Sergi Vich Sáez - EL ATENTADO A HITLER


Tanto el atentado como el putsch serían condenados por la mayor parte del pueblo alemán, y sus instigadores vistos como traidores. La opinión se mantuvo a pesar de la dura represión desencadenada por el régimen. Más de cinco mil personas fueron detenidas. Unos serían humillados en el Tribunal Popular, para acabar colgados. Otros terminaron fusilados sin más preámbulo. Los más, desaparecieron en la vorágine que acompañó al fin del Tercer Reich.

El conde Claus Schenk von Stauffenberg era el tercer hijo de una noble familia suaba profundamente católica. A los dieciséis años entró a formar parte junto a su hermano Berthold, con quien estuvo siempre muy unido, del círculo literario de Stefan George. Este afamado poeta, considerado una especie de profeta, abogaba por una elite intelectual rectora de la sociedad alemana. Su principal postulado era el sacrificio en aras de la nación. Dejó una profunda huella en ambos adolescentes.
Llegada la edad de elegir su carrera profesional, Claus dudó entre la arquitectura y la milicia. Se decantó por esta última, no tanto por el amor a las armas como por el espíritu elitista que respiraba la Reichswehr de 1926, un espíritu opuesto a la imagen de confusión que caracterizaba a la política alemana de aquella época. Tampoco puede decirse que el ya teniente de caballería mostrara rechazo alguno a la llegada de Hitler. Al contrario. Ciertos postulados nazis, como “la comunidad nacional” (Volksgemeinschaft), le resultaban atractivos. Además, venía a poner orden.
Iniciada la Segunda Guerra Mundial, participó en las campañas de Polonia y Francia, por las que fue condecorado. Miembros de la oposición se pusieron en contacto con él ya entonces, pero los rechazó. En cambio, no sucedió lo mismo con su hermano Berthold, convertido en oficial de la Marina de Guerra. Su influencia, así como las amargas experiencias que acumuló en el frente soviético, harían cambiar de opinión a Claus. De todos modos, aunque podía considerársele un iniciado, no era un miembro activo de la oposición.
Como teniente coronel, Stauffenberg fue trasladado al Afrika Korps de Rommel. Allí, a principios de 1943, su vehículo fue destruido por un cazabombardero británico. Sufrió graves heridas, por las que perdió el ojo izquierdo, parte del brazo derecho y dos dedos de la mano izquierda. Otros en su lugar habrían pedido la baja, pero él prefirió continuar en activo. Dado que no podía utilizar un arma, se vio relegado a funciones burocráticas. Fue requerido por el general Friedrich Olbricht, en realidad un opositor, como jefe de su Estado Mayor.
La trama se organiza
A estas alturas, Hitler se había convertido a ojos de Stauffenberg en un peligro para el Reich. Había que eliminarlo y construir una “democracia a la alemana”. Su diligencia y determinación actuarían como un eficaz revulsivo en el seno de una oposición hasta entonces desmoralizada, que había visto fracasar todos los intentos para acabar con el Führer y su régimen. No se podía fallar más. El tiempo acuciaba, especialmente porque los territorios en poder de Alemania disminuían cada vez más. Si las cosas seguían así, pronto no quedaría nada para negociar con los aliados.
 No se podía fallar más. El tiempo acuciaba, especialmente porque los territorios en poder de Alemania disminuían cada vez más. Si las cosas seguían así, pronto no quedaría nada para negociar con los aliados.
Dispuestos a jugarse el todo por el todo, en el seno de la conspiración se había establecido un acuerdo tácito. Los elementos civiles formarían un gobierno con el que buscar una salida pactada al conflicto, mientras que los militares se harían cargo del atentado y del posterior control del Reich. Pero, ¿cómo conseguirlo? No era fácil, dado que muchos de los implicados, oficiales de Estado Mayor, carecían de mando directo sobre las tropas. Al final hallaron una solución. Se adaptaría el Plan Valquiria, un supuesto operativo existente que preveía la movilización y el despliegue del Ejército de Reserva para reprimir los posibles disturbios que podían generar los millones de trabajadores forzados que había en Alemania. Solo que esas tropas iban a ser utilizadas para neutralizar a las unidades adictas al régimen, en especial las SS y la Gestapo. El nombramiento de Stauffenberg como jefe del Estado Mayor del Ejército de Reserva, al mando del general Friedrich Fromm, acabaría siendo el elemento decisivo. No solo porque facilitaría la puesta en marcha del operativo, sino porque le permitiría asistir a alguna de las reuniones que Hitler convocaba. Él mismo se encargaría de eliminarle.
Las líneas generales del complot se expusieron, con la discreción requerida, a algunos altos mandos susceptibles de respaldarlo. Las respuestas serían dispares. Así, mientras Erich von Manstein espetaría indignado: “Los mariscales de campo prusianos no se amotinan”, Günther von Kluge procuraría nadar y guardar la ropa. La implicación directa del también mariscal Erwin Rommel nunca ha quedado aclarada. Con todo, la decisión se había tomado y la conspiración seguía adelante. La frase del propio Stauffenberg resulta significativa: “Puesto que los generales no han hecho nada hasta ahora, tendrán que entrar en acción los coroneles”.
El 7 de junio de 1944 se encontraría por primera vez con Hitler en su residencia alpina, tras ser convocado para una reunión de urgencia a raíz del desembarco aliado en Normandía el día anterior. Durante la sesión, el Führer, como solía hacer, se mostró de lo más afable con el mutilado. Ambos se mirarían a los ojos. Pero el conde no se inmutó.
Nadie se atrevió a registrar al coronel Stauffenberg, dada su condición de mutilado. Llevaba un paquete con dinamita, pero su limitada capacidad de manipulación le impidió accionar el dispositivo de ignición.
