FERNANDO MIRES - EL MACBETH DE JO NESBØ


Alrededor de los libros


Jo Nesbø no es elitista ni mucho menos convencional. Gracias a eso ha logrado un impresionante éxito con sus novelas, especialmente con las de su héroe Harry Hole, razón por la cual los catalogadores han decidido que es “solo” un escritor de Thrillers, Krimis, o cono hoy se dice, no sin cierta cursilería, “novelas negras”. ¿Cuáles serán -en contraposición- las “novelas blancas”? ¿Aquellas donde solo pasan cosas buenas, con finales felices y sin ningún muerto? Si las hay, han de ser aburridísimas.
Sexo, amor y muerte son condimentos de toda gran tragedia. Y casi toda gran novela es una gran tragedia, entre otras cosas porque, para quienes saben que un día han de morir -la mayoría de nosotros- la vida no puede sino ser trágica. Pues bien, Jo Nesbø conoce mucho de la vida. Su propia biografía lo indica. Ha sido profesor universitario de finanzas, miembro de una exitosa banda rockera y futbolista profesional. Solo le faltó haber sido asesino porque de verdad parece saber más del alma de ellos que de la suya. Escribe de modo febril, sus argumentos son intrincados y, pese a que la mayoría de sus textos son voluminosos, incita a seguir y a seguir leyendo. Y no porque sean crímenes o trhillers sino porque todos están condenadamente bien escritos.
Ambicioso parece ser también Nesbø. Si bien su Macbeth es parte de un proyecto internacional en el que participan varios autores de renombre, cuyo objetivo es homenajear a Shakespeare al haberse cumplido 400 años de su muerte, Nesbø fue más lejos: escribió de nuevo al Macbeth de Shakespeare. Porque, digámoslo claro: Macbeth no es para Nesbø una fuente de inspiración. Su Macbeth es Macbeth. Pero a la vez es un Macbeth del siglo XX, años setenta, en medio de la crisis petrolera, en una desolada ex ciudad industrial, nido de gángsters, traficantes, prostitutas y, sobre todo, violencia superlativa.
Por cierto, no han faltado detractores al escritor noruego. Los hay quienes insisten en comparar a Macbeth con el resto de las novelas de Nesbø, sobre todo con las de Harry Hole, entre otras razones porque la maldad y la violencia de Macbeth supera los límites convencionales establecidos para pasar un buen rato leyendo un krimi. Los hay también quienes, dándoselas de shakesperianos, culpan a Nesbø no haber alcanzado la profundidad de los diálogos del genial dramaturgo.
Nesbø, imposible hacerlo, no sigue al pie de la letra la partitura shakesperiana. Pero, poniéndose en el lugar de Shakespeare describe la realidad que ofrecen las ruinas del capitalismo industrial de nuestro tiempo. Con ello Nesbø parece decirnos: Shakespeare es universal. Los personajes shakespereanos renacen aunque sea en una realidad no imaginada por Shakespeare. Fue tal vez ese el motivo que llevó a Nesbø a no cambiar ningún nombre de los personajes originarios. Solo modificó su tarjeta de presentación. Así, Macbeth no es un rey escocés sino el jefe de la Brigada del Crimen Organizado, después Jefe de la Policía, sucesor del, por él asesinado, rey (comisario de la Policía) Duncan. El rey de Fine, Duff (Mcduff) es jefe de la Brigada de Homicidios. Banquo su noble amigo, jefe policía que educó y protegió al joven Macbeth. El tirano Sweno, capo de una poderosa banda de maleantes. Las tres brujas corifeas de la tragedia original son fabricantes de drogas. Y, la gran novedad: Hekate no es la diosa de la magia, sino un anciano jefe del tráfico de drogas conocedor de los más íntimos secretos de cada personaje de la ciudad. Del mismo modo, los príncipes Lennox, Mantheit, Augus y la bella princesa Caithness, son oficiales del cuerpo de policía. Y Lady, Lady Macbeth, es simplemente Lady, la mujer del policía Macbeth, propietaria del Inverness, el más lujoso casino de la ciudad, centro de juegos pero a la vez lugar en donde, bajo la mirada vigilante de Bonus, doble agente y crupier, la suerte de muchos es decidida a través de sutiles conversaciones con el corrupto alcalde Tourtell.
