Las cosas han cambiado. No es que los homosexuales ya no son discriminados, lo siguen siendo. Pero la idea hegemónica, o matriz, dice que las diferencias, incluyendo las sexuales, son parte de la condición social y de la condición humana. Para los sectores más esclarecidos de las sociedades modernas, ser homosexual o lesbiana es algo tan normal como no serlo. En las grandes ciudades occidentales cada uno puede elegir el color de pelo, la vestimenta que más le gusta, la religión que más lo interprete, y por cierto, la orientación sexual que más convenga a su modo de ser. En fin, parece que estamos entrando a una cultura de la diversidad, a esa “sociedad abierta” deseada por Karl Popper. De ahí que cuando son cometidas agresiones a homosexuales, surgen olas de indignación. Esas agresiones pertenecen a un pasado ominoso relacionado con el auge del fascismo que hizo de la persecución a los homosexuales, así como a todas las minorías, un credo, una ideología y una guía. Sin embargo, para políticos de corte autoritario como Putin y Bolsonaro ese pasado no ha pasado. Para ellos seguimos viviendo bajo las normas que impusieron Hitler, Franco, (Fidel) Castro, y otros famosos de la homofobia desatada.
A
la vanguadia de la nueva contrarrevolución (o regresión) cultural se encuentran
hoy Putin y – el todavía candidato brasileño- Jair Bolsonaro. El primero,
criminalizando toda sexualidad contraria a su modelo hetero. El segundo, por
sus violentas agresiones -por ahora solo verbales- a la condición gay, a la que
vincula al tráfico de drogas y a otras actividades delictivas. En otras
palabras, ambos son exponentes de lo que Karl Popper llamaba “los enemigos de
la sociedad abierta”.
Lejos están los tiempos en
los cuales ser homesexual era un caso clínico. El mismo Freud joven, en su
clásico Tres ensayos de teoría sexual
(1905) entendía a la homosexualidad como una desviación respecto a una supuesta
normalidad genital. No obstante, Freud revisaría posteriormente sus teorías
originarias hasta llegar a desahuciar la tesis de la homosexualidad como
perversión. Fue cuando descubrió que la polimorfía sexual, a saber, que cada
parte del cuerpo podía ser un órgano sexual, no correspondía a un atavismo de
la época infantil reprimida, sino que, por el contrario, es condición de toda
sexualidad. Para decirlo en lenguaje más coloquial: cuando amamos lo hacemos
con los cinco sentidos.
Lo importante es que
partir de un determinado momento, la sexualidad para Freud dejó de estar solo
vinculada a la genitalidad, aceptando él la posibilidad de una sexualidad
separada del instinto de reproducción. Y si la sexualidad podía ser multiforme
en cada individuo, en las unidades colectivas no tenía por qué no serla. Al
fin, Freud, tal vez después de lidiar consigo, asumió la tesis de la
bi-sexualidad de cada ser, es decir, que lo femenino y lo masculino coexisten
en cada uno de nosotros. Ese fue “el escándalo de la ambivalencia”, para
decirlo con las palabras de Zigmunt Bauman.
En sus estudios sobre las
fobias, Freud adelantó la tesis de que la neurosis proviene de un acto de
auto-represión donde una parte del ser no deja vivir a otra parte del ser.
Combinada esa teoría con sus tesis sobre los mecanismos de proyección, llegó a
la fácil conclusión de que las fobias -en sus formas de odio, aversión y miedo-
no eran sino extrapolaciones de la auto-represión interna hacia el espacio
externo. Detrás de cada fobia hay un deseo reprimido, fue su conclusión. Así
como la xenofobia es la proyección hacia afuera del miedo “a lo extraño” (lo
extranjero, lo incomprensible, lo unheimlich) que hay en cada uno, la
homofobia es la proyección agresiva del sexo opuesto interno que anida en cada
ser.
Como siempre Lacan
completó a Freud sin intrincarse demasiado en el tema de la sexualidad. De
acuerdo a dos de sus premisas, la que dice que el objeto no produce su deseo
sino el deseo al objeto, y la segunda: la que afirma que el objeto del deseo no
es el verdadero objeto del deseo, llegó a entender que el goce del ser no está
en el objeto sino en la búsqueda del objeto. Visto así, el deseo, tanto homo
como hetero, son dos caminos que conducen a la búsqueda del objeto oscuro (y
desconocido) del deseo y, por lo tanto, ninguno puede alegar primacía sobre el
otro. El objeto del deseo, para decirlo en clave de síntesis, es para Lacan una
creación provisoria del deseo y, en consecuencia, no hay objeto privilegiado. Y
sin ese privilegio, no hay, no puede haber desviación alguna.
Reprimir en sí mismo la
búsqueda del objeto conduce a un empobrecimiento del ser en cuanto ser, del que
se defiende cada sujeto agrediendo a lo que niega fuera de sí, vale decir
exteriorizando la negación del sí mismo en contra de otro seres. Ahí se
encuentran los soportes básicos de la homofobia. Y si alguien no ha entendido
lo que he querido decir, he de recomendar dos excelentes, antiguas y clásicas
películas, dos que dicen más que cualquier tratado sobre la homosexualidad.