La siguiente cita se demoraría un mes. Fue el 6 de julio, en el mismo lugar. Nadie se atrevió a registrar al coronel Stauffenberg, dada su condición de mutilado. Llevaba un paquete con dinamita, pero su limitada capacidad de manipulación le impidió accionar el dispositivo de ignición. Volvería a intentarlo cinco días más tarde. Esta vez, la ausencia de Himmler y Göring, cuyas muertes consideraba imprescindibles para el éxito de la misión, le hizo desistir. La tensión resultaba insoportable y ponía en peligro el complot. Se acordó eliminar al Führer de una vez por todas, aunque no estuvieran sus colaboradores.
El escenario había cambiado. Hitler se hallaba en la Guarida del Lobo, su cuartel general cerca de Rastenburg, en la Prusia oriental. El nuevo atentado tendría lugar el 15 de aquel mismo mes. Para ello Stauffenberg llevaba dos cargas de explosivo plástico en la cartera. No está claro por qué no estallaron. Lo más probable es que el conde solo pudiera entrar al final de la reunión y que su permanencia fuera tan breve que le impidiera accionar el detonador. La sangre fría de Olbricht lograría transformar la ya comenzada movilización del Ejército de Reserva en un simple ejercicio, evitando que el entramado fuera descubierto. El intento definitivo se planeó para el 20.
El atentado
Stauffenberg debía trasladarse de nuevo a Rastenburg para informar de la creación de nuevas divisiones. Todos contemplaron la oportunidad como una de las últimas, porque se habían producido algunas detenciones que podían poner en peligro la conspiración. Así pues, los principales conjurados decidieron reunirse en el complejo de edificios militares de la berlinesa Bendlerstrasse para, desde allí, dirigir el golpe de Estado.
A las 10.10 de la mañana, Stauffenberg y su asistente, el teniente Werner von Haeften, aterrizaban en Rastenburg. La reunión con el Führer estaba señalada para la una del mediodía, pero la inesperada visita de Benito Mussolini la había adelantado en media hora. Antes se celebró una reunión preparatoria, durante la cual Stauffenberg pidió permiso para dirigirse a una pequeña habitación con la excusa de cambiar su empapada camisa. El objetivo real era armar el mecanismo de las bombas. El mariscal Keitel, impaciente, envió a un cabo para que se diera prisa, por lo que solo pudo activar un artefacto. El otro se lo llevaría Haeften en su cartera. Un error, puesto que, aun sin detonante, habría aumentado el efecto de la explosión. Pero el coronel juzgó que con uno habría suficiente y siguió adelante.
El lugar de la reunión con Hitler había cambiado. El calor resultaba sofocante, así que en vez de en un refugio subterráneo tendría lugar en un barracón de madera. Al comenzar el encuentro, y alegando problemas de audición, Stauffenberg se acercó al Führer y dejó la cartera explosiva a su lado, a los pies de la mesa. Poco después, con el pretexto de que esperaba una llamada, salió. Pero una vez fuera se dirigió al coche en que aguardaba su ayudante. La espera sería corta. A las 12.42 tuvo lugar una gran explosión. El automóvil arrancaba con sus ocupantes convencidos de que Hitler había muerto. Gracias al aplomo del coronel, sortearon los puestos de control y se dirigieron al aeropuerto. Antes de llegar, Haeften lanzó la bomba descartada entre los árboles.
Poco después, con el pretexto de que esperaba una llamada, salió. Pero una vez fuera se dirigió al coche en que aguardaba su ayudante. La espera sería corta. A las 12.42 tuvo lugar una gran explosión. El automóvil arrancaba con sus ocupantes convencidos de que Hitler había muerto.
Mientras tanto, siguiendo lo acordado, el general Fritz Erich Fellgiebel bloqueaba en Rastenburg toda comunicación con el resto del Reich para facilitar la acción de los conjurados. Antes de eso les anunció que el atentado había tenido lugar. Sin embargo, lo confuso del mensaje, repleto de medias palabras, hizo que los conspiradores decidieran esperar la confirmación de la muerte del Führer. No llegaría hasta que Stauffenberg aterrizase en el aeropuerto de Rangsdorf. Se estaba perdiendo un tiempo precioso.
La verdad era que el líder nacionalsocialista solo había sufrido heridas superficiales. Pasados los primeros minutos, en los que se pensó en una bomba de aviación, la falta del mutilado coronel lo convertiría en sospechoso de atentado. Fellgiebel estaba nervioso, y para no delatarse se vería obligado a restablecer las líneas telefónicas. El complot registraba un segundo traspié.
El golpe de Estado
Mientras tanto, entre los golpistas cundía el desasosiego. Por fin, tras aterrizar, Stauffenberg confirmó la muerte del Führer. El general Olbricht presentó entonces a su superior, el general Friedrich Fromm, la orden para movilizar al Ejército de Reserva. Sin embargo, éste dudaba, por lo que llamó a Keitel para averiguar si Hitler vivía. En contra de lo que todos esperaban, éste lo confirmó. Fromm optó por echarse atrás y negar su firma a Olbricht, que lo hizo detener. Ante el indeciso proceder de sus superiores, un coronel ya había activado por su cuenta el supuesto operativo, pero muchos vacilaron, al no aparecer refrendado por Fromm. A convencerles se dedicó de lleno Stauffenberg, que se pasó el día al teléfono aclarando los interrogantes de unos oficiales inquietos por las extrañas órdenes que recibían. A pesar de todo, los conspiradores encontrarían eco en Berlín, Praga, Viena y, sobre todo, París.
Las emisoras de radio, que los conjurados no controