Tanto el atentado como el putsch serían condenados por la mayor parte del pueblo alemán, y sus instigadores vistos como traidores. La opinión se mantuvo a pesar de la dura represión desencadenada por el régimen. Más de cinco mil personas fueron detenidas. Unos serían humillados en el Tribunal Popular, para acabar colgados. Otros terminaron fusilados sin más preámbulo. Los más, desaparecieron en la vorágine que acompañó al fin del Tercer Reich.
El conde Claus Schenk von Stauffenberg era el tercer hijo
de una noble familia suaba profundamente católica. A los dieciséis años entró a
formar parte junto a su hermano Berthold, con quien estuvo siempre muy unido,
del círculo literario de Stefan George. Este afamado poeta, considerado una
especie de profeta, abogaba por una elite intelectual rectora de la sociedad
alemana. Su principal postulado era el sacrificio en aras de la nación. Dejó
una profunda huella en ambos adolescentes.
Llegada la edad de elegir su carrera profesional, Claus
dudó entre la arquitectura y la milicia. Se decantó por esta última, no tanto
por el amor a las armas como por el espíritu elitista que respiraba la
Reichswehr de 1926, un espíritu opuesto a la imagen de confusión que caracterizaba
a la política alemana de aquella época. Tampoco puede decirse que el ya
teniente de caballería mostrara rechazo alguno a la llegada de Hitler. Al
contrario. Ciertos postulados nazis, como “la comunidad nacional”
(Volksgemeinschaft), le resultaban atractivos. Además, venía a poner orden.
Iniciada la Segunda Guerra Mundial, participó en las
campañas de Polonia y Francia, por las que fue condecorado. Miembros de la
oposición se pusieron en contacto con él ya entonces, pero los rechazó. En
cambio, no sucedió lo mismo con su hermano Berthold, convertido en oficial de
la Marina de Guerra. Su influencia, así como las amargas experiencias que
acumuló en el frente soviético, harían cambiar de opinión a Claus. De todos
modos, aunque podía considerársele un iniciado, no era un miembro activo de la
oposición.
Como teniente coronel, Stauffenberg fue trasladado al
Afrika Korps de Rommel. Allí, a principios de 1943, su vehículo fue destruido
por un cazabombardero británico. Sufrió graves heridas, por las que perdió el
ojo izquierdo, parte del brazo derecho y dos dedos de la mano izquierda. Otros
en su lugar habrían pedido la baja, pero él prefirió continuar en activo. Dado
que no podía utilizar un arma, se vio relegado a funciones burocráticas. Fue
requerido por el general Friedrich Olbricht, en realidad un opositor, como jefe
de su Estado Mayor.
La trama se organiza
A estas alturas, Hitler se había convertido a ojos de
Stauffenberg en un peligro para el Reich. Había que eliminarlo y construir una
“democracia a la alemana”. Su diligencia y determinación actuarían como un
eficaz revulsivo en el seno de una oposición hasta entonces desmoralizada, que
había visto fracasar todos los intentos para acabar con el Führer y su régimen.
No se podía fallar más. El tiempo acuciaba, especialmente porque los
territorios en poder de Alemania disminuían cada vez más. Si las cosas seguían
así, pronto no quedaría nada para negociar con los aliados.
No se podía fallar
más. El tiempo acuciaba, especialmente porque los territorios en poder de
Alemania disminuían cada vez más. Si las cosas seguían así, pronto no quedaría
nada para negociar con los aliados.
Dispuestos a jugarse el todo por el todo, en el seno de la
conspiración se había establecido un acuerdo tácito. Los elementos civiles
formarían un gobierno con el que buscar una salida pactada al conflicto,
mientras que los militares se harían cargo del atentado y del posterior control
del Reich. Pero, ¿cómo conseguirlo? No era fácil, dado que muchos de los
implicados, oficiales de Estado Mayor, carecían de mando directo sobre las
tropas. Al final hallaron una solución. Se adaptaría el Plan Valquiria, un
supuesto operativo existente que preveía la movilización y el despliegue del
Ejército de Reserva para reprimir los posibles disturbios que podían generar
los millones de trabajadores forzados que había en Alemania. Solo que esas tropas
iban a ser utilizadas para neutralizar a las unidades adictas al régimen, en
especial las SS y la Gestapo. El nombramiento de Stauffenberg como jefe del
Estado Mayor del Ejército de Reserva, al mando del general Friedrich Fromm,
acabaría siendo el elemento decisivo. No solo porque facilitaría la puesta en
marcha del operativo, sino porque le permitiría asistir a alguna de las
reuniones que Hitler convocaba. Él mismo se encargaría de eliminarle.
Las líneas generales del complot se expusieron, con la
discreción requerida, a algunos altos mandos susceptibles de respaldarlo. Las
respuestas serían dispares. Así, mientras Erich von Manstein espetaría
indignado: “Los mariscales de campo prusianos no se amotinan”, Günther von
Kluge procuraría nadar y guardar la ropa. La implicación directa del también
mariscal Erwin Rommel nunca ha quedado aclarada. Con todo, la decisión se había
tomado y la conspiración seguía adelante. La frase del propio Stauffenberg
resulta significativa: “Puesto que los generales no han hecho nada hasta ahora,
tendrán que entrar en acción los coroneles”.
