara la conducción de las futuras luchas democráticas a la
colusión que objetivamente se ha dado entre las fracciones más extremistas de
la oposición y la ultraderecha norteamericana. Precisamente esa es la alianza
que necesita Maduro para consolidar su poder. La tarea por el contrario, además
de la la apertura del canal humanitario, pasa por re-abrir canales políticos,
entre ellos la lucha por libertad de todos los presos políticos, la defensa de
la Asamblea Nacional como entidad hegemónica de la oposición, y desde luego, la
exigencia por elecciones libres, o en su defecto, por un referéndum bajo
vigilancia internacional que lleve al pueblo a decidir soberanamente si Maduro
debe o no debe continuar en el poder.
No faltarán por cierto
voces extremas que dirán “dictadura no sale con votos”. Lo que esas voces no
entienden es que justamente porque la dictadura, al menos la venezolana, no
quiere salir con votos, hay que enfrentarla exigiéndole la realización de
elecciones. Si la dictadura permitiera elecciones libres, no habría que
exigírselas.
A las dictaduras solo se
las enfrenta exigiéndoles no lo que pueden o quieren hacer sino lo que no
pueden ni quieren hacer.