18.01.2019
La historia está hecha de nuevos comienzos, pero también de esperanzas en nuevos comienzos que nunca comienzan. También de nuevos finales, los que se determinan cuando un capítulo ha comenzado. El mismo Maduro, en su propia vulgata, usó el término nuevo comienzo en el ¿mensaje? del 10-E. Ninguna novedad, cada vez que habla ofrece comenzar de nuevo y todo sigue igual. O peor. Para una parte de la oposición en cambio, el 10-E también iba a ser el nuevo comienzo, el día en que Maduro debía cesar su mandato, abriéndose un “vacío de poder” y así dar paso a un gobierno de transición representado en la presidencia de la AN apoyada por la CI. Para otra parte de la oposición, el 10-E no iba a cambiar nada. Y para una tercera, el 10-E podía ser, bajo ciertas condiciones, el día en que la oposición iba a reencontrarse consigo, el día en que iba a abandonar su errático camino y reconectarse con su tradición democrática y, no por último, el día de una nueva unidad.
LAS TRES VÍAS
La primera vía partía de una hipótesis imaginaria, a
saber, que si el flamante nuevo presidente de la AN asumía las funciones de
presidente nacional, las masas iban a apoyarlo espontáneamente, el ejército,
dirigido por sus patriotas generales iba a acudir al llamado interno y, sobre
todo al externo (la mítica CI) Una vía basada en simples ilusiones, propia al
pensamiento de una secta anti-política como la caracterizó Henrique Capriles. La
segunda vía, en cambio, acusando el impacto de la rendición electoral del
20-M, quitó al 10-E toda relevancia. Maduro sería nombrado presidente y el 10-E
pasaría al olvido. Una tercera vía comenzó, sin embargo, a tomar forma
cuando Juan Guaidó – a quien por su pertenencia a VP se suponía más cercano a
la secta extremista-
estableció en un enredado discurso que a la AN no le correspondía hacerse del
poder mientras no contara con la mayoría del pueblo movilizado y con el apoyo
de las FANB (“poder físico”, según Capriles).
GUAIDÓ
Juan Guaidó hizo
lo que tenía que hacer. Como presidente de la AN estaba en la obligación de
defender a la institución que preside. Y lo hizo frente a los dos extremos: el
régimen y la secta. Ambos, efectivamente, apuntaban a destruir a la AN. El
régimen, con el objetivo de eliminar al único bastión legal y legítimo de la
oposición. La secta, con el objetivo de ser consecuente con sus (supuestas)
posiciones insurreccionales. Lo que ni régimen ni secta disimularon es que para
ambos la AN es un obstáculo pues la AN representa al 6-D y el 6-D representa el
poder del voto, la comprobación de que cuando los partidos contactan entre sí y
con la mayoría, pueden conquistar posiciones de poder. La AN, dicho en corta
frase, es la institución de los elegidos del pueblo.
El
REDESCUBRIMIENTO DE LA AN
El enrevesado
discurso de Guaidó no debe ser (solo) atribuido a debilidades oratorias. Más
bien correspondió al intento de dejar contentos a todos, lo que en política es
usual. A unos dijo estar dispuesto a
asumir la presidencia provisional y para eso sacó a relucir, entre otros, el
artículo milagroso de la Constitución, el 233. Pero dijo además que para ello
necesitaba del apoyo de una triada: el pueblo unido, las FANB y la CI. Guaidó
contrapuso entonces dos poderes: el constitucional de la AN y el fáctico del
régimen. En buen cristiano dijo que
había una lucha de poderes y que la oposición no contaba todavía con el poder
necesario para lograr su hegemonía. Por lo tanto había llegado la hora de
construir ese poder. Los más avisados entendieron el mensaje: ese poder podría
constituirse alrededor de la AN. O dicho así: La AN no es el poder, pero
puede llegar a ser el centro de un poder aún no constituido. Bajo esas
condiciones la tarea principal de la AN no es derribar al régimen -no
puede y porque no puede, no debe- sino
crear condiciones para la re-unificación de una oposición disgregada.
LIDERAZGO
Guaidó no es un
“cisne negro” ni tampoco un milagro. Guaidó es el líder del momento porque
representa a la AN. Sin la AN Guaidó no es nada. Y al parecer así lo entendió
el propio Guaidó. El liderazgo de la AN deviene de su breve historia, de su
carisma y, sobre todo, de su
autoridad. Eso quiere decir: mientras el régimen goza de la autoridad del
poder, la AN goza del poder de la autoridad. Por esa misma razón, forzar a
Guaidó para que asuma simbólicamente el rol de presidente provisional o
interino, significaría en la práctica abandonar a la AN a su suerte y con ello
liquidar el liderazgo del propio Guaidó.
En fin, no estaríamos frente a un nuevo comienzo sino frente a un nuevo
final.
EL PODER DEL
RÉGIMEN
Naturalmente el
régimen ha bajado su cuota de poder. Pero eso no significa que no tenga poder.
Por de pronto tiene el poder de la fuerza bruta sustentado sobre una
clase uniformada de estado, que en eso convirtió el madurismo al ejército
profesional. Una clase que además goza de enormes privilegios económicos y de
no pocas franjas de poder político.
CORRELACIÓN DE
FUERZAS
Es cierto por
otra parte que el 80% de la ciudadanía está descontenta con Maduro. Pero el
cálculo debe ser hecho hasta el final: ese 80% tampoco es de la oposición,
toda vez que esa oposición -después de haber sido auto-destruida como
consecuencia de la inercia a la que se condenó al abandonar la ruta electoral-
“goza” de una aversión ciudadana solo comparable a la que posee Maduro.
