Hace unos meses, Israel aprobó una controvertida nueva «ley
del estado‑nación» que afirma que «el derecho [a ejercer]
la autodeterminación nacional» es «exclusivo del pueblo judío», y que declara
al hebreo idioma oficial de Israel, degradando el árabe a una posición
«especial». Pero el intento de imponer una identidad homogénea a una sociedad
diversa no es exclusivo de Israel. Por el contrario, puede verse en todo el
mundo occidental, y no presagia nada bueno para la paz.
En las últimas décadas de globalización acelerada, el
nacionalismo no desapareció en realidad; sólo fue relegado por la expectativa
de una mayor prosperidad económica. Pero la reciente reacción contra la
globalización (motivada no sólo por la inseguridad económica y la desigualdad,
sino también por el temor a cambios sociales y demográficos) provocó un
resurgimiento de un nacionalismo étnico a la vieja usanza.
Esta tendencia halla expresión y refuerzo en lo que algunos
expertos denominan un «auge de la memoria» o «fiebre conmemorativa»: la
proliferación de museos, monumentos, sitios históricos y otros elementos del
espacio público que resaltan los vínculos con la historia y las identidades
locales. En vez de celebrar la diversidad, la gente se muestra cada vez más
ansiosa de adoptar una identidad particular y exclusiva.
Muchos blancos en Estados Unidos ven como una amenaza
existencial la posibilidad de convertirse en minoría (algo que se prevé
sucederá en 2045), y suelen comportarse como si fueran un grupo desfavorecido.
El presidente estadounidense Donald Trump supo explotar esos sentimientos para
conseguir apoyo, y su partido, el Republicano, ahora está apelando a
hipercelosas purgas de votantes «inactivos» de los padrones, leyes estrictas
sobre la identificación de votantes y cierre de sitios de votación para
dificultar el voto de las minorías.
En tanto, el apoyo a los esclarecidos valores de la Unión
Europea se debilitó. Ahora, con cierta ironía, se ha formado una gran alianza
de partidos nacionalistas de derecha con el objetivo de mejorar sus
posibilidades en las elecciones de mayo de 2019 para el Parlamento Europeo.
Estas fuerzas protestan contra la «política identitaria»
(mientras les hablan a multitudes predominantemente blancas que insisten en que
son los auténticos representantes de la nación). Su retórica cosechó el favor
de algunos intelectuales de la izquierda así como de la derecha. Autores como
Mark Lilla y Francis Fukuyama sostienen que el multiculturalismo y la
cooperación internacional se revelaron como una fantasía de las élites
liberales.
El filósofo británico John Gray, viejo crítico del
«hiperliberalismo», pretende reinterpretar al revés el referendo por el Brexit
(que fue una clara manifestación de nativismo y xenofobia). Según Gray, la
responsabilidad por el ascenso de las peores formas de nacionalismo es de la
UE, por haber impulsado un «gobierno transnacional» que la mayoría de los
europeos no querían. Gray insiste en que oponer resistencia al Brexit supondría
la restauración de un «oscuro pasado europeo».
El primer líder occidental que repudió el así llamado
hiperliberalismo fue el ex primer ministro británico Tony Blair, con las leyes
antiterroristas aprobadas después de los atentados suicidas de 2005 en Londres,
inspirados por Al Qaeda. Hoy ese repudio puede verse en todo el mundo
occidental, desde el gobierno de Trump y el «iliberalismo» del primer ministro
húngaro Viktor Orbán y el líder de facto de Polonia Jarosław Kaczyński hasta el
gobierno de coalición populista en Italia.
Un nacionalismo étnico como el consagrado por la ley de
estado nación de Israel ha sido un elemento recurrente de la política del
centro y el este de Europa. La nación, en tiempos de sometimiento, se definía
por la sangre y la religión, no por la ciudadanía. Y después de la destrucción
de la Segunda Guerra Mundial, muchas de las naciones de la región recuperaron
la soberanía con limpiezas étnicas a gran escala.
La integración europea de la posguerra no consiguió
resucitar el sueño multiétnico finisecular de Europa Central y del Este. En vez
de eso, revivieron los fantasmas de la xenofobia y el ultranacionalismo, de lo
que sirve de ejemplo el creciente apoyo a la ultraderechista Alternative für
Deutschland en Alemania, que rechaza la expiación alemana de culpas en la
posguerra.
De modo que las esclarecidas políticas de la canciller
alemana Angela Merkel para los refugiados podrían terminar siendo la última
manifestación de la política alemana de la culpa. En tanto en Austria (que por
cierto, jamás admitió culpa alguna) la coalición ultraderechista y xenófoba del
canciller Sebastian Kurz está decidida a poner fin a la política de
«aniquilación de la identidad» de la UE.
Europa Occidental estaba supuestamente libre de
nacionalismo étnico. Los modernos estados‑nación se formaron
sobre bases cívicas (no étnicas), definiéndose la nación como una comunidad de
ciudadanos. Jamás se pensó que la raza, el color de la piel y el género fueran
impedimentos para una participación cívica plena e igualitaria.
Además, Europa Occidental es mayoritariamente secular,
mientras que gran parte de Europa Central y del Este (por no hablar de Estados
Unidos) es más propensa a vincular su identidad a un orden moral basado en la
religión. En vista de estos factores, el ascenso en Europa Occidental de un
nacionalismo étnico radical en respuesta a los temores suscitados por el
terrorismo y las migraciones a gran escala representa una crisis transformativa
más fundamental.
Esto se aplica especialmente a las superpotencias, tradicionalmente
éticas, del norte de Europa. El ascenso del ultraderechista Partido del Pueblo
Danés y de los Demócratas de Suecia, con sus raíces en el fascismo sueco y su
nostalgia de la mítica Suecia blanca de los años cincuenta, supone un golpe
devastador al modelo más perfecto de socialdemocracia que Europa haya
producido. Según los nacionalistas, el estado social de bienestar no puede ser
sustituto de la identidad étnica.
Un estudio reciente publicado en la revista Democratization
muestra que hoy el nivel general de democracia liberal en todo el mundo
coincide con el registrado poco después del derrumbe de la Unión Soviética en
1991. Hubo un «retroceso democrático», como lo llama Fukuyama, pero está
concentrado en las regiones más democráticas del mundo: Europa Occidental y
América del Norte, América Latina y el Caribe, y Europa del Este.
Dada la importancia de estas regiones para la defensa del
orden mundial liberal, el ascenso del nacionalismo étnico (blanco) tiene
consecuencias potencialmente graves. A menos que estos países encuentren un
nuevo modo de equilibrar los valores democráticos liberales con el anhelo de
sentido de pertenencia de la gente, terminarán sentando las bases para un
desastre.