El 7 de junio de 1944 se encontraría por primera vez con
Hitler en su residencia alpina, tras ser convocado para una reunión de urgencia
a raíz del desembarco aliado en Normandía el día anterior. Durante la sesión,
el Führer, como solía hacer, se mostró de lo más afable con el mutilado. Ambos
se mirarían a los ojos. Pero el conde no se inmutó.
Nadie se atrevió a registrar al coronel Stauffenberg, dada
su condición de mutilado. Llevaba un paquete con dinamita, pero su limitada
capacidad de manipulación le impidió accionar el dispositivo de ignición.
La siguiente cita se demoraría un mes. Fue el 6 de julio,
en el mismo lugar. Nadie se atrevió a registrar al coronel Stauffenberg, dada
su condición de mutilado. Llevaba un paquete con dinamita, pero su limitada
capacidad de manipulación le impidió accionar el dispositivo de ignición.
Volvería a intentarlo cinco días más tarde. Esta vez, la ausencia de Himmler y
Göring, cuyas muertes consideraba imprescindibles para el éxito de la misión,
le hizo desistir. La tensión resultaba insoportable y ponía en peligro el
complot. Se acordó eliminar al Führer de una vez por todas, aunque no
estuvieran sus colaboradores.
El escenario había cambiado. Hitler se hallaba en la
Guarida del Lobo, su cuartel general cerca de Rastenburg, en la Prusia
oriental. El nuevo atentado tendría lugar el 15 de aquel mismo mes. Para ello
Stauffenberg llevaba dos cargas de explosivo plástico en la cartera. No está
claro por qué no estallaron. Lo más probable es que el conde solo pudiera
entrar al final de la reunión y que su permanencia fuera tan breve que le
impidiera accionar el detonador. La sangre fría de Olbricht lograría
transformar la ya comenzada movilización del Ejército de Reserva en un simple
ejercicio, evitando que el entramado fuera descubierto. El intento definitivo
se planeó para el 20.
El atentado
Stauffenberg debía trasladarse de nuevo a Rastenburg para
informar de la creación de nuevas divisiones. Todos contemplaron la oportunidad
como una de las últimas, porque se habían producido algunas detenciones que
podían poner en peligro la conspiración. Así pues, los principales conjurados
decidieron reunirse en el complejo de edificios militares de la berlinesa
Bendlerstrasse para, desde allí, dirigir el golpe de Estado.
A las 10.10 de la mañana, Stauffenberg y su asistente, el
teniente Werner von Haeften, aterrizaban en Rastenburg. La reunión con el
Führer estaba señalada para la una del mediodía, pero la inesperada visita de
Benito Mussolini la había adelantado en media hora. Antes se celebró una
reunión preparatoria, durante la cual Stauffenberg pidió permiso para dirigirse
a una pequeña habitación con la excusa de cambiar su empapada camisa. El
objetivo real era armar el mecanismo de las bombas. El mariscal Keitel,
impaciente, envió a un cabo para que se diera prisa, por lo que solo pudo
activar un artefacto. El otro se lo llevaría Haeften en su cartera. Un error,
puesto que, aun sin detonante, habría aumentado el efecto de la explosión. Pero
el coronel juzgó que con uno habría suficiente y siguió adelante.
El lugar de la reunión con Hitler había cambiado. El calor
resultaba sofocante, así que en vez de en un refugio subterráneo tendría lugar
en un barracón de madera. Al comenzar el encuentro, y alegando problemas de
audición, Stauffenberg se acercó al Führer y dejó la cartera explosiva a su
lado, a los pies de la mesa. Poco después, con el pretexto de que esperaba una
llamada, salió. Pero una vez fuera se dirigió al coche en que aguardaba su
ayudante. La espera sería corta. A las 12.42 tuvo lugar una gran explosión. El
automóvil arrancaba con sus ocupantes convencidos de que Hitler había muerto.
Gracias al aplomo del coronel, sortearon los puestos de control y se dirigieron
al aeropuerto. Antes de llegar, Haeften lanzó la bomba descartada entre los
árboles.
Poco después, con el pretexto de que esperaba una llamada,
salió. Pero una vez fuera se dirigió al coche en que aguardaba su ayudante. La
espera sería corta. A las 12.42 tuvo lugar una gran explosión. El automóvil
arrancaba con sus ocupantes convencidos de que Hitler había muerto.
Mientras tanto, siguiendo lo acordado, el general Fritz
Erich Fellgiebel bloqueaba en Rastenburg toda comunicación con el resto del
Reich para facilitar la acción de los conjurados. Antes de eso les anunció que
el atentado había tenido lugar. Sin embargo, lo confuso del mensaje, repleto de
medias palabras, hizo que los conspiradores decidieran esperar la confirmación
de la muerte del Führer. No llegaría hasta que Stauffenberg aterrizase en el
aeropuerto de Rangsdorf. Se estaba perdiendo un tiempo precioso.
