Alrededor de los libros
Jo Nesbø no es elitista ni mucho menos convencional. Gracias a eso ha logrado un impresionante éxito con sus novelas, especialmente con las de su héroe Harry Hole, razón por la cual los catalogadores han decidido que es “solo” un escritor de Thrillers, Krimis, o cono hoy se dice, no sin cierta cursilería, “novelas negras”. ¿Cuáles serán -en contraposición- las “novelas blancas”? ¿Aquellas donde solo pasan cosas buenas, con finales felices y sin ningún muerto? Si las hay, han de ser aburridísimas.
Sexo, amor y muerte son condimentos de toda gran tragedia. Y casi
toda gran novela es una gran tragedia, entre otras cosas porque, para quienes
saben que un día han de morir -la mayoría de nosotros- la vida no puede sino
ser trágica. Pues bien, Jo Nesbø conoce mucho de la vida. Su propia biografía
lo indica. Ha sido profesor universitario de finanzas, miembro de una exitosa
banda rockera y futbolista profesional. Solo le faltó haber sido asesino porque de verdad parece saber más del alma de
ellos que de la suya. Escribe de modo febril, sus argumentos son intrincados y,
pese a que la mayoría de sus textos son voluminosos, incita a seguir y a seguir
leyendo. Y no porque sean crímenes o trhillers sino porque todos están
condenadamente bien escritos.
Ambicioso parece ser también Nesbø. Si
bien su Macbeth es parte de un proyecto internacional en el que participan
varios autores de renombre, cuyo objetivo es homenajear a Shakespeare al
haberse cumplido 400 años de su muerte, Nesbø fue más lejos: escribió de nuevo
al Macbeth de Shakespeare. Porque, digámoslo claro: Macbeth no es para Nesbø
una fuente de inspiración. Su Macbeth es
Macbeth. Pero a la vez es un Macbeth del siglo XX, años setenta, en medio
de la crisis petrolera, en una desolada ex ciudad industrial, nido de
gángsters, traficantes, prostitutas y, sobre todo, violencia superlativa.
Por cierto, no han faltado detractores al escritor noruego. Los hay quienes
insisten en comparar a Macbeth con el resto de las novelas de Nesbø, sobre todo
con las de Harry Hole, entre otras razones porque la maldad y la violencia de Macbeth
supera los límites convencionales establecidos para pasar un buen rato leyendo
un krimi. Los hay también quienes, dándoselas de shakesperianos, culpan a Nesbø
no haber alcanzado la profundidad de los diálogos del genial dramaturgo.
Nesbø, imposible hacerlo, no sigue al
pie de la letra la partitura shakesperiana. Pero, poniéndose en el lugar de
Shakespeare describe la realidad que ofrecen las ruinas del capitalismo
industrial de nuestro tiempo. Con ello Nesbø parece decirnos: Shakespeare es universal. Los
personajes shakespereanos renacen aunque sea en una realidad no imaginada por
Shakespeare. Fue tal vez ese el motivo que llevó a Nesbø a no cambiar ningún
nombre de los personajes originarios. Solo modificó su tarjeta de presentación.
Así, Macbeth no es un rey escocés sino el jefe de la Brigada del Crimen
Organizado, después Jefe de la Policía, sucesor del, por él asesinado, rey
(comisario de la Policía) Duncan. El rey de Fine, Duff (Mcduff) es jefe de la
Brigada de Homicidios. Banquo su noble amigo, jefe policía que educó y protegió
al joven Macbeth. El tirano Sweno, capo de una poderosa banda de maleantes. Las
tres brujas corifeas de la tragedia original son fabricantes de drogas. Y, la
gran novedad: Hekate no es la diosa de la magia, sino un anciano jefe del
tráfico de drogas conocedor de los más íntimos secretos de cada personaje de la
ciudad. Del mismo modo, los príncipes Lennox, Mantheit, Augus y la bella
princesa Caithness, son oficiales del cuerpo de policía. Y Lady, Lady Macbeth,
es simplemente Lady, la mujer del policía Macbeth, propietaria del Inverness,
el más lujoso casino de la ciudad, centro de juegos pero a la vez lugar en
donde, bajo la mirada vigilante de Bonus, doble agente y crupier, la suerte de
muchos es decidida a través de sutiles conversaciones con el corrupto alcalde
Tourtell.
