Actualizado
Ningún asesino dirá jamás que mata porque le gusta matar.
El ser humano intenta legitimar sus maldades, está en su naturaleza. Son las
trampas de la razón de la que nos hablaba Kant. Con mayor motivo si se trata de
asesinatos colectivos, genocidios, o grandes matanzas como las acontecidas a
granel a lo largo de la historia universal de la infamia. Incluso Chile, tan
alejado del mundo, un país de transcurrir pacífico y relativamente democrático,
fue testigo y víctima de una de las tragedias más sangrientas conocidas a nivel
continental.
La tragedia que comenzó a tener lugar a partir del 11 de
septiembre de 1973 está documentada en fotos, en filmes, en testimonios. Es
inocultable. Y mientras más lo es, más grande ha sido el esfuerzo de sus
ejecutores y de quienes los aplaudían (y aplauden) por otorgarle legitimación
histórica. La mayoría de esas legitimaciones utiliza la coartada del golpe bajo
la rúbrica “necesidad histórica ” como si la historia siguiera una lógica y una razón
pre-determinada.
Desde los primeros días del golpe, la dictadura buscó su
legitimación. El golpe fue llevado a cabo, propagaron los generales, en contra
de un Plan Z, destinado a asesinar a quienes no eran marxistas. La UP guardaba
arsenales secretos y un ejército clandestino estaba presto a asaltar al estado
y declarar la “dictadura del proletariado”. Y muchos creían esas mentiras no
porque fueran verosímiles sino porque necesitaban creer en ellas. Hoy todavía
hay quienes arguyen que Chile mantiene una deuda histórica con “su” ejército.
Pinochet, pese a uno u otro “error”, habría salvado a Chile de convertirse en una segunda Cuba.
Cincuenta años después del golpe, el mito
“Pinochet defensor de la patria” ha aumentado su intensidad, entre otras
razones por la orfandad política en la que se encuentran las víctimas de tres
dictaduras o autocracias latinoamericanas: Cuba, Nicaragua y Venezuela. No faltan incluso
quienes en esos países anhelan el aparecimiento de un Pinochet, alguien que
expulse a los comunistas, que imponga disciplina y orden y, sobre todo, que
conduzca a sus naciones por la vía de la prosperidad. Todas estas, y otras más,
son razones que llevan a indagar nuevamente sobre esos hechos que ocurrieron
hace 50 años.
LAS OCULTAS
RAZONES DEL GOLPE
Hagamos un poco de historia: desde mediados de 1973, el
gobierno de Allende había alcanzado su fase de declive. De hecho, ya no contaba
con el apoyo de las capas medias. Estudiantes y escolares llenaban las calles
protestando. La SOFOFA (Sociedad de Fomento Fabril), la SNA (Sociedad Nacional
de Agricultura) y CONFECO (Confederación de Comercio), vale decir, los tres
pilares de la economía, habían declarado la guerra al gobierno y la negociación
con ellos ya no era posible. Peor aún: la UP ya había perdido a los sindicatos
del cobre y del acero. Las elecciones de la CUT (Confederación Unitaria de
Trabajadores) tradicional reducto comunista-socialista, fueron objetivamente
ganadas por la Democracia Cristiana (DC). Allende, sin las dos cámaras,
gobernaba por decretos.
Todas las encuestas daban al gobierno un número menor de
votos al obtenido en las presidenciales de 1970. Para aparentar la fuerza que
ya no tenía, Allende nombraba generales en los ministerios, de modo que, de
facto, el gobierno ya estaba tomado desde dentro por los militares. El golpe
había comenzado, efectivamente, antes del golpe. Los militares realizaban
allanamientos sin ordenes judiciales y en las calles se veían, ya en agosto,
soldados armados por doquier, mientras el cielo era cruzado por aviones
haciendo “ejercicios”. La Armada había entrado en un proceso de “depuración” y
los marinos allendistas, acusados de
complotar, eran hechos prisioneros y torturados. En fin, Allende había perdido
el poder antes de perderlo.