La verdad era que el líder nacionalsocialista solo había
sufrido heridas superficiales. Pasados los primeros minutos, en los que se
pensó en una bomba de aviación, la falta del mutilado coronel lo convertiría en
sospechoso de atentado. Fellgiebel estaba nervioso, y para no delatarse se
vería obligado a restablecer las líneas telefónicas. El complot registraba un
segundo traspié.
El golpe de Estado
Mientras tanto, entre los golpistas cundía el desasosiego.
Por fin, tras aterrizar, Stauffenberg confirmó la muerte del Führer. El general
Olbricht presentó entonces a su superior, el general Friedrich Fromm, la orden
para movilizar al Ejército de Reserva. Sin embargo, éste dudaba, por lo que
llamó a Keitel para averiguar si Hitler vivía. En contra de lo que todos esperaban,
éste lo confirmó. Fromm optó por echarse atrás y negar su firma a Olbricht, que
lo hizo detener. Ante el indeciso proceder de sus superiores, un coronel ya
había activado por su cuenta el supuesto operativo, pero muchos vacilaron, al
no aparecer refrendado por Fromm. A convencerles se dedicó de lleno
Stauffenberg, que se pasó el día al teléfono aclarando los interrogantes de
unos oficiales inquietos por las extrañas órdenes que recibían. A pesar de
todo, los conspiradores encontrarían eco en Berlín, Praga, Viena y, sobre todo,
París.
Las emisoras de radio, que los conjurados no controlaban,
comenzaron a emitir un parte según el cual Hitler se hallaba sano y salvo, y
pronto se dirigiría al país. La suerte del complot estaba echada. La noticia de
que el Führer seguía vivo se extendería como una mancha de aceite, y las
fidelidades comenzaron a mudar.
Entre quienes dudaban se hallaba el mayor Otto Ernst Remer,
que tenía la misión de copar el barrio gubernamental con su batallón. En
especial porque a su lado tenía a un instructor político que insistía en que
algo raro estaba sucediendo. Le convenció de que fuese a ver a Joseph Goebbels,
el más alto cargo político presente en la capital. La entrevista duraría poco.
Mientras Goebbels juraba y perjuraba que el Führer seguía con vida, se las
apañó para telefonear a la Guarida del Lobo. Cuál sería la sorpresa de Remer
cuando oyó al otro lado de la línea la voz del mismísimo Hitler. Éste lo
ascendió a coronel y le ordenó aplastar la sublevación, a lo que el joven
militar se aplicó de inmediato. Logró que la mayor parte de los oficiales con
mando de tropa le obedecieran. Por si fuera poco, las emisoras de radio, que
los conjurados no controlaban, comenzaron a emitir un parte según el cual
Hitler se hallaba sano y salvo, y pronto se dirigiría al país. La suerte del
complot estaba echada. La noticia de que el Führer seguía vivo se extendería
como una mancha de aceite, y las fidelidades comenzaron a mudar. El mariscal
Erwin von Witzleben, por ejemplo, que debía encargarse del mando del Ejército,
se fue a su casa tras decir: “Este golpe de Estado es un asco”.
Sobre las 22.30, el general Fromm fue liberado por algunos
de sus hombres más cercanos. Le faltó tiempo para dar la orden de detener a los
conjurados, y se produjo un tiroteo en el que Stauffenberg resultó herido.
Muchos aprovecharon la confusión para huir. No lo hicieron los principales
líderes del golpe de Estado, que, arrastrados hasta el patio, fueron fusilados
de inmediato a la luz de los faros de un coche. Era un vano intento de Fromm
por borrar las huellas de su inicial connivencia con ellos. A la primera descarga,
Haeften se antepuso a su jefe, como si quisiera protegerlo, sin resultado.
Stauffenberg murió al grito de “¡Viva la Santa Alemania!”. Al general Beck se
le permitió el suicidio, pero tras dos intentos fallidos fue rematado.
Mientras tanto, Heinrich Himmler, recién nombrado jefe del
Ejército de Reserva, aterrizaba en Berlín. Su primera medida fue la detención
de Fromm. En las siguientes horas se apresó a casi todos los conjurados. El
golpe había fracasado en Berlín. Nadie sabía que en París, en cambio, la
decidida actuación del general Carl Heinrich von Stülpnagel estaba a punto de
coronarse con éxito. Solo las dudas de su superior, el mariscal Kluge, sin cuya
colaboración no podía seguir, se lo impidieron.
Tanto el atentado como el putsch serían condenados por la
mayor parte del pueblo alemán, y sus instigadores vistos como traidores. La
opinión se mantuvo a pesar de la dura represión desencadenada por el régimen.
Más de cinco mil personas fueron detenidas. Unos serían humillados en el
Tribunal Popular, para acabar colgados. Otros terminaron fusilados sin más
preámbulo. Los más, desaparecieron en la vorágine que acompañó al fin del
Tercer Reich.
Este artículo se
publicó en el número 489 de la revista Historia y Vida. Si tienes algo que
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FUENTE: https://www.lavanguardia.com/historiayvida/operacion-valquiria-atentado-contra-hitler_11163_102.html