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Nuevamente sucedió
lo mismo. Al leer una novela, esta vez una de las más clásicas: “El muñeco de
nieve” - de las muchas que tiene dedicada el noruego Jo Nesbø al carismático
inspector Harry Hole- quedé con la impresión de haberla, además de leído,
vivido. A otros, sobre todo a las lectoras, el magnetismo que irradia Harry las
enamora.
Mas no se piense
que estamos hablando de un personaje ejemplar. La verdad es que ninguna suegra
lo querría como yerno. Alcohólico, obsesivo, depresivo, mal vestido, feo, es en
cierto modo un anti-héroe. Sin embargo, como muchos de sus antecesores
literarios posee un corazoncito, un amor imposible –que por momentos se hace
posible- y un hijo que no es suyo pero adora.
Harry Hole es digno
representante de esa dinastía iniciada con el enigmático Sherlock Holmes (y su
amado Watson) de Conan Doyle y continuada por el algo estilizado Hércules
Poirot de Agatha Christie.
Philip Marlowe de
Raymond Charles fue tal vez el primer “héroe sórdido”, tradición que continúa
el melancólico inspector Wallander creado por la pluma de Hening Manckell,
padre espiritual de grandes escritores del llamado “boom” escandinavo, entre
otros, Stieg Larson y la muy actual Camilla Läckberg. Y por cierto, el mejor de
todos, Jo Nesbø.
En el habla hispana
Vásquez Montalbán logró promocionar un españolísimo y gastronómico equivalente
de Harry Hole en la figura del inspector Carvallo. En Chile, Díaz Eterovic
inventó al detective Heredia –izquierdoso por supuesto- de características muy
parecidas a las de Harry Hole. El Mario Conde del cubano Padura, en algunos
puntos también similar a Harry Hole, es hoy indiscutido best seller.
¿Qué tienen en
común esos personajes aparte de ser sabuesos consumados? Mucho. Son individuos solitarios,
con relaciones familiares quebradas, intensamente neuróticos. Pero en cuanto
asumen un caso desatan una lucha sin cuartel en contra del mal representado en
geniales asesinos. Persiguiendo al malvado lo arriesgan todo.
En el “Muñeco de
Nieve” Harry perdió “solo” dos dedos, su mejor amiga terminó en la psiquiatría
y el amor de su vida, la siempre algo putita Rakel, lo dejó nuevamente
plantado.
En gran medida
todos los personajes nombrados tienen un alto sentido profesional, dicho en el
sentido que Max Weber otorgó al concepto profesión, vale decir, la de profesar
una actividad con extrema rigurosidad. No son moralistas, pero en cuanto ubican
al malvado lo persiguen con todo el poder de sus inteligencias. Cuando los
leemos es inevitable tomar partido a favor del bien y desear con todas nuestras
fuerzas la derrota del mal.
Muchos, sobre todos
los intelectuales cursis (¿hay algo peor que un intelectual cursi?) dirán que
estoy escribiendo sobre literatura de simple diversión. ¿Pero no es divertir
una tarea de la literatura? Una novela aburrida –dijo el papa de la literatura
alemana, Marcel Reich- Rainicki- es una mala novela. Por lo demás, la diversión
producida por un thriller no desdice su calidad literaria.
En el fondo hay
solo dos tipos de novelas: las mal y las bien escritas.
Jo Nesbø domina las
tres teclas de una buena novela: el humor, el erotismo y el suspenso. Pero hay
más: Nesbø posee grandes cualidades poéticas y psicológicas. De pronto una
breve frase, una observación al pasar, una descripción fortuita, dejan al
lector con la boca abierta. Es definitivamente un gran escritor, en la mejor
tradición de Dostoyevski.
¿De
Dostoyevski? No, no exagero. ¿No sabe usted acaso que “Crimen y
Castigo” fue un thriller, tal vez el primero de nuestro tiempo?
La fascinación
ejercida por “Crimen y Castigo” no reside, en mi caso, en la figura del
asesino, el joven Raskólnikov, sino en la del juez Porfirio Petrovich, encargado de
esclarecer el crimen perpetrado a una vieja usurera. Petrovich -quien fue el
primero en formular la conocida frase: “el asesino vuelve siempre al lugar del
crimen” (Freud: “el neurótico vuelve siempre al orígen del trauma”)- llegó a descubrir el caso estudiando hasta
en el detalle la psicología íntima de Raskólnikov. Sin tener ninguna prueba, ya
sabía quien era el asesino.
La grandeza de
Dostoyevski es puesta a prueba en el hecho de que el lector conoce de antemano
al autor y a sus “filosóficos” motivos. De este modo el lector es dividido por
Dostoyevski. Desde un punto de vista moral, uno desea que Petrovich logre
apresar al estudiante. Pero el desdichado Raskólnikov no deja de despertar
cierta compasión. No sucede así en las novelas de Jo Nesbø. En ellas uno se
entera recién en las últimas páginas de la identidad del criminal. Y casi siempre
después que las autoridades han dado por resuelto el caso culpando a algún
inocente.
Pocos autores de
thrillers han seguido el riesgoso esquema de Dostoyevski. No en novelas, pero
sí en una serie televisiva, el destartalado inspector Columbo, magníficamente
representado por Peter Falk, nos mostraba de antemano el lugar y la persona del
asesinato. En la “vida real” se dan las dos posibilidades. En determinadas
ocasiones sabemos quién es y donde está “el sujeto del mal”, pero en otras,
tenemos que descubrirlo.
La comparación
entre una trama policial y la llamada “vida real” no es antojadiza. La
fascinación de los thrillers reside precisamente en que ellos condensan una
suerte de quintaesencia, a saber, la permanente lucha entre el bien y el mal.
Pues contra el mal combaten casi todas las profesiones del mundo. Un médico
combate al mal que anida en el cuerpo, el profesor el mal de la ignorancia, el
gasfitero el terrible mal de una inundación casera, y así sucesivamente.
La particularidad
del thriller es que su autor no solo combate al mal sino a sus
representaciones: las personas que lo ejercen. En ese punto creo constatar que
una de las profesiones más cercanas a la del novelista policial es la del
analista político.
Tres puntos
emparientan ambas profesiones. La primera ya está dicha: en ambos espacios
debemos enfrentarnos con los representantes del mal. La segunda es que dichos
representantes suelen están dotados de una inteligencia fuera de lo común. La
tercera es que los representantes del mal nunca aparecen como malvados. Más
aún, tanto en los thrillers como en la política suelen actuar como benefactores
e incluso redentores. “El Redentor” es justamente el título de una de las
mejores novelas de Jo Nesbø.
¿De qué mal estamos
hablando? Vale la pena aclarar ese punto. En ningún momento nos referimos al
mal como una esencia abstracta y universal. El mal tanto en la criminología
como en la política es siempre un mal referido. El mal en las novelas
policiales deviene de quienes atentan en contra del orden social. En política
de quienes atentan contra el orden político. Ahora, la particularidad de ambas
“males” es que sus representantes imaginan actuar en nombre de “razones
superiores”.
No sin razón
especificó Freud que toda psicosis es una ideología personal. Por lo mismo
podemos decir que las ideologías son psicosis colectivas. De acuerdo a ambos
registros, los malhechores son poseídos por un tremendo “Sobre-Yo”. Harry Hole
lo sabe por experiencia.
El asesino serial
de las novelas de Nesbø no mata por gusto sino en nombre de la justicia
universal. Sea para vengarse de una mala madre, de una amante infiel, de un
padre perverso, intenta imponer justicia, ajusticiando. El asesino según Nesbø
es un justiciero.¿No ocurre lo mismo con el malvado que en nombre de la
política destruye a la política?