Estos hechos hay que tenerlos en cuenta a la hora de
emitir un juicio. Pues el golpe del 11 de septiembre no fue realizado en contra
de una revolución triunfante sino en contra de un gobierno débil, al punto del
colapso. ¿Por qué entonces fue tan sangriento? La versión oficial del
pinochetismo fue unánime: para impedir que Chile se convirtiera en otra Cuba.
Sin embargo, para que Chile se convirtiera en una nueva
Cuba se requería una de dos condiciones: un ejército leal y/o un fuerte apoyo
internacional. El ejército ya había sido ganado por la derecha, sobre todo
entre los oficiales y suboficiales y Allende lo sabía. La segunda condición era
internacional: una nueva Cuba solo podía ser posible con el apoyo de la URSS y
es un hecho, no una especulación, que la URSS negó su apoyo al proceso chileno.
Desde el punto de vista económico, Chile no podía avanzar
un solo centímetro si no pagaba la deuda externa. De modo casi humillante,
Allende viajó a la URSS a solicitar un crédito (diciembre del 1972) que le
permitiera saldar en parte la inmensa deuda (en la práctica, la conmutación de 350 millones de dólares que
Chile pagaba a la URSS) Pero Allende volvió con los bolsillos vacíos. La URSS
sufría bajo Breschnev un periodo de estagnación. Cuba por si sola costaba más
de un millón de dólares diarios. Además, se avecinaba un periodo de distensión
con USA en donde debía ser negociada la retirada de tropas norteamericanas en
Vietnam y Kissinger exigía, como parte del negocio, la no intromisión de la
URSS en Sudamérica. Razón por la cual el comercio internacional de Chile con la
URSS se mantuvo durante el socialista Allende por debajo del mantenido por la
URSS con Argentina, Brasil, Uruguay y Colombia.
La URSS no quería otra Cuba. Hecho geopolítico que
explica por qué la URSS mantuvo poco después relaciones comerciales y -sobre
todo- políticas con la Argentina de los generales. En efecto: donde prima la
geopolítica no hay política. Eso lo sabía Pinochet: después de todo fue
profesor de geopolítica. En fin, Chile no podía ser otra Cuba y, aunque la
cubanización de Chile le sirviera de propaganda, Pinochet decidió dar un golpe
por razones que tenían poco que ver con Cuba. ¿Con qué tenían que ver?
Recordemos que Allende, después de su fracaso en la URSS,
reunió a todos los dirigentes de la UP y planteó crudamente la situación. Su
gobierno estaba aislado nacional e internacionalmente. Para evitar la total
capitulación solo cabía una posibilidad: el plebiscito. La reflexión era
correcta. En caso de triunfar Allende, su gobierno emergería fortalecido. En
caso de perder, había que convocar a nuevas elecciones. Si en esas elecciones
triunfaba la DC -era lo más probable- no sería por mayoría absoluta y en
consecuencias, un gobierno DC estaría condicionado al apoyo de la UP,
invirtiéndose la relación que se había dado en octubre de 1970 gracias a las
cual Allende pudo ser elegido presidente después de intensas negociaciones con
la DC. Vale decir, aún perdiendo el plebiscito, la UP podía conservar algunas
posiciones hacia el futuro. Los cálculos no eran infundados: en las elecciones parlamentarias de marzo de 1973 - no hay que olvidarlo - la UP había obtenido nada menos que el 44% de la votación.
El buen plan de Allende topaba, no obstante, con dos
obstáculos. El primero se sabía: el PS, el partido de Allende, bloqueaba la
alternativa plebiscitaria. El segundo se supo después: el propio ejército,
mejor dicho Pinochet, vio en el plebiscito una amenaza para una salida militar
al conflicto. Así fue que precisamente en los días en los que Allende se
aprestaba a anunciar un plebiscito, Pinochet decidió apresurar el golpe. De tal
modo Pinochet no dio un golpe solo en contra de la UP, sino en contra de una
salida política que, en las condiciones imperantes en septiembre, no podía sino
ser plebiscitaria. En cierto modo, la lucha contra el “marxismo” fue un
pretexto de Pinochet para hacerse de todo el poder estatal.