Mas allá de las transposiciones, tanto
en Shakespeare como en Nesbø la vida es configurada como una lucha entre el
bien y el mal. Hizo bien entonces Nesbø al seguir las líneas del juego
shakesperiano y representar el bien y el mal no en sentido vertical (los malos
allá, los buenos aquí) sino en sentido transversal (el ser es bueno o malo o
las dos cosas a la vez). Mejor todavía cuando decidió meterse en el fondo de
las almas de los malos. En ese punto siguió una cierta inspiración kantiana, a
saber: las palabras no solo sirven para entender al mundo sino también para
ocultarlo. Mediante argumentos e
ideologías, gracias a las palabras, somos, los humanos, capaces de justificar a
los más atroces crímenes.
Nadie es malo: se llega a ser malo a partir de determinadas condiciones
externas al ser, es la premisa de Shakespeare-Nesbø. Esas condiciones
asoman con fuerza en los llamados periodos de crisis civilizatorias y, según
Nesbø, los años 70 señalizan el desmoronamiento del orden industrial y por lo
mismo del orden moral que lo conformaba. Fue en ese periodo cuando renacieron
las llamadas teorías económicas darwinistas, llamadas también neo-liberales.
Ese discurso, aún prevaleciente en nuestros días, es expresado con brutalidad
por el gángster Hekate: “Los cimientos del capitalismo (....) el esfuerzo del individuo por enriquecerse beneficia a la
sociedad. Es un proceso mecánico y ocurre sin que reflexionemos sobre ello. Tú y yo somos los pilares de la comunidad, no los idealistas desorientados como
Duncan”. Por eso, Duncan, el idealista (un “progre” dicho en jerga
neo-fascista) debe morir.
El asesinato recurre a una justificación moral e ideológica. Macbeth
debe aparecer, aún ante sí mismo, como brazo ejecutor de la ley moral. Así lo
entendió el inspector Macbeth: “Es nuestra maldita obligación matar a gente
inocente (....). Mientras sirva a un fin superior, tenemos que dominar nuestra
naturaleza sentimental e indulgente”.
En otros términos: el poder, sea económico o político es -según Nesbø- tributario de una
ley moral ideológicamente construida. Al fin y al cabo la misma ley a la
que echan mano dictadores y autócratas. La misma lógica que los posee y que a
su vez explica por qué el poder para ellos deja de ser un medio, para
convertirse en un fin en sí, aún en Duncan quien no trepida en decir: “la
política es el arte de lo posible y a veces hay que recurrir al mal para evitar
al mal”. Y, no por último, es la misma frase que podría haber sido dicha por
Hitler o Stalin. O, en su defecto, por Pablo Escobar y el Chapo Guzmán. La
frase es: “en nombre del poder, todo está permitido”.
Pero como nadie nace siendo criminal,
es preciso inducir al asesinato. ¿Cuál es el medio utilizado por Shakespeare,
reactivado después por Nesbø? La respuesta es insólita: La mujer. Lady Macbeth, o simplemente, Lady.
Estamos entrando en terreno peligroso.
Por eso, antes de que el feminismo radical descubra en Shakespeare un macho
redomado cuyas obras deben ser enviadas a la hoguera, es preciso entender por
qué la mujer es portadora del mal en los dos Macbeths. En Shakespeare está
claro: Lady es la reina de la inmanencia
y no de la trascendencia. En cambio, su hombre, Macbeth, es representante
de la moral religiosa. Así al menos rezaba la división del trabajo familiar en
tiempos shakesperianos. En lenguaje freudiano, Lady representa los deseos
indomables del “Ello” y Macbeth la rigidez moral del “Sobre-yo”. Como en muchos
casos, los primeros logran sobreponerse a los segundos. Pero -y en este punto
Shakespeare se reconcilia con las mujeres- mientras Lady, después del asesinato
a Duncan suplica a Macbeth no volver a matar, Macbeth en cambio se convierte en
una maquina asesina que termina por aniquilar a sus mejores amigos (imposible
no recordar a Stalin quien comenzó asesinando a Trotsky para después eliminar a
toda la vieja guardia bolchevique)
Macbeth ha olido la sangre y en su
figura despierta el homínido prehistórico que vive para matar y mata para
vivir. “La sangre con sangre se paga”, dictaminó en los momentos postreros de
su vida. Su mujer, en cambio, incapaz de soportar tanta muerte, enloqueció,
convirtiéndose así en otra víctima de Macbeth. Con ello Shakespeare nos está diciendo: mientras el hombre ha interiorizado la
ley moral, la mujer, sin necesidad de aprenderla, la lleva en el fondo de su
naturaleza.
