El año 2018 comenzó pésimo y terminó peor en Venezuela.
No me refiero solo a las elecciones presidenciales
obsequiadas por la oposición a Maduro el 20-M, ni siquiera a la capitulación abstencionista que
nuevamente y de modo radicalmente suicida ha cometido la oposición en contra de
sí misma, el 9-D. Me refiero al hecho objetivo de que toda la oposición -o lo
que queda de ella- se encuentra viviendo, gracias a los descarrilamientos de
sus partidos, en un avanzado proceso de descomposición. ¿Qué mejor regalo pudo
recibir un régimen dictatorial y/o autoritario en vísperas de navidad?
Hoy ni siquiera podemos hablar de “las oposiciones” como
acostumbraba escribir un destacado opinador. Hoy solo existen voces
destempladas, reclamos aislados, amenazas con una fuerza que nadie tiene,
esperanzas infundadas en redenciones externas, interminables -y aburridas-
exhortaciones tuiteras, lacrimosos llamados a la unidad en un frente de amigos
donde dos honorables sacerdotes lanzan consignas radicales producidas por su
incontrolada imaginación. Y los que pudieron haber sido líderes, abocados en un
piadoso trabajo social, llevando samaritano consuelo a los pobres e invocando
por un destino mejor. Anomia política, llamó Enrique Ochoa Antich con
pertinencia al actual orden (o desorden) de cosas. El término, desde el punto
de vista político, no pudo ser más apropiado.
Anomia. Concepto utilizado por Emile Durkheim en su libro
Le Suicide (París, 1897) mantiene su vigencia en la sociología al designar a
ordenes sociales desarticulados con respecto a normas y leyes. El término ha
recobrado importancia como consecuencia de la ya larga transición que se da
entre el descenso del periodo industrial y el auge de modos digitales de
producción en los países de más alto desarrollo económico. Como toda
transición, el nombrado periodo produce desarticulaciones personales, pérdidas
de identidad social y por cierto, desocupación laboral.
El concepto de anomia fue recogido por Robert K. Merton en
su libro Social Theorie and Social Structure (New York 1964) y llevado hacia el
campo de la psicología individual. Generalmente se usa como sinónimo de
disociación del ser con respecto al mundo real, por una suplantación de lo
existente por lo simbólico y por la desviación de los deseos hacia objetos no
equivalentes. Tales características llevadas al ámbito de lo político designan
a movimientos o partidos cuando pierden relación con su contorno social y se
transforman en entidades las que, igual que los individuos disociados, tienden
a sostener su vida sobre la base de rituales destinados a mantener la unidad
ficticia entre sus miembros.
En su forma más avanzada, la anomia – y este parece ser el
caso de la oposición venezolana- lleva a la disociación de la política entre y
dentro de sus representaciones. Esta es la razón que explica por qué, bajo el
influjo anómico, la unidad entre los partidos es casi una imposibilidad. La
superación de la condición anómica solo puede ser alcanzada, en consecuencias,
mediante un proceso de recuperación de la política. No hay otra alternativa.
¿Cuándo los partidos de la oposición venezolana extraviaron
su política? Difícil decirlo. Tanto en la psicología individual como en la
social, el concepto de “trauma determinante” ha entrado en desuso. Cuando más
pertenece a la literatura y a la cinematografía del siglo XX. Sin embargo, hay
hechos que para un historiador han de ser más significativos que otros. Más
todavía si se tiene en cuenta que el extravío político no solo es propio al
inestable comportamiento de los partidos (2002 y 2005) sino, además, ha sido
inducido por el propio gobierno. Maduro,
conocedor de la oposición, ha tendido trampas a los partidos y estos han caído
en ellas uno por uno. Como conejos.
Una trampa, quizás la más decisiva, fue la instalada el 30
de Julio por Maduro, en respuesta a la consulta popular inoficial y no
vinculante del 16 de Julio realizada por la oposición en el punto más alto de
las protestas del 2017. Consulta a la que la oposición pretendió dar un
carácter simbólico pero a la vez
insurreccional en la medida en que desconocía al TSJ y a la CNE. El de Maduro fue sin duda un megafraude, pero
a la vez una respuesta maestra (en sentido dictatorial) al 16-J, fecha que
adquirió para los sectores extremos de la oposición un carácter no solo
vinculante, sino, además, sacramental.
El megafraude del 30-J correspondió al propósito abierto
del régimen destinado a quebrar la voluntad de voto de la ciudadanía,
incluyendo la de sus propias filas. Sin embargo, no haber sabido dirigir
esfuerzos por recuperar esa voluntad en las regionales de diciembre de 2017,
fue exclusiva responsabilidad de la oposición. Ese fue el comienzo del gran
triunfo madurista: la voluntad de voto ciudadana dejó de existir.