Hábil como pocos, Pinochet había establecido una alianza
tácita con el sector dominante de la DC: el de Eduardo Frei Montalva. De este
modo Pinochet neutralizaba a los partidarios de la salida plebiscitaria dentro
de la DC (Fuentealba, Tomic) a cambio de la promesa de realizar una transición
de corta duración para después apoyar a un gobierno de centro-derecha presidido
por Frei. Pero esa salida “bonapartista”, como sabemos, no estaba en el plan de
Pinochet. Su objetivo, por el contrario, era formar un gobierno militar de
larga duración, uno que diera fundación a una nueva república de inspiración
“portaliana” (sin partidos políticos) En fin, no se trataba de cambiar un
gobierno por otro sino de realizar una revolución bajo la conducción de un
ejército libertador conducido por Pinochet. El golpe, visto desde esa
perspectiva, fue una declaración de guerra a todo el orden político y
social prevaleciente.
Solo así podemos explicarnos el carácter sanguinario del
golpe militar. Un golpe que no fue solo un golpe: fue el inicio de una guerra
en contra de la política, sus instituciones y por supuesto, sus personas. Una
guerra llevada a cabo por el ejército mejor armado del continente en contra de
una ciudadanía desarmada. Pues hablemos seriamente: los pocos grupos armados de
la izquierda chilena -comparados con los Montoneros y el ERP argentino, o con
los Tupamaros uruguayos- eran una risa. Ni hablar del Sendero Luminoso que
enfrentó Fujimori y mucho menos de los ejércitos de las FARC, las que no
lograron, pese a controlar vastas extensiones territoriales, derrumbar los
pilares sobre los cuales se sustentaba la república colombiana.
La guerra de Pinochet duraría a lo largo de todo su
gobierno. El llamado pronunciamiento del 11 de septiembre fue solo el comienzo
de una revolución en contra de toda la clase política chilena de la cual la
eliminación física de la izquierda había sido solo su comienzo. La derecha, en
abierta complicidad, no hizo resistencia y se autodisolvió. El atentado
cometido al general Óscar Bonilla (marzo 1975), hombre de Frei dentro del
ejército, marcaría un punto de inflexión. El freísmo y Frei ya no tenían nada
que hacer. El posterior asesinato a Frei solo sería la consecuencia lógica de
la revolución pinochetista. Una revolución que no se hizo solo en contra de la
izquierda y sus partidos, sino, reiteramos, en contra de la política como forma
de vida ciudadana. Pinochet mismo lo decía al referirse con desprecio, cada vez
que podía, a “los señores políticos”. En esa lucha en contra de la política, la
izquierda “solo” puso a los torturados, a mujeres violadas, a los prisioneros,
a los exiliados y, sobre todo, a los muertos.
Las desproporcionadas masacres -innecesarias desde todo
punto de vista militar- no se explican solo por las alteraciones sádicas de
Pinochet y los suyos, propias al fin a todos los dictadores. Ellas formaban
parte de la lógica de la revolución militar: la de crear un punto de no
retorno. Vale decir: mientras más ensangrentaban sus manos los seguidores de
Pinochet, mientras mas estrecha era la complicidad de los pinochetistas con la
muerte, más lejana aparecería la posibilidad de un regreso a la vida
democrática.
Durante Pinochet, Chile se convirtió en una
nación-cuartel: sin debates, sin partidos, sin política. Razón por la que
Pinochet, a diferencia de otros dictadores, no intentó fundar un partido
pinochetista. Su partido ya estaba formado: era el ejército. Sin embargo, sí
intentó durante un breve periodo, una nueva asociación: una alianza entre el
estado militar y los gremios económicos. Fue el periodo de gloria de su
entonces yerno, el fascista Pablo Rodríguez. La alianza duró poco. Pronto
comprendería Pinochet que toda alianza funciona en base a compromisos y se
deshizo rápidamente de Rodríguez y su poder gremial. El lugar de Rodríguez -el
de la eminencia gris- fue ocupado por el “portaliano” Jaime Guzmán.