Nesbø, para ser fiel a Shakesperare,
conservó una parte de la tesis naturalista del gran dramaturgo e hizo decir a
Hekate: “Las mujeres entienden de corazones y de como dirigirse a ellos. Porque
el corazón es la mujer que llevamos en nuestro interior. Aunque el cerebro sea
más grande, hable más y crea que el esposo es quien manda, es el corazón el
que, en el silencio, toma todas las decisiones”. Sin embargo, Nesbø, hombre moderno al fin, no resistió
la tentación de abordar la criminalidad de Lady desde una perspectiva más bien
sociológica. Lady -desde su punto de vista- es víctima de un mundo
patriarcal. Hija de un padre violador, obligada a prostituirse y a matar a su
hijo para sobrevivir en la miseria más atroz, logra imponerse en un mundo
controlado por hombres usando sus armas de mujer. Mas, como en la obra de
Shakespeare, también enloquece y muere, perseguida por un pasado del que nunca
logró liberarse. Con esta última conclusión Nesbø se salvó -por un pelo- de
morir en la hoguera de la inquisición feminista.
Bromas aparte, Lady nos enfrenta en
sus dos versiones con un tema al que deberíamos abordar con más seriedad. Me
refiero al papel jugado en la historia por las
esposas de dictadores. Algunas han sido muy influyentes. Entre las más
conocidas cabe recordar a Eva Perón a quien su marido obedecía con devoción. O
a Imelda Marcos, autonombrada “madre de la nación”, quien no solo coleccionaba
zapatos sino también edictos de muerte. O a Elena, esposa de Ceaucescu,
coleccionista de doctorados, erigida en primera autoridad científica del país
sin haber estudiado nunca. O a Margot Honecker, encargada de arrebatar los
niños a las mujeres disidentes, la misma que ante los ojos aterrorizados de su
marido exigía disparar a las multitudes cuando estas atravesaban el muro. O
Carmen Polo, esposa de Franco, quien dictaba normas de educación y vestimenta a
las mujeres de la “España cristiana” a la vez que censuraba con mano de hierro
a toda literatura que oliera a erotismo, sexo o amor. O a Lucía Hiriart de
Pinochet, a quien se le “apareció” la virgen del Carmen para que rogara a su
marido salvar a Chile. O a la cruel Rosario Morillo, nada ajena a las horribles
masacres de estudiantes cometidas en Nicaragua. O no por último, a Cilia
Flores, de quien se dice que es el cerebro político de Maduro.
Pocos como Hitler, Stalin, Castro,
Putin, han logrado mantener a sus mujeres como simples figuras representativas.
Lo cierto, es que en materia de maldad e inclemencia, las dictadoras han tenido
poco que envidiar a sus maridos. Lady
Macbeth continúa, y al parecer continuará viva, llevando distintas máscaras en
los sangrientos bailes de la historia.
Lo cierto es que Nesbø ha escrito una
muy buena novela. Sin transcribir a Shakespeare ha sabido conservar la esencia
de su espíritu. Ignoramos cual será el destino de la obra. Puede que pase al
olvido, como esa otra gran novela que una vez escribiera John Updike sobre los
padres de Hamlet – Gertrudis y Claudio- quienes vivían felices y tranquilos su
amor de madurez, hasta que regresó el hijo loco y les arruinó la vida. Lo más
probable es que Nesbø -como Updike- no recibirá nunca el Premio Nobel, menos
aún si ya ha sido catalogado por los supuestos entendidos como simple autor de
“krimis”. Pero eso no tiene importancia. Quienes gozamos con la buena
literatura le estamos muy agradecidos por habernos dado a conocer su riesgosa
aventura shakesperiana. Ha sido el suyo un gran homenaje al genio. Shakespeare, en el otro mundo, debería
sentirse feliz.
Ver también: Fernando Mires, Jo Nesbo: el muneco de nieve
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