Tanto en la Polonia del “gobernante invisible”
Jaroslaw Kaczynski como en la Hungría de Viktor Orban, tanto en la Rusia de
Vladimir Putin como en la Turquía de Recep Tayyip Erdogan y -según todos los
pronósticos- en el Brasil de Jair Bolsonaro, tanto en las ultraderechas
nacionalistas y xenofóbicas que asolan Europa como en los movimientos
fundamentalistas que portan las migraciones islámicas, lo cierto, lo evidente,
lo indiscutible, es que cada vez son más los gobiernos, regímenes y
asociaciones que postulan la des-secularización de la política.
Des-secularización: entiéndase por ello el
sometimiento de la vida política a los dictados de la religión y de sus
instituciones puestas al servicio de intereses de Estado, representado en
hombres fuertes y piadosos, restauradores de las buenas costumbres, defensores
acérrimos de los valores más tradicionales y, sobre todo, de las tres virtudes
clásicas del conservadurismo post-monárquico: patria, religión y familia.
¿No imaginó Kant que con la secularización de la
política la condición humana hacía abandono de la fase infantil para entrar a
su etapa adulta? ¿No nos dijeron tantos escritores y escribas que la
secularización de Occidente era un hecho irreversible hasta el punto de que, para muchos, occidentalismo y
secularización llegaron a ser términos sinónimos? Mas no: al parecer nada es
irreversible en la historia. El peligro de la regresión hacia etapas
primarias, supuestamente superadas, acecha al interior de cada persona y de
cada conjunto social o nacional. Sin embargo, hemos de ser cuidadosos al
mencionar este punto: las regresiones históricas existen, pero los retrocesos
que conllevan no suponen un retorno al pasado sino a otra parte, a otra parte
que no está en el pasado.
Lo único irreversible es el pasado. Lo que pasó,
pasó. La historia, aunque a veces se parece a sí misma, no se repite. O léase
así: no estamos frente al retorno del fascismo, por mucho que los
neo-conservadores quieran reeditarlo. Lo fenómenos que hoy irrumpen
arrastran consigo sedimentos del pasado, pero estamos frente a algo inédito.
Eso significa que la lucha en contra de la secularización, si está por
imponerse, no nos catapultará al mundo pre-político medieval. La política
seguirá existiendo, pero bajo nuevas formas. Y a esas formas debemos prestar
atención pues esas nuevas formas -valga la paradoja-no son formales.
El regreso del discurso político
autoritario-religioso está cambiando las formas políticas liberales que hasta
ahora había asumido el orden occidental. Sus seguidores suman
millones. Ya las primeras oleadas globalizadoras y sus efectos
cosmopolitizadores tuvieron como consecuencia el aumento de los miedos sociales
entre los sectores más tradicionales de cada nación. A ello se suman los
reordenamientos que tienen lugar en la esfera de la producción. En una primera
instancia parecía que con la digitalización de los procesos productivos solo
asistíamos al “adiós al proletariado” proclamado hace ya tanto tiempo por André
Gorz. El impacto fue sin, embargo, más profundo. Han emergido
nuevas capas de trabajadores sin estructuras organizativas y sin identidades
definidas. Del mismo modo las antiguas clases medias dejaron de ser un segmento
estable y estabilizador para ocupar un espacio móvil y flexible. Las
migraciones masivas- la primera mitad del siglo XXl será recordada como la era
de las más grandes habidas en la historia universal- han traído consigo una exacerbación de los resentimientos públicos y la
consecuente demanda por gobiernos productores de seguridad destinados a suceder
al orden democrático liberal. Bajo esas condiciones los partidos de centro:
socialdemócratas, socialcristianos y liberales, descienden a rapidez
vertiginosa en cada elección sin que nadie sepa donde esta su piso.
Orban y Putin han sido al menos sinceros. El
primero ha proclamado a los cuatro vientos una cruzada en contra del
liberalismo político y el retorno del autoritarismo confesional. El segundo, la
lucha en contra de los valores de la Europa decadente. Palabras que suenan como
melodías en las orejas islamistas de los erdoganes. Hoy, se quiera o no, ha
sido formada una nueva coalición anti-occidental cuyas raíces más profundas se
encuentran en el propio Occidente.