Asesorado por Guzmán, Pinochet comenzó a fraguar su
proyecto histórico: el de un Estado antipolítico “en forma”, situado por sobre
las instituciones, pero con un margen de deliberación entre ex-políticos
elegidos desde arriba. En otras palabras, los miembros del Estado Mayor del
Ejército serían convertidos en una suerte de ayatolas uniformados, secundado
por “notables” fieles al régimen.
EL “MILAGRO
ECONÓMICO CHILENO”
Lo que nunca pasó por la cabeza del dictador fue que en
nombre de la lucha en contra del marxismo, estaba creando, solo bajo otras
formas ideológicas, un sistema político muy similar al que regía en Cuba. Pues
así como en Europa los regímenes de Hitler y Stalin se parecían entre sí, el de
los Castro y el de Pinochet también estaban marcados por signos de semejanza.
La diferencia es que en Chile la clase política demostró tener una mayor
capacidad de resistencia que la clase política cubana. Pero es inevitable
pensar que, durante Raúl Castro, con la apertura violenta de Cuba al capital
extranjero, comenzó a tener lugar la alianza perfecta entre el mercado y el
estado militar que una vez imaginaron Pinochet y Guzmán para Chile. Ambos
murieron sin saberlo. Y los pinochetistas, aunque lo supieron, lo aceptaron en
nombre de las, según ellos, milagrosas obras económicas de la dictadura. Pocos
términos han sido más falsos que referirse a algunos éxitos numéricos, como un
“milagro económico”. Expresión muy infeliz de Milton Friedman.
Friedman conocía el origen alemán de esa expresión y por
cierto, sabía también que aludía a un proceso no solo diferente sino
completamente contrario al que se dio en el Chile de la dictadura: la
recuperación de la economía de post-guerra alemana gracias a la alianza de tres
fuerzas: el estado, el sector empresarial y los obreros sindicalmente
organizados. Esta última fuerza imprimió un sentido keynesiano al proceso y
daría, además, origen a otro término: “economía social de mercado” (Ludwig
Erhard). La de Pinochet en cambio fue una economía anti-social de mercado. O
para decirlo así: mientras Allende intentó llevar a cabo una política de
equidad sin crecimiento, Pinochet llevaría a cabo una política de crecimiento
sin equidad.
Citando a una de las voces más autorizadas de la academia
económica chilena, Ricardo French Davis: “Es cierto que durante la dictadura de
Pinochet se produjeron diversas modernizaciones en Chile. Sin duda, varias de
ellas han constituido bases permanentes para las estrategias democráticas de
desarrollo, pero otras constituyen un pesado lastre. El crecimiento económico
del régimen neoliberal de Pinochet, entre 1973 y 1989, promedió sólo 2,9%
anual, la pobreza marcó 45% y la distribución del ingreso se deterioró
notablemente”.
Cabe entonces hacerse una pregunta: ¿puede ser
caracterizada como exitosa una economía que si bien muestra números positivos
en el papel lleva a una nación a niveles de desigualdad sin precedentes, a uno
de los más altos del mundo? Si el objetivo de una política económica no son los
seres humanos, uno se pregunta cual puede ser.
El milagro económico de Pinochet es, si no un mito, una de
las grandes mentiras del neo-pinochetismo. Como señala el mismo French Davis,
el crecimiento económico de Chile comenzó a darse con vigor desde el momento en
que los gobiernos de la Concertación incorporaron políticas públicas y sociales
a sus programas. “La Concertación logró mejores niveles de crecimiento
económico, del empleo, y de los ingresos de los sectores medios y pobres. El
crecimiento económico entre 1990 y 2009 fue de un 5% (5,3% si se excluye la
recesión de 2009). (....) “Dicho crecimiento económico más políticas públicas
activas redujeron la pobreza del 45% al 15,1% de la población. En la dimensión
social, no sólo se redujo la pobreza mediante políticas públicas. En efecto,
los salarios promedios reales eran 74% superiores en 2009 que en 1989 y el
salario mínimo se había multiplicado por 2,37; agudo contraste con los salarios
durante la dictadura, que en 1989 eran menores que en 1981 y que en 1970. (...)
