No se quiebra la unidad de
la oposición, si se considera que asegurar su viabilidad implica admitir la
existencia de gruesas diferencias. Pero si las diferencias toman el lugar del
objetivo común y si los desacuerdos ya no pueden ser manejados entre las élites
partidistas, entonces hay que acudir al debate ciudadano y a una competencia
sujeta a reglas decentes.
Las citadas, palabras de
Simón García, sereno y ecuánime columnista del periódico digital Tal Cual, me
hicieron recordar un dictum de Michael Walzer cuando señalaba que hacer
política supone practicar dos artes: el de unir y el de separar. Y así es: la
política, como la vida, transcurre surcando vías de uniones y separaciones, de
alianzas y rupturas. La unidad por la unidad en política no existe. La
unidad solo se puede dar alrededor de medios y fines comunes. Dejan estos de
existir, no se justifica la unidad. Así de simple.
Naturalmente García se
refería a la unidad de la oposición venezolana. Ferviente defensor de la unidad
en el pasado reciente, ha llegado al convencimiento de que la unidad por la
unidad, en las condiciones que vive su país, no solo no es posible sino,
además, ejerce un efecto palarizante. De ahí que considera necesario un
“sano deslinde”.
Un deslinde: No
necesariamente una ruptura o quiebre. Simplemente una
separación no dramática entre dos fracciones políticas: una, la extremista que
intenta convertir a la política en testimonios épicos, en actos de pomposa
dignidad, en agresiva inactividad en espera de militares patriotas o
intervenciones externas, e incluso, invasiones militares. Otra, la fracción
política, intenta mantener la continuidad mediante la mantención de vías
democráticas sin excluir alternativas de diálogo cuando estas asoman y, sobre todo,
participando en comicios aún a sabiendas de que el gobierno juega con naipes
marcados. Las elecciones para esta segunda fracción no son solo un fin. Son un
medio de resistencia opositora, una fuente de agitación política, un ejercicio
de soberanía ciudadana.
La primera fracción, desde
el Carmonazo del 2002, pasando por la abstención del 2005, La Salida del 2014,
hasta llegar a la abstención del 20-M, sumando ahora el quimérico “quiebre”
proclamado sin ninguna base por la señora Machado, han contribuido a deparar a
la oposición grandes derrotas. La segunda fracción ha logrado en cambio
innegables triunfos: el plebiscito del 2007, el 6-D, muchas alcaldías, y sobre
todo, fuertes movilizaciones en defensa de la Constitución y de la vía
electoral, entre ellas las del propio RR16 (al que la primera fracción intentó
imprimir un absurdo sello insurreccional). En otras palabras, todas las
grandes derrotas opositoras han sido consecuencia de la acción anti-electoral.
Todas las grandes victorias, en cambio, han sido logradas a través de la ruta
electoral, sin lugar a dudas, el “talón de Aquiles” de Maduro
Estamos pues frente a dos
opciones no solo diferentes sino antagónicas. Más aún: excluyentes entre sí.
Imposible es -y en ese punto se comparte la tesis de Simón García- que ambas
fracciones puedan habitar bajo un mismo techo. ¿Ha llegado entonces la hora
del deslinde? Sin dramas ni tragedias, sin gritos ni insultos, decentemente
dice García. Cada uno por su lado, mucho gusto haberte conocido, y si te he
visto no me acuerdo..
La separaciones o
deslindes hay que hacerlas a tiempo. Cuando eso no
ocurre pueden acontecer grandes tragedias. ¿No está montada la cultura política
europea y latinoamericana sobre la base de una de esas tragedias? Me refiero a
la gran revolución francesa de 1789. De esa revolución heredamos el envenenado
estilo jacobino de discusión, la guillotina (la horca, el paredón, el asesinato
político), una concepción estatista y autoritaria de la política y, no por
último, ese radicalismo hueco que ha espiritualizado a los grandes movimientos
políticos latinoamericanos desde la independencia hasta nuestros días. Sin
embargo, todo pudo haber sido diferente.
Muy diferente habría sido
todo si esos decentes y moderados burgueses llamados girondinos, partidarios de
vías electorales y admiradores de la monarquía parlamentaria inglesa, hubieran
tenido agallas para deslindarse a tiempo de la izquierda jacobina.
Oportunidades no faltaron. Los jacobinos controlaban los barrios pobres de
París. Pero los girondinos a las más prósperas provincias de Francia siendo
mayoría en la Asamblea Constituyente de 1792. Sin embargo, no tenían líderes. Brissot y
Roland, cuerdos y racionales, no entusiasmaban a nadie con sus apatías. Además
eran vacilantes. Nada extraño que hubiesen sido atropellados por la oratoria
audaz de Danton (el primer populista de la modernidad), por la locura de Marat,
por la crueldad fanática de Robespierre. La Gironda tampoco supo hacer alianzas
políticas con el bajo clero, con la nobleza republicana, ni con las clases
prósperas, agrarias y urbanas de la Francia post-monárquica. Pero sobre todo,
no supo deslindarse a tiempo de la canalla jacobina. El resultado lo seguimos
pagando ahora. Los primeros en pagarlo fueron los revolucionarios rusos antes y
después de 1917.