Lo demás es historia conocida. La MUD asistió a un diálogo
en Santo Domingo en busca de garantías electorales ¡sin siquiera tener una
candidatura! Y al no aceptar las condiciones, en lugar de hacer de sus
exigencias un magnífico programa de lucha, emprendió la retirada bajo el
pretexto de una supuesta comunidad internacional que así lo exigía. Para
decirlo en términos claros: la oposición se rindió.
Las recientes elecciones comunales fueron un simple
corolario de las presidenciales. La oposicion entregó las comunas del país a
Maduro transformando con ello a Venezuela en una inmensa Baruta. Peor todavía:
entregó al régimen las llaves para que impusiera una “democracia directa” a la
cubana: el “poder comunal”, antiguo sueño de Chávez.
Evidentemente, la MUD no entendió el significado de las
elecciones cuando estas tienen lugar bajo un régimen con pre-disposiciones
dictatoriales. Pues bajo esas condiciones, votar no solo es un deber ciudadano.
Votar es, en primer lugar, un medio de participación política activa a través
de las campañas electorales, donde es posible llenar calles y ejercer el
derecho a la protesta popular. Solo en segundo lugar las elecciones son un
medio donde es posible ganar (o perder). Y en tercer lugar: son un medio para
ejercer público reclamo post-electoral.
Pues es evidente Watson: sin elecciones no hay fraude y sin fraude no
puede haber apoyo internacional.
En los tres casos mencionados, las elecciones son un medio
y no solo un fin de acción política. Por eso siempre he señalado: quien no
participa en elecciones cuando es posible hacerlo, renuncia a la acción
política. Así lo entendieron y lo hicieron en Sudáfrica, Polonia y Chile.
Sin participación no hay elecciones y sin elecciones no hay
participación. La abstención en cambio, bajo cualquiera condición, deslegitima no solo a las
elecciones sino, sobre todo, a la participación política de la ciudadanía.
No participar en elecciones para favorecer a una
(no siempre desinteresada) opinión pública internacional, es un absurdo. La
opinión internacional siempre apoyará a un sujeto político actuante Por eso hoy la opinión pública internacional
no tiene a quien apoyar. En nombre del apoyo internacional, la oposición
terminó por desactivar al propio apoyo internacional que una vez tuvo o pareció
tener.
Después de haber sido regaladas dos elecciones claves, las
de arriba y las de abajo, las presidenciales y las del pueblo comunal, cunden
en Venezuela – no podía ser de otra manera- la decepción y el desencanto.
Muchos, al no tener más esperanzas, se van del país. Quiere decir: el origen de
las más grandes migraciones que ha conocido Latinoamérica, las venezolanas, no
solo tiene un origen económico. Hay también uno político. Al fin y al cabo
nadie se va de su país cuando hay esperanzas de cambio. Y esas esperanzas las
anuló la oposición al retirarse del espacio de la acción política.
Parece difícil que la condición anómica padecida por la
ciudadanía venezolana pueda ser superada con una simple retoma del camino
electoral. La abstención ya no es el resultado de una línea -aunque los grupos
extremistas de la oposición se la adjudiquen – sino de la desconexión (anómica)
entre pueblo y política. Puede ser posible incluso que, bajo ese estado de
decepción generalizada, aún si la oposición llamara a participar, se encuentre
con la sorpresa de que ha dejado de ser mayoría frente a una mayoritaria
abstención.
Es evidente entonces que la superación del estado anómico
requiere de algo más que un simple llamado electoral. Antes que nada es
necesario que la práctica política recupere su credibilidad pública. Pero para que
eso sea posible, los políticos deben reconocer los errores cometidos, no como
un acto de contricción religiosa, sino trazando una línea divisoria entre una
oposición dispuesta a recuperar las vías democráticas y una secta no solo
anti-electoral, sino radicalmente antipolítica.
En otras palabras: Solo puede haber unidad política sobre
la base de una ruptura con grupos y partidos que niegan a la política en nombre
de actos simbólicos orientados a satisfacer su propia subjetividad onanista
(fechas mágicas, por ejemplo). Así al menos ha ocurrido en todos los grandes
procesos de democratización. Venezuela no tiene por qué ser una excepción. La
unidad no es ni será de todos ni tampoco es y será para todos.
La recuperación de la unidad política no será por lo tanto
fácil. La condición anómica -lo hemos visto recientemente- ha penetrado al interior de personas y
partidos que en el pasado fueron reductos de centralidad y de cordura. Eso
significa que la línea divisoria no solo deberá ser horizontal ni vertical,
sino transversal.
Los bienintencionados llamados a una unidad por la unidad
solo llevan a profundizar la condición anómica de la política venezolana. La
verdadera unidad política es la que se alcanza a través de la lucha por la
hegemonía, vale decir, a través de argumentos y debates que incitan y
entusiasman a seguir a una opción y no a otra. La política, hay que aceptarlo,
no es el lugar de la hermandad sino el de los antagonismos y de las
diferencias.
Por último, deseo a mis amigos venezolanos -en la medida de
lo posible- unas tranquilas navidades.