Mas allá de las transposiciones, tanto en Shakespeare como en Nesbø la vida es configurada como una lucha entre el bien y el mal. Hizo bien entonces Nesbø al seguir las líneas del juego shakesperiano y representar el bien y el mal no en sentido vertical (los malos allá, los buenos aquí) sino en sentido transversal (el ser es bueno o malo o las dos cosas a la vez). Mejor todavía cuando decidió meterse en el fondo de las almas de los malos. En ese punto siguió una cierta inspiración kantiana, a saber: las palabras no solo sirven para entender al mundo sino también para ocultarlo. Mediante argumentos e ideologías, gracias a las palabras, somos, los humanos, capaces de justificar a los más atroces crímenes.
Nadie es malo: se llega a ser malo a partir de determinadas condiciones externas al ser, es la premisa de Shakespeare-Nesbø. Esas condiciones asoman con fuerza en los llamados periodos de crisis civilizatorias y, según Nesbø, los años 70 señalizan el desmoronamiento del orden industrial y por lo mismo del orden moral que lo conformaba. Fue en ese periodo cuando renacieron las llamadas teorías económicas darwinistas, llamadas también neo-liberales. Ese discurso, aún prevaleciente en nuestros días, es expresado con brutalidad por el gángster Hekate: “Los cimientos del capitalismo (....) el esfuerzo  del individuo por enriquecerse beneficia a la sociedad. Es un proceso mecánico y ocurre sin que reflexionemos sobre ello. Tú y yo somos los pilares de la comunidad, no los idealistas desorientados como Duncan”. Por eso, Duncan, el idealista (un “progre” dicho en jerga neo-fascista) debe morir.
El asesinato recurre a una justificación moral e ideológica. Macbeth debe aparecer, aún ante sí mismo, como brazo ejecutor de la ley moral. Así lo entendió el inspector Macbeth: “Es nuestra maldita obligación matar a gente inocente (....). Mientras sirva a un fin superior, tenemos que dominar nuestra naturaleza sentimental e indulgente”.
En otros términos: el poder, sea económico o político es -según Nesbø- tributario de una ley moral ideológicamente construida. Al fin y al cabo la misma ley a la que echan mano dictadores y autócratas. La misma lógica que los posee y que a su vez explica por qué el poder para ellos deja de ser un medio, para convertirse en un fin en sí, aún en Duncan quien no trepida en decir: “la política es el arte de lo posible y a veces hay que recurrir al mal para evitar al mal”. Y, no por último, es la misma frase que podría haber sido dicha por Hitler o Stalin. O, en su defecto, por Pablo Escobar y el Chapo Guzmán. La frase es: “en nombre del poder, todo está permitido”.
Pero como nadie nace siendo criminal, es preciso inducir al asesinato. ¿Cuál es el medio utilizado por Shakespeare, reactivado después por Nesbø? La respuesta es insólita: La mujer. Lady Macbeth, o simplemente, Lady.
Estamos entrando en terreno peligroso. Por eso, antes de que el feminismo radical descubra en Shakespeare un macho redomado cuyas obras deben ser enviadas a la hoguera, es preciso entender por qué la mujer es portadora del mal en los dos Macbeths. En Shakespeare está claro: Lady es la reina de la inmanencia y no de la trascendencia. En cambio, su hombre, Macbeth, es representante de la moral religiosa. Así al menos rezaba la división del trabajo familiar en tiempos shakesperianos. En lenguaje freudiano, Lady representa los deseos indomables del “Ello” y Macbeth la rigidez moral del “Sobre-yo”. Como en muchos casos, los primeros logran sobreponerse a los segundos. Pero -y en este punto Shakespeare se reconcilia con las mujeres- mientras Lady, después del asesinato a Duncan suplica a Macbeth no volver a matar, Macbeth en cambio se convierte en una maquina asesina que termina por aniquilar a sus mejores amigos (imposible no recordar a Stalin quien comenzó asesinando a Trotsky para después eliminar a toda la vieja guardia bolchevique)
Macbeth ha olido la sangre y en su figura despierta el homínido prehistórico que vive para matar y mata para vivir. “La sangre con sangre se paga”, dictaminó en los momentos postreros de su vida. Su mujer, en cambio, incapaz de soportar tanta muerte, enloqueció, convirtiéndose así en otra víctima de Macbeth. Con ello Shakespeare nos está diciendo: mientras el hombre ha interiorizado la ley moral, la mujer, sin necesidad de aprenderla, la lleva en el fondo de su naturaleza. 
