
Estando de acuerdo con esta - llamémosla así - tesis, fue imposible
preguntarme, en tanto yo mismo había sido partícipe del clima que produjo en
casi todo el continente la revolución cubana, si el enorme apoyo que
dieron artistas, escritores, estudiantes de casi todo el mundo occidental al
proyecto castrista, devenía de una utopía igualitaria o de “algo más”, de algo
no percibido, de un llamado que precede a la misma noción de utopía. Tuve que
rememorar.
Efectivamente, parece que había
“algo más”. A ese “algo más” lo llamaré aquí: un deseo colectivo de identificación,
uno que cada cierto tiempo aparece en torno a personas a quienes le son
conferidas cualidades heroicas, es decir, héroes. La teoría, o racionalización
del culto al héroe viene después. La utopía que encierra cada teoría, también.
Lo que quiero afirmar, en consecuencia, es que casi toda una generación
política emergente llegó a identificarse con los héroes de la revolución cubana
estableciendo con ellos una relación política-libidinosa, o si se prefiere: una
relación de amor en formato político. Fidel, Camilo, el Che, y otros, fueron
sin duda nuestros héroes. Y eso quiere decir: los ideales de justicia e
igualdad que representaban no eran más que la superestructura ideológica de
recónditos deseos de ser a fin de trascender lo que éramos.
¿Que representaban esos héroes?
Evidente, lo que no teníamos: una razón para vivir (y morir) una noción vaga y
muy elemental de libertad, y – me atrevería a decir, sobre todo – un
principio de desobediencia contrapuesto al de nuestras autoridades, nuestras
leyes y sobre todo, nuestros padres. Fidel, Camilo, el Che eran en primera
línea lo que no éramos y lo que habríamos deseado ser de acuerdo al imaginario
de nuestras fantasías primarias: hijos transgresivos y desobedientes frente a
la autoridad. ¿Y había autoridad mas grande en el mundo que el llamado
imperialismo norteamericano? EE UU era en ese entonces -no solo en el
imaginario de la izquierda mundial- el Gran Padre Universal Castrador de la
historia.
Suele suceder que en ese periodo
de transición que va desde la adolescencia -la que en muchos no termina nunca-
hacia la supuesta madurez, necesitamos figuras sustitutivas del padre
originario las que han de simbolizar la rebelión en contra de la autoridad
frente a la cual deben constituirse en los representantes de una nueva
autoridad. Fidel, Camilo y el Che se ajustaban perfectamente a ese rol.
Los tres, al momento del inicio
de la revolución, eran jóvenes, provenían de “buenas familias” y por si fuera
poco, eran apuestos (todo lo contrario a esas ordinarias criaturas que
aparecieron después: reencarnadas en Evo, Ortega y Chávez). Además eran
insolentes, intencionalmente mal educados, desgreñados, informales y, los que
más nos gustaba, respondones. Y no por último, portaban armas.
Cuba, en fin, fue para los
sesentistas, la vitrina de una rebelión edípica a la que llamábamos revolución.
Es por eso que cuando la rebelión se transformó en revolución, en el sentido
que asigna Hilb al término -un proceso que para ser cumplido requiere
transformar a los ciudadanos en arcilla, una empresa que convierte a los
sujetos en objeto, una realidad que en nombre de la libertad, la justicia y la
igualdad niega los derechos humanos más elementales- comenzó la gran emigración
ideológica. Por supuesto, nadie dijo que nos separábamos de otros padres
castradores. A la nueva separación edípica le dimos, como suele ocurrir, un
rango de ruptura ideológica. Algunos incluso llegamos a escribir libros sobre
el tema.
Fidel Castro no era, no había
sido, el liberador edípico creado por una imaginación colectiva. Era simplemente otro castrador amenazante como los que decía combatir. En lenguaje
futurista, uno más entre tantos tiranos y tiranuelos que asolaron el Caribe.
Así será recordado en los libros de historia. De eso no me cabe duda
Hizo del paredón un templo de
sacrificios humanos. Secundado por orates ideologías como las de Regis Debray y Che
Guevara llamó a crear focos revolucionarios en toda América Latina. Mandó a
morir a cientos de cubanos a Mozambique y Angola. En nombre del
antimperialismo entregó “su” isla al imperio soviético. Torció el curso de
procesos democráticos y populares como el de la UP en Chile -uno de los tantos
que ha habido y habrá en América Latina- en una dirección suicida. Y por si eso
fuera poco, estuvo a punto de llevar a la inmolación a toda la humanidad, en
esa crisis de los mísiles de 1962 impulsada por el mismo para ocupar un lugar
en la historia universal de la infamia. El pragmatismo de Nikita Kruschev y la
astucia de Ted Kennedy nos salvaron del desaparecimiento como especie al que
nos arrastraba el “máximo líder”. No contento con todo eso, terminó
convirtiendo a Cuba en un lupanar, antro de usura sexista administrado por
proxenetas color verde olivo, rodeados de poblados marginales habitados por
miles de “orientales” a quienes los cubanos llaman con sorna “los palestinos”.
Así al menos nos los describe Leonardo Padura en su novela La Transparencia
del Tiempo. Fidel terminaría sus días escribiendo en Granma artículos sobre la vida de
los extraterrestes
Fidel, hecho a la altura de los
más grandes criminales pero en una intrascendente isla del Caribe, llegó
a ser el héroe de una generación desamparada a la cual pertenecen una serie de
grandísimos escritores e intelectuales grandes y pequeños entre quienes no me
excluyo.
Lo que quiero decir entonces es
que el deseo de utopía precede a toda utopía, o dicho de otra forma: la utopía
no es más que la racionalización de un deseo de ser más allá de nosotros
mismos. Toda ideología es utópica y toda utopía es ideológica. Las ideologías y
las utopías, luego, no son solo palabras. Aparecen primero representadas en los
portadores de nuestros deseos más primarios. Son sin duda deseos de vivir (de
ser). Pero para vivir hay que no morir. Los héroes, por lo mismo, son seres que
aparentan representar la inmortalidad: el triunfo definitivo de la vida por
sobre la muerte. Mas, al final, todos los héroes terminan siendo lo que son:
“heraldos negros de la muerte”, para decirlo con las palabras del poeta César
Vallejo.
La muerte es la casa de los
héroes. Ese el sino de la tragedia griega universal. El que nos lleva al
imperativo de aceptar de una vez por todas nuestra orfandad, fundamento de la
condición humana. Solo el conocimiento de esa orfandad nos hará libres, ningún
héroe nos salvará. O dicho con las palabras de Kant: “La Ilustración significa
el movimiento del hombre al salir de una puerilidad mental de la que él mismo
es culpable. Puerilidad es la incapacidad de usar la propia razón sin la guía
de otra persona. Esta puerilidad es culpable cuando su causa no es la falta de
inteligencia, sino la falta de decisión o de valor para pensar sin ayuda ajena”
(Crítica de la Razón Pura) .
Pero ¿quién leía a Kant en los
tiempos de Fidel?