Una, Reflejo en un ojo dorado de John Huston (1967) con el enigmático Marlon
Brando y Elizabeth Taylor, más linda que nunca. La otra es El Sargento
de John Flynn (1968) con el inolvidable Rod Steiger. En ambas películas podemos
ver la tragedia de dos militares formados según los cánones de la más estricta
masculinidad, reprimir su homosexualidad interior para proyectarla de modo
radicalmente sádico en contra de personas de rango inferior. Tal como lo hacen
políticos como Putin y Bolsonaro
No deja de ser interesante
constatar que tanto Putin como Bolsonaro, así como Brando y Steiger en sus
respectivas películas, tengan formación militar (en Putin derivada de su
profesión de agente secreto). Ambos son masculinistas hasta la exageración.
Rinden culto al cuerpo viril, practican el desprecio hacia las personas débiles
y exaltan los valores del mundo militar. En breve: aman (desean) a los hombres.
En los cuarteles militares
la homosexualidad sigue siendo vista como una desviación antinatural. Allí,
quizás más que en monasterios, conventos y claustros, opera la más estricta
represión a la feminidad que late en cada hombre. Razón de más -continuando con
Freud- para suponer que tanto Putin como Bolsonaro también son homosexuales.
Algo muy normal, si es que no se tratara de dos que niegan su sexualidad y, por
lo mismo, intentan destruirla en los demás.
Decía en ese sentido Freud
(La Denegación, 1925) que mientras mayor es la fuerza y énfasis que
imprimimos en una negación, más delata esa negación la existencia interior de
lo que se desea no negar. Para ilustrar esa afirmación freudiana vale la pena recordar
otra gran película. Se trata de la producción alemana Das Untergang, 2004, donde su director, Oliver Hirschbiegel, deja
ver (ver, no entrever) que Hitler -Bruno Ganz interpreta al mejor Hitler del
cine- estaba profundamente enamorado del arquitecto Alfred Speer. Probablemente
Hitler percibía ese amor como algo sucio, algo que había que eliminar, no en él
(eso era imposible) sino en el mundo exterior. ¿Cuántos fueron los homosexuales
asesinados en los campos de concentración por culpa de la neurosis de Hitler?
No se sabe todavía. Fueron sí, muchísimos.
Así podemos entender por
qué el brasileño Bolsonaro divide a los homosexuales en dos grupos: la minoría,
que según él viene al mundo con “defectos de fábrica”, y la mayoría que llega a
ser homosexual como consecuencia de la corrupción, sobre todo de la que ejercen
los traficantes de drogas. Frente a lo corrupto que perciben en sí, Putin como
Bolsonaro intentan erigirse como paladines que luchan en contra de la
corrupción, sobre todo en contra de esa que yace en la naturaleza de cada ser:
en su más íntima sexualidad. Pero entiéndase bien la tesis: El problema de
fondo no reside en la lucha en contra de la corrupción- algo que hacen todos
los políticos cuando buscan el poder- sino en la sexualización de la corrupción
(y por ende en la corrupción de la sexualidad) En nombre de la lucha en contra
de las perversiones, ambos políticos terminan corrompiendo a la política.
Putin y Bolsonaro imaginan
seguramente ser representantes del bien. Los gays -o maricones u homos o como
se les quiera llamar- representan el mal. Es por eso que la lucha en contra de
la homosexualidad adquiere para ambos un formato religioso. Punto importante,
pues no es casualidad que tanto Putin como Bolsonaro sean, o digan ser,
profundamente religiosos. El primero muestra una devoción fanática a la
confesión ortodoxa -tanto o más reaccionaria que el Islam radical-. El segundo es
seguido con pasión por las sectas evangelícales.
Hay, se quiera o no, una
relación casi directa entre religión, política y sexualidad. Tres religiones,
el cristianismo (en sus modos católicos, protestantes, ortodoxos y
evangelicales), el islamismo y el judaísmo ortodoxo-radical, descubrieron a su
debido tiempo que para elevar el alma de los humanos hacia los cielos era
necesario ejercer control sobre los cuerpos, y como el cuerpo es un aparato
sexual, sobre los órganos sexuales de cada cuerpo. La receta la han entendido
muy bien los dictadores de todos los tiempos: para controlar el alma ciudadana
será necesario controlar el cuerpo de cada ciudadano y, por lo mismo, su
sexualidad. Lo importante es que no haya desviación ni ambivalencia. El cuerpo
humano deberá ser ajustado a las normas dictadas por el bio-poder (Foucault, Vigilar
y Castigar)
Ha llegado entonces la hora de responder a la pregunta inicial.
¿Por qué políticos como Bolsonaro y Putin odian tanto a los homosexuales? Hay
tres respuestas.
1. Porque se odian a sí mismos, es decir, a su innegable parte maricona.
2. Porque han hecho de la política una religión del poder estatal y por eso
intentan controlar al ser ciudadano ejerciendo su poder sobre las partes más
íntimas del cuerpo, en el lugar más íntimo de toda intimidad: la cama.
3. Porque intentan representar una política de la pureza para así elevarse al
rol de misioneros salvadores en contra de la corrupción, asociando de modo
perverso la corrupción con la sexualidad y, por lo tanto, sexualizando a la
política.
A fin de cuentas odian a
los homosexuales porque Bolsonaro es un hijo de Putin y Putin es un hijo de
Putin.