No existe idea seria del progreso que pueda prescindir de la democracia. Su vigencia nos ha servido para garantizar la sustitución pacífica del gobernante y, con esto, que no es irrelevante, el mantenimiento de un orden más o menos sensato. Pienso en un sistema que tenga como base fundamental la voluntad del mayor número de ciudadanos, quienes apreciarían su libertad y, por tanto, condenarían el servilismo. Ellos son los que han dado el mejor sustento a la “soberanía popular”, un concepto tan importante cuanto, por desgracia, utilizado con fines demagógicos. No pasa por sostener que manda la mayoría; lo central es entender cualquier función gubernamental como una derivación del mandato dado para beneficiarnos. No se busca la satisfacción del capricho monárquico ni los antojos de una cúpula.
Por supuesto, los discursos de un burócrata pueden ser inconciliables con la realidad que muestran sus propias acciones. En el caso de Juan Evo Morales Ayma, la distancia entre palabras y hechos es descomunal. No me refiero a su pose de abanderado del medio ambiente, que contradice autorizaciones dictadas para construir carreteras en medio de reservas forestales. Tampoco pienso en sus reiteradas invocaciones a los derechos humanos, pese a que, entre muertos por represiones violentas y exiliados, ya supera a considerables dictaduras del pasado. Ni siquiera intento la exposición de cómo los ataques a Estados Unidos por fomentar el narcotráfico no concuerdan con el tratamiento privilegiado que concede a cocaleros en Bolivia. Prefiero relegar todas estas incoherencias. En esta oportunidad, me decanto por cuestionar su apego a la democracia. Es que, aunque Samuel Arriarán lo presente como “filósofo del poder obedencial”, pues, según él, gobernaría obedeciendo al pueblo, pocas cosas superan esta patraña.
La democracia es para hombres que se reconozcan como falibles y, además, mortales, no gobernantes eternos. Para quien, como Morales Ayma, se cree con naturaleza sobrehumana, volviendo el culto a personalidad una cuestión de Estado, darle a conocer nuestra disconformidad no tiene sentido. Si alguien le recuerda que debe cumplir las reglas establecidas para la sucesión del mando, someterse al imperio de la Ley, entre otras bondades del mundo civilizado, se topará con su negativa suprema. Él nos obedecerá entretanto lo reconozcamos como el único sujeto capaz de regirnos. Puede simular ser nuestro mandatario, extenuar su garganta con discursos que aluden al deber de acatar toda decisión del soberano; empero, tarde o temprano, su impostura será revelada. Lo terrible, con certeza, es que, por ignorancia, candidez, fanatismo u otra funesta cualidad, haya todavía personas a quienes sus gestiones les parezcan meritorias. El reto es no sumarnos a esa manada.
El autor es escritor, filósofo y abogado.
caidodeltiempo@hotmail.com
caidodeltiempo@hotmail.com