Naturalmente, el poder de Maduro no está basado en el principio de la
legitimidad, pero desde el punto de vista formal, las elecciones del 20 M
las ganó más gracias a la abstención que al fraude.
VACÍO DE OPOSICIÓN
Y, por si fuera
poco, desde el punto de vista social, Maduro heredó del antiguo chavismo una
fuerte relación clientelar con los estratos más bajos. En palabras de Martin
Sutherland: “una red política clientelar de gran magnitud, que logró
profundizar un proceso de lumpenización social de amplios sectores de la
población”. Y bien, ese poder social no
lo tiene la oposición y si lo tuvo, lo perdió. En consecuencia, si había un
vacío no era un vacío de poder, era un vacío de oposición. Pretender
levantar desde ese vacío una opción insurreccional, como exigía la secta,
contradecía toda razón política.
ENTRE EL VACÍO
Y LA USURPACIÓN
Afortunadamente
en las discusiones al interior de la AN primó la razón política. La tesis del
“vacío de poder” fue rechazada. En lugar
del vacío se impuso -en contra de la fracción extremista llamada 16 J- la tesis
de la usurpación. Aparentemente una discusión bizantina. Pero así como en
Bizancio la discusión acerca del “sexo de los ángeles” tenía un profundo
trasfondo político, la discusión semántica entre el vacío y la usurpación
determinaría el curso político de la oposición.
Pues si el poder está usurpado, no puede haber vacío de poder. Y si no hay vacío de poder, la línea a seguir
no es la toma del poder, sino enfrentar un poder político-militar entronizado
en el Estado. Y bien: con usurpación o sin, ese poder lo ocupa Maduro. Legal o no, legítimo o no, Maduro es
presidente porque “tiene” la presidencia. La usurpación en ese sentido no es más
que una palabra de compromiso, una redundancia. Por una parte, toda dictadura o
autocracia lo es porque usurpa un poder que no le corresponde. Por otra, desde
el 2015 la oposición viene sosteniendo que Maduro es un gobernante ilegítimo.
Nada nuevo bajo el sol.
LA COMUNIDAD
INTERNACIONAL (CI)
No obstante,
algunos países latinoamericanos organizados en el llamado Grupo de Lima han
decidido no reconocer al régimen de Maduro. Razón que ha inducido a suponer una
diferencia entre la tesis de la usurpación, que reconoce la existencia de un
poder ocupado, y el no-reconocimiento internacional al gobierno de Maduro. Al
llegar a este punto es inevitable sospechar de que hay sectores de la CI
(particularmente, en la secretaría general de la OEA) más receptivos a apoyar
al extremismo que al conjunto de la oposición. Pero, aún si no fuera así, es
evidente que la tarea de la CI no es dictar líneas a la oposición, sino
complementar las que esta sigue dentro del país. La CI - no puede ser de otra
manera- emite declaraciones de acuerdo a la letra del derecho internacional. La
oposición, en cambio, actúa frente a un poder existente y real. Eso por una
parte. Por otra, hay que convenir en que todos los gobiernos definen su
política internacional no por razones morales sino de acuerdo a la política
interior en sus respectivos países. En ese sentido es evidente que la actitud
contraria a Maduro tiene su origen en la formación de una constelación
continental de gobiernos de derecha y centro-derecha. Declarar contra Maduro es un medio que
utilizan dichos gobiernos para -en primer lugar- poner en jaque a las
izquierdas de sus países, así como en el pasado los gobiernos de izquierda
atacaban a Pinochet con el objetivo de desacreditar a sus respectivas derechas.
Maduro es para las derechas de hoy lo que Pinochet era para las izquierdas
de ayer.
En síntesis: el
apoyo internacional debe ser siempre bienvenido. Pero para eso hay que tener
una política para ser apoyada. Y justamente ahí, en ese punto vital, es donde
se abren condiciones para que la oposición venezolana convierta la actual
coyuntura en un nuevo comienzo.
23 DE ENERO
Juan Guaidó
convocó a una gran demostración el 23-E, aniversario de la caída del dictador
Pérez Jimenez. Fecha cargada de simbolismos. Suficientes para que la secta
extremista imagine que esa será la fecha que llevará a la caída de Maduro. Para
la mayoría de la oposición será, sin embargo, un día de esperanzas.
Probablemente tendrá lugar ahí una de las más grandes demostraciones de masas
habidas en Venezuela. Pero si llegaran a imponerse las tortuosas imaginaciones
de la secta extremista, como lo logró ese nefasto 20-M, estaríamos en vísperas
de un nuevo final. Si en cambio la oposición lee en las páginas de sus
propias experiencias, podríamos estar, en el exacto sentido del término, frente
a un nuevo comienzo. Un nuevo y la vez antiguo comienzo. Un comienzo que
una vez definió la línea en cuatro puntos cardinales: pacífica, constitucional,
democrática y electoral. Un comienzo que llevaría a recrear una fuerza
histórica dispuesta a enfrentar en las calles al opresivo régimen, pero también
abierta al diálogo, al debate y al compromiso. Solo a partir de ese comienzo
podría tener lugar la alianza que, en un momento de suprema lucidez, esbozó
Juan Guaidó: las fuerzas armadas, chavistas no maduristas, los partidos de la
oposición, y la gran mayoría del pueblo organizado alrededor de la AN,
depositaria de la razón y de las leyes.