Ha pasado mucho tiempo desde que leí Der Vorleser (El Lector,
1995) de Bernhard Schlink. Las imágenes del libro, sin embargo, no me han
abandonado. Fue sin duda el mayor éxito del autor, traducido a todos los
idiomas, llevado incluso al cine (2008).
Después escribió otras novelas. He leído dos o tres pero
ya no me acuerdo ni de sus títulos. Aunque sí, aseguro, ninguna me aburrió;
todas fueron bien escritas. Schlink -además de escritor, un reconocido
jurista- maneja muy bien la pluma. Ninguna de esas novelas quedó en mí.
Aunque todas me ayudaron a pasar bien uno que otro momento. Creo no haber sido
el único que ha atravesado por tal experiencia.
Recuerdo haber escuchado en un programa televisivo que Schlink amenazaba convertirse en otro autor
de “solo una gran novela” como lo fue Günter Grass con su Blechtrommel
(Tambor de Hojalata), Patrick Süskind, con su Das Parfum (El
Perfume) y más recientemente Uwe Tellkamp con su Der Sturm (La
Torre). El caso más patético ha sido sin duda el de Grass. El Tambor de
Hojalata es una de las grandes novelas del siglo XX. Pero las que la siguieron,
pueden ser olvidadas perfectamente.
Algunas me han parecido hasta inleíbles. Creo que tampoco estoy muy aislado en
esta última opinión.
No obstante Schlink resistió la prueba de fuego: en los
últimos años, llegado al otoño de su vida, logró encajar dos títulos
consecutivos en el primer lugar de los rankings: Die Frau auf der Treppe
(La Mujer en la Escalera) y Olga. Las críticas han sido elogiosas. Con toda seguridad serán
traducidas a diversos idiomas, aunque puede que no obtengan el impacto de El
Lector.
Decidí pues volver a Schlink y pregunté a quien entiende
de estas cosas con cual debería comenzar, si con la penúltima, La Mujer en
la Escalera, o con la última: Olga. Ella me dijo: Si quieres
entretenerte, comienza con la penúltima, pero si quieres amargarte la vida
con la historia alemana de pre-y post-guerra, comienza con la última. Dicho
y hecho, me fui de cabeza a la última.
Olga no es ni será la gran novela alemana del siglo
XXl. Pero logra lo que pocas -incluyendo algunas obras maestras- no logran:
hacer pensar. Pensar por ejemplo en la inevitable
relación que se da entre “ser y tiempo”, en como las vidas son configuradas por
los avatares del destino y, a la vez, en el porqué hay personas que, aún en las
peores condiciones, mantienen en alto la dignidad del ser sin rendir pleitesía
a nadie, sin cometer actos heroicos, sin ofrendas, simplemente siendo como son.
Simplemente como son.
En cierto modo Olga Rinke es la versión contraria de Hanna
Schmitz, la “heroína” de El Lector. La analfabeta Hanna fue una cruel
nazi durante su juventud. Capaz de cometer actos atroces con los prisioneros en
los campos de concentración llegó a ser después una trabajadora, erótica y
amante de la literatura auditiva que le proporcionaba “su” lector. Fue recién
redimida ante sí, después de aprender a leer en la cárcel. Olga Rinke, en
cambio, fue desde el comienzo una mujer íntegra, una a la que nada ni nadie
logró apartar de sus principios. Oriunda de la Silesia polaca, no aceptó siendo
niña cambiar su nombre eslavo, Olga, por el germano, Helga. Nunca fue querida
por su abuela, pero cuando murió, Olga lloró por primera vez, no por su
abuela, sino por las muchas pérdidas que había sufrido en su vida. Y antes
que ninguna otra, por la pérdida de su amor, por la de su único amor: el joven
Herbert.
Olga es una historia de amor contada por Schlink en tres
planos. El primero, la historia objetiva de la vida de Olga. El segundo,
contado por Ferdinand, vástago de una familia pudiente y culta donde Olga, ya
anciana, prestaba servicios como costurera. El tercero, contado por la misma
Olga a través de sus cartas de amor, algunas plenas de poesía y descubiertas
por Ferdinand quien encontró en Olga el apoyo que necesitaba para hacerse
adulto en el periodo de la post-guerra. En fin, Olga es la historia de
Alemania desde antes de la primera guerra mundial hasta después de la segunda,
pero narrada desde la perspectiva de una mujer simple, profesora de escuela,
inteligente y, antes que nada, muy sensible.