Nesbø, para ser fiel a Shakesperare, conservó una parte de la tesis naturalista del gran dramaturgo e hizo decir a Hekate: “Las mujeres entienden de corazones y de como dirigirse a ellos. Porque el corazón es la mujer que llevamos en nuestro interior. Aunque el cerebro sea más grande, hable más y crea que el esposo es quien manda, es el corazón el que, en el silencio, toma todas las decisiones”. Sin embargo, Nesbø, hombre moderno al fin, no resistió la tentación de abordar la criminalidad de Lady desde una perspectiva más bien sociológica. Lady -desde su punto de vista- es víctima de un mundo patriarcal. Hija de un padre violador, obligada a prostituirse y a matar a su hijo para sobrevivir en la miseria más atroz, logra imponerse en un mundo controlado por hombres usando sus armas de mujer. Mas, como en la obra de Shakespeare, también enloquece y muere, perseguida por un pasado del que nunca logró liberarse. Con esta última conclusión Nesbø se salvó -por un pelo- de morir en la hoguera de la inquisición feminista.
Bromas aparte, Lady nos enfrenta en sus dos versiones con un tema al que deberíamos abordar con más seriedad. Me refiero al papel jugado en la historia por las esposas de dictadores. Algunas han sido muy influyentes. Entre las más conocidas cabe recordar a Eva Perón a quien su marido obedecía con devoción. O a Imelda Marcos, autonombrada “madre de la nación”, quien no solo coleccionaba zapatos sino también edictos de muerte. O a Elena, esposa de Ceaucescu, coleccionista de doctorados, erigida en primera autoridad científica del país sin haber estudiado nunca. O a Margot Honecker, encargada de arrebatar los niños a las mujeres disidentes, la misma que ante los ojos aterrorizados de su marido exigía disparar a las multitudes cuando estas atravesaban el muro. O Carmen Polo, esposa de Franco, quien dictaba normas de educación y vestimenta a las mujeres de la “España cristiana” a la vez que censuraba con mano de hierro a toda literatura que oliera a erotismo, sexo o amor. O a Lucía Hiriart de Pinochet, a quien se le “apareció” la virgen del Carmen para que rogara a su marido salvar a Chile. O a la cruel Rosario Morillo, nada ajena a las horribles masacres de estudiantes cometidas en Nicaragua. O no por último, a Cilia Flores, de quien se dice que es el cerebro político de Maduro.
Pocos como Hitler, Stalin, Castro, Putin, han logrado mantener a sus mujeres como simples figuras representativas. Lo cierto, es que en materia de maldad e inclemencia, las dictadoras han tenido poco que envidiar a sus maridos. Lady Macbeth continúa, y al parecer continuará viva, llevando distintas máscaras en los sangrientos bailes de la historia.
Lo cierto es que Nesbø ha escrito una muy buena novela. Sin transcribir a Shakespeare ha sabido conservar la esencia de su espíritu. Ignoramos cual será el destino de la obra. Puede que pase al olvido, como esa otra gran novela que una vez escribiera John Updike sobre los padres de Hamlet – Gertrudis y Claudio- quienes vivían felices y tranquilos su amor de madurez, hasta que regresó el hijo loco y les arruinó la vida. Lo más probable es que Nesbø -como Updike- no recibirá nunca el Premio Nobel, menos aún si ya ha sido catalogado por los supuestos entendidos como simple autor de “krimis”. Pero eso no tiene importancia. Quienes gozamos con la buena literatura le estamos muy agradecidos por habernos dado a conocer su riesgosa aventura shakesperiana. Ha sido el suyo un gran homenaje al genio. Shakespeare, en el otro mundo, debería sentirse feliz.


Ver también: Fernando Mires, Jo Nesbo: el muneco de nieve