Lo más importante, aún mas importante que la cantidad de mujeres, homos, lesbis, indígenas o negros que tendrán
representación en la Cámara de Representantes de los EE UU, lo importante es que el electorado logró
objetivamente restaurar el equilibrio de poderes, base fundamental de toda
democracia y con mayor razón de la norteamericana.
No se trata por supuesto de que Trump
hubiera estado a punto de convertirse en un dictador, ni siquiera en un
autócrata. No, la arquitectura de la democracia estadoudinense no estaba en peligro.
Pero sí su forma de ser. Pues no es lo mismo que un presidente gracias al apoyo
de una base parlamentaria gobierne de acuerdo a un programa, a que un político como
Trump lo haga.
Para nadie es un misterio que las tendencias
a la extralimitación y a la gesticulación autoritaria convertían a Trump en
una figura disonante en el concierto mundial y en una excepción dentro de la propia
tradición norteamericana.
Tal vez si hubiera triunfado en las dos instancias, Senado y Cámara Baja, habría sido ese el comienzo de “el trumpismo”, es decir: no
de una administración, no de un gobierno, pero si de un líder gozando de
facultades extraordinarias concedidas por el propio pueblo. Las condiciones,
hay que reconocerlo, estaban dadas para que ello ocurriera.
Los números económicos eran ampliamente
favorables a Trump. En materia internacional podía, además, mostrar
indiscutibles éxitos. Ha logrado minimizar el peligro atómico de Corea del
Norte y mantener una “amistosa enemistad” con Putin, lo que no es muy fácil.
Sin embargo, sus propósitos depredadores con respecto al medio ambiente, su
eurofobia, sus contactos con ultraderechas de diferentes países, su insensibilidad frente a los problemas del Oriente Medio, y sobre todo su cruel postura frente a la miseria migratoria centroamericana, habrían hecho de él -si hubiera gobernado sin contrapesos- una
figura altamente conflictiva en el escenario internacional. En ese sentido la ciudadanía
norteamericana demostró poseer una alta cuota de sabiduría política. Ni un
presidente sin poder (eso puede ser muy peligroso para un país como los EE UU)
ni un presidente con todo el poder (más peligroso aún).
El poder político está hoy partido. Electoral e
institucionalmente partido. O mejor dicho, re-partido. Y bien: precisamente, en esa permanente re-partición del poder,
reside el secreto de la democracia representativa.