Fue Isaac Deutscher quien
con su literaria prosa histórica nos dio a conocer como se identificaban los
socialdemócratas rusos con los jacobinos franceses. Al fin terminaron divididos
de un modo similar. Los mencheviques, que quiere decir minoritarios, fueron
mayoría en los soviets de 1905, en la Duma y en los soviets de San Petersburgo
y Moscú hasta 1917. Sin embargo, se dejaron arrebatar la iniciativa por los
bolcheviques (que quiere decir mayoría, aunque eran minoritarios) evitándose
así la posibilidad de un deslinde. La gran chance la tuvieron los mencheviques
dirigidos por Mártov y Axelrov durante la revolución de febrero. Si en esa
ocasión hubieran cerrado filas alrededor del gobierno parlamentario de
Kerensky, sin hacer concesiones a los bolcheviques, la historia habría cambiado
su curso mundial. Eso pasaba – y ese fue el nudo menchevique- por una división interna de la
socialdemocracia rusa. El asalto al Palacio de Invierno, la consigna “todo el
poder a los soviets” (en realidad a los leninistas) y la disolución del
parlamento, dejaron tan mal parados a los mencheviques como la toma del poder
de la Convención por parte de los jacobinos franceses, a los girondinos. La
historia no se repite; eso es cierto. Pero convengamos en que a veces tiene una
extraña tendencia a imitarse a sí misma.
Pude comprobar esa
tendencia imitativa en mi propio país.
En el Chile de la Unidad Popular (UP) cuando ya desde 1970 se formaron dos Ups.
A un lado Allende apoyado por socialistas democráticos y comunistas, y desde
más lejos, por la fracción no freísta de la democracia cristiana (Fuentealba,
Tomic). Al otro lado una fracción extremista insurreccional formada por los
socialistas de Altamirano, el MAPU, y desde fuera de la UP, el MIR. Los
primeros propiciaban un gobierno hacedor de reformas sociales en el marco de un
orden democrático. Los segundos, una insurrección de carácter socialista.
Apoyados desde Cuba por Fidel Castro -quien incluso actuó en Chile durante un
mes a favor del extremismo y en contra de Allende- no ocultaban sus propósitos de dividir a la UP. Allende
pensó quizás en deslindarse de la fracción extremista (hay algunos testimonios
que así lo sugieren) Pero eso significaba dividir a su propio partido, un
precio demasiado alto para él. Así optó por realizar negociaciones imposibles.
Cuando Allende, al fin, decidió jugar la carta del deslinde mediante un llamado
al plebiscito, ya era tarde. Los militares de Pinochet avanzaban hacia la casa
presidencial.
¿Habría salvado un
deslinde a la opción democrática de Allende? Imposible saberlo. Nadie puede
pensar la historia en términos subjuntivos. Lo que ocurrió, ocurrió. Pero seguramente
esa experiencia marcaría a fuego a algunos políticos chilenos. Por eso, cuando muchos
años después apareciera la posibilidad del plebiscito que terminaría con la
dictadura, la decisión de una parte de la izquierda ya estaba tomada: no
dejarse presionar por ninguna fracción ultraizquierdista, esta vez representada
por el partido comunista, extremistas del partido socialista, más algunos
grupos castristas que aún pululaban en la izquierda chilena. Por el contrario, fue
necesario deslindarse de ellos, los que continuaron sosteniendo hasta el
fin que votar era legitimar a la dictadura.
En Venezuela la oposición
también se encuentra enfrentada, como en otras latitudes, al dilema del
deslinde. Naturalmente, hay defensores candorosos de la unidad por la unidad.
Quizás no entienden que el problema no radica en diferentes tácticas y
estrategias sino en dos culturas políticas antagónicas. Un jacobinismo
derechista de origen oligárquico y una clase política que ha perdido el rumbo
electoral, el único que tenía, el único que conocía. Menos entienden que si la
unidad abstracta continúa, la oposición seguirá paralizada, situada en medio de
la nada, en esa “política cero” que apenas pueden ocultar sus principales
líderes, empeñados en asumir el rol de reporteros de tragedias sociales.
Evidentemente, tienen miedo al deslinde, aunque en el fondo saben que no hay
otra alternativa. Y de algún modo se les entiende: el deslinde no solo es entre partidos sino también dentro de los
partidos. Eso quiere decir que algunos
siguen poniendo la “razón de partido” por sobre toda otra razón política.
Fatal, estimado Capriles.
El ya citado Simón García
escribió un tuit afirmando que el deslinde existe objetivamente. Solo falta
ponerlo en forma. De eso se trata precisamente, de ponerlo en forma. Y bien
¿cómo se puede poner en forma política un deslinde? La forma no-política es
agrediendo a los extremistas con el lenguaje que ellos mismos usan. Pero para
eso no hay ninguna necesidad. Entre los aciertos de Carl Schmitt hay al
respecto una frase muy correcta. “El enemigo político no es un enemigo
personal”. Poner en forma política un deslinde significa, dicho en breve,
asumir y practicar una línea política sin dar cuenta ni explicaciones a los
ex-aliados. En el caso que nos ocupa, significa asumir la tarea electoral hasta
sus últimas consecuencias, nombrando candidatos e iniciando desde ya la campaña
para las elecciones que se avecinan. Una de ellas, las municipales, ya tienen
fecha: 9-D. La otra, el plebiscito, es eventual. Ese sería un deslinde.
Un deslinde no precisa de
refinamientos ideológicos, de filosofías morales, ni de traumas personales.
Como diría Kant, es un imperativo axiomático: Los chavistas no quieren
elecciones, los abstencionistas no quieren elecciones, los demócratas van por
lo tanto a las elecciones en contra de los dos. Por eso mismo el “sano
deslinde” del que nos habla Simón García es necesario e ineludible. A menos,
claro está, que los opositores democráticos decidan continuar habitando en el
limbo que los llevó a esa “abstención pasiva” que no saben como manejar.
Antes del 20-M faltaban 5
minutos para las 12. En estos momentos falta 1 minuto para las 12. Quedan
todavía algunos segundos. Ahora o nunca. Hay que saber decidir a tiempo.