“Así Chile avanzó más rápido que los otros países de América Latina, y acortó
significativamente la distancia que lo separa de las naciones más
desarrolladas. El PIB por habitante se expandió a un promedio anual de 3,6%, en
comparación con 1,3% en 1974-89”. (Leer
versión extendida en: http://www.asuntospublicos.cl/2012/06/el-modelo-economico-chileno-en-dictadura-y-democracia-mitos-y-realidades/
)
Hay que agregar por último que no hubo una sola política
económica durante Pinochet. Por lo menos hubo cuatro: entre 1973- 1979, la
llamada “política de shock” (alzas de precio, recortes presupuestario,
disminución de la demanda, desocupación laboral masiva). Entre 1979-1982, un
neoliberalismo clásico. Entre 1982-1986, motivada por la contracción del
sistema exportador, una política económica de neto corte estatista, incluyendo
expropiaciones, control de precios y emisiones monetarias. Desde 1982 hacia
adelante, una política pragmática que combinó la libertad de mercado con
inyecciones monetarias de tipo keynessiano. Lo único que une a esas cuatro
políticas al fin, es el constante ensanchamiento de la tijera social y una baja
pero también constante tasa de crecimiento numérico.
REFLEXIÓN FINAL
Al llegar a este punto, una reflexión: ¿Y si de todas maneras la política económica
hubiese sido tan exitosa como dicen sus partidarios de ayer y de hoy, estaría
entonces Pinochet legitimado frente al altar de la historia? De ningún modo. Ni
aunque Chile fuese hoy el país más rico del mundo, no hay ninguna razón para
justificar crímenes de estado. Pero hay quienes sí lo hacen. Apartando toda
ética, reducen la historia a una relación costos-beneficios, aunque los
primeros se paguen en vidas humanas, cuerpos torturados, familias destruidas,
biografías rotas y violaciones sistemáticas a todos los derechos humanos.
De acuerdo a esa noción sacrificial entre medios y fines,
ellos podrían, efectivamente, justificar a los regímenes más monstruosos de la
historia moderna. Pues con el mismo criterio con que hoy justifican a Pinochet,
pudieron haberlo hecho con Hitler ayer. ¿No puso fin Hitler al desorden
generado por la República de Weimar? ¿No terminó con la inflación y el paro?
¿No construyó las mejores carreteras de Europa? ¿No tuvieron todos los alemanes
acceso a un Volkswagen? ¿No mejoró el sistema previsional? Y por último, ¿no
impidió el avance del comunismo desde dentro y desde fuera de Alemania? ¿Y el
Holocausto? Sí, un “pequeño error”. ¿Y no está iniciando Putin, en estos mismos
momentos, una reivindicación de la memoria de Stalin? ¿No convirtió Stalin un
país de siervos de la tierra en una potencia económica y militar de carácter
mundial? ¿Y los millones que murieron en el Gulag? Sí, quizás fue “algo” duro. ¿Y
Franco? ¿No dio estabilidad y disciplinó a un país salido de una guerra
fratricida? ¿No salvó a su país del comunismo? ¿Y Fidel Castro? ¿No liberó a
Cuba del imperialismo? ¿No eliminó el analfabetismo? ¿No tienen los cubanos
asistencia médica gratuita? Y así sucesivamente.
A esos, los defensores de tiranos, sean de derecha o de
izquierda -lo estamos hoy viendo con Putin- los vamos a seguir encontrando en todas partes, dispuestos a
inclinarse frente a los del pasado y frente a los que en el futuro vendrán. Sin
esa gente, ninguna dictadura habría sido posible.
¡Malditos sean todos!