Olga sabía querer a la gente y por eso lograba ser
querida. El secreto de ese atributo lo descubrió Ferdinand. Olga continuaba
amando a Herbert después de que, antes de la primera guerra mundial,
desapareciera en una expedición al Ártico. Más aún, necesitaba amarlo. Y aquí
yace una idea que camina alrededor de todo el libro. El amor aparece cuando
lo necesitamos pues la otra alternativa es el vacío, como fue el vacío que
vivió la otra mujer de Schlink, Hanna, la de El Lector. Ese enigma,
el del amor sin objeto o el del amor que crea a su objeto, hace pensar a Olga
en torno del amor. Lentamente comienza a descubrir que la condición de su amor
a Herbert era la propia ausencia de Herbert y así y todo decide mantener la
presencia de esa ausencia en su alma. Pues, aún en vida Herbert, el amor que
sentía Olga por Herbert anunciaba su imposibilidad. No porque Herbert no amara
a Olga, todo lo contrario. Por Olga, Herbert rompió con su familia aceptando
incluso la pérdida de su herencia. Por Olga habría estado dispuesto incluso a
dar la vida. Pero lo que no podía hacer Herbert era poner su amor por sobre su
pasión irresistible: la de vivir en peligro en nombre de la patria. Frente a
esa pasión “sobre-nosótrica”, Olga era absolutamente impotente.
Su impulso desatado por desafiar el peligro lleva a
Herbert a emprender viajes en su tiempo casi imposibles. A las selvas de
Brasil, a las pampas de Argentina, a las guerras coloniales que libraba de modo
genocida Alemania en África, y por último, al Ártico, desde donde nunca más
volvió. Frente a esa pasión de Herbert, Olga -así lo escribe ella- se sentía
como una esposa de un marido que tiene una amante a la cual no puede renunciar.
Probablemente Herbert si hubiera continuado viviendo habría llegado a ser un
perfecto nazi. El legado lo recibió el hijo de Olga y Herbert, Eike, quien
sí llegó a ser un perfecto nazi. Razón por la cual Olga rompió relaciones con
su hijo, para siempre.
¿Qué es lo que lleva a los hombres de este país, a gente
con educación, sensibilidad, cultura como Eike, a abrazar ideas tan
destructivas? Pensando y leyendo, leyendo y pensando, Olga llegó a una
conclusión: “todo comenzó con Bismark”. Y yo pienso: Olga tenía en cierto
modo razón.
Durante Bismark, vale decir desde los años setenta del XlX
hasta fines de ese siglo, comenzó a articularse, sobre todo entre los
intelectuales de la emergente nación alemana, un pensamiento, mejor dicho un
sentimiento profundamente nacionalista. Un nacionalismo que como casi siempre
estaba dirigido en contra de otras naciones. En torno a ese nacionalismo fue
formado el militarismo alemán y sobre todo la idea de que Alemania debería
ocupar un inmenso lugar en el mundo.
Con Bismark, no con Hitler había nacido la ideología del
“espacio vital”. De ahí a la “Alemania para los alemanes” -lema que todavía
hoy, en pleno siglo XXl circula entre los grupos del populismo nacionalista- el
espíritu nacionalista tomaría forma en figuras y personas. Visto así, las locuras
destructivas cometidas por el gobierno de Alemania durante la guerra de 1914,
pero sobre todo las del régimen hitleriano que llevaría al Holocausto, tienen
origen -origen, no causa: origen es solo la posibilidad de una causa, eso no
llegó a entenderlo Olga- en el periodo formativo de la nación, bajo el puño
implacable de Otto von Bismark.
Con perspicacia observa Olga como después de la segunda
guerra esas nociones bismarquianas de grandiosidad continuaban flotando en el
aire. ¿Por qué llamar milagro alemán a un periodo que no fue más que una simple
reconstrucción económica? ¿Por qué los estudiantes sesentistas creían que su
misión era cambiar al mundo y no solo al sistema universitario que al fin fue
lo único que hicieron? A través de la historia de su país, Olga comienza a
entender a Herbert y a través de Herbert, a quien nunca dejó de escribir,
sabiendo que no existía, comenzó a entender la historia de su país. A su
modo. Naturalmente Bismark no era “el culpable” o por lo menos, no era el único
culpable.
El pasado de una nación reaparece muchas veces. Los
fantasmas del pasado logran, bajo determinadas circunstancias, sentar hegemonía
sobre el presente y el futuro, afirmo aquí, siguiendo un pensamiento del
filósofo Reiner Schürman cuya obra magna Die gebrochenen Hegemonien (Las
hegemonías rotas) estoy tratando de entender a través de la magnífica
traducción del francés al alemán realizada por Hans Scheule.
La historia de Olga termina como un clásico film
norteamericano. Pasado los noventa años de edad, Olga logra hacerse
poco a poco de materiales explosivos y con ellos dinamitó el monumento hecho
por la ciudad a Otto von Bismark. Como consecuencia de la explosión, Olga
resultó gravemente herida y muy pronto murió, asistida por su fiel -casi hijo-
Ferdinand.
Bernhard Schlink no la describió así, pero puedo
imaginar la cara sonriente y pícara de Olga al ver a Bismark volando por los
aires. De la misma manera como hace ya tiempo había logrado imaginar el
rostro desesperado de Hanna, la mujer de El Lector, compareciendo ante
los tribunales de justicia de su país.
Hanna y Olga. Quizás ambas representan los dos rostros
-pasados y presentes- de Alemania.