Bolsonaro es, como tantos líderes
latinoamericanos, un simple producto de
importación. En su discurso no hay nada original. Con toda razón a Marine Le Pen le
pareció muy interesante y democrático. Bolsonaro representa, si se quiere, un modo republicano (no democrático) de vida que en cierto modo ya anunció
Hugo Chávez. Restrictivo, autoritario, populista y, sobre todo, confesional. Pues todos los líderes post-liberales son
personas muy religiosas. ¿Son o fingen serlo?
No viene al caso responder a esa pregunta, los resultados son al fin los
mismos. Lo verdaderamente importante es que el propósito mal oculto de todos
ellos es el de convertir a la religión en una ideología del mismo modo como
en el pasado reciente los regímenes fascistas y estalinistas intentaron
convertir a las ideologías en religiones.
Probablemente (pienso en Putin) algunos de los
líderes del post-liberalismo político son menos religiosos de lo que aparentan.
Pero políticos consumados como son, han advertido que hay una demanda
religiosa existente y como políticos, extienden una oferta al consumidor.
Las instituciones religiosas, al fin organismos de poder, no resisten tampoco a
los cantos de sirena de los nuevos líderes, imaginando que lo que no pudieron
imponer desde las iglesias, pueden imponerlo desde el Estado. Quizás el
franquismo nació antes de tiempo.
A veces, en los momentos de mayor pesimismo,
podemos pensar que el “homo occidentus” no está aún preparado para vivir
bajo los derechos y libertades por los cuales tan arduamente ha luchado. El
miedo a la libertad -para utilizar el título del libro de Germán Arciniegas-
sigue siendo el más fuerte de todos los miedos.
Como sea, las ventajas que trae la
des-secularización en cierne son para las nuevas clases políticas
anti-liberales, más que evidentes. Los gobernantes del “mundo ocidental
post-occidentalista” ya no aparecerán solo como representantes de la mayoría
electoral sino como ejecutores de un mandato divino. Sus tareas no solo serán
administrativas, sino civilizatorias. La nación no será más un espacio
territorial transcultural, sino una unidad teológica-política.
El nuevo orden que intentan representar los
gobernantes religiosos de nuestro tiempo deberá ser impuesto desde la más
temprana edad. En nombre de la lucha en contra del libertinaje, de la drogadicción, de
la corrupción, las libertades individuales serán reorganizadas partiendo desde
las células primarias de la sociedad, antes que nada, desde las familias.
No es ninguna casualidad que todos los
gobernantes religiosos estén unidos por dos elementos programáticos biológicos:
la penalización del aborto y la erradicación de la homosexualidad. ¿De dónde
les viene esa obsesión compartida? La respuesta parece ser obvia. A partir
del control sobre la natalidad y la sexualidad, el Estado adquiere control
sobre cada cuerpo y como cada ciudadano es un cuerpo biológico, el Estado
obtiene potestad y soberanía sobre la ciudadanía.
¿Estamos frente al peligro de nuevas (y otras no
tan nuevas) formas totalitarias de poder? Efectivamente, estamos frente a a ese
peligro, queramos o no. Por el momento, claro está, es una distopía. Pero
cuando uno enciende el televisor y escucha el mensaje (pseudo) puritano de un
Bolsonaro, cuando uno mira en las calles de Moscú y Estambul como los
homosexuales son apaleados sin piedad, cuando oímos a Orban parafrasear a
Franco hablándonos de una “Europa cristiana”, es imposible dejar de sentir un
frío metálico bajo la piel. Pues esa distopía es ya la utopía de la nueva
ola de gobernantes religiosos y civilizadores y -he ahí el mayor peligro- de
las muchedumbres enardecidas que los eligen.
La democracia -ya lo escribí una vez – es como
una planta frágil que requiere ser cuidada día a día. En ninguna parte está
escrito que deberá ser la forma definitiva de vida por el resto de los tiempos,
amén. Estamos solo a prueba. Y, por lo visto, estamos siendo reprobados.