No nos referimos a
simples corruptos. Estafadores, ladrones
y otros sinvergüenzas no interesan a narradores como Nesbø. Al igual que
sus personajes, se especializan en grandes asesinos sublimes. Esa es quizás una
de las razones por las cuales tanto en la narrativa policial como en la
política el analista llega siempre con retraso, cuando el asesino
ya tiene a su haber una gran cantidad de crímenes.
Fue recién después
del Holocausto cuando algunos analistas políticos entendieron que Hitler no era
un demonio sino un ser que en nombre de “la salvación de la patria” estaba
dispuesto a acabar con toda la humanidad. Para Sebastián Haffner, Hitler fue
solo un asesino en serie que logró trepar hasta la cúspide del poder. Como en
muchos thrillers, los analistas de la política no supieron -algunos no
quisieron- descubrirlo a tiempo. Lo mismo podemos decir de Stalin, Franco, Mao,
Pinochet, Castro, Kim-Jong-sun y otros
grandes criminales que empuercan la historia moderna.
El analista
político, he de reiterar, al igual que el autor de un thriller, tiene como
obligación detectar a las representaciones del mal, en este caso a los enemigos
de la política en la política. Empresa difícil: los enemigos de la política
suelen ser excelentes políticos.
La política de la
antipolítica requiere de un intenso conocimiento de la política. El mismo que
necesita el analista para descubrirlos a tiempo. Tarea muy complicada pues, así como ocurre en la
criminología, los enemigos de la política no solo se nos presentan como
portadores de altos ideales sino, además, como miembros de sistemas muy
complejos.
Pese a que son
seres solitarios, los grandes asesinos –como muchos des-almados políticos-
cuentan con la colaboración de diversas personas, incluso al interior de los
propios cuerpos policiales. Dicha colaboración se da, por una parte, mediante
métodos de cooptación, pero por otra –y esta es la más decisiva- mediante el
efecto de transferencia.
El efecto de
transferencia suele darse cuando algunos policías asumen la misma lógica del
criminal –en las novelas de Nesbø no son excepciones- y en su obsesión por
perseguirlos no vacilan en torturar e incluso asesinar. Nuevamente la
comparación con el mundo de la política resulta asombrosa. ¿Cuántos grandes
luchadores por la libertad han terminado por convertirse en dictadores tanto o
más perversos que los que derrocaron?
Lo cierto es que
frente al mal y sus representaciones no cabe ninguna imparcialidad. Así como el
analista policial se debe de cuerpo entero a la lucha en contra de los
representantes del mal, el analista político está obligado a hacer lo mismo frente
a los enemigos de la política, sea quienes sean. Al llegar a este punto deben
ser diferenciadas dos nociones que tienden a ser confundidas entre sí: La de
imparcialidad y la de objetividad.
El analista
político como el policial se debe al ideal de la objetividad, vale decir, todas
sus percepciones deben corresponder con la verdad de los hechos. Pero un
Harry Hole no puede ser imparcial con asesinos. Una cosa es entender sus
motivos, otra muy distinta es perdonarlos. Un analista político tampoco puede
ser imparcial frente a los exterminadores de la vida política. Todo lo
contrario: su tarea será, descubrirlos, combatirlos y desenmascararlos, estén
donde estén. Sea en la izquerda o en la derecha. Da igual.
Esas son las
razones por las cuales quien aquí escribe ha decidido no ser nunca imparcial
frente a racistas y xenófobos, frente a los aviones de Putin que ultiman a la
población civil en Alepo, frente a los neo-dictadores latinoamericanos y otros
malvados de la historia moderna. Basta con ser objetivo, es decir, ceñirse en lo
posible a la verdad de los hechos.
La supuesta imparcialidad frente a la política de la maldad es simple hipocresía. O peor: es abierta complicidad.
La supuesta imparcialidad frente a la política de la maldad es simple hipocresía. O peor: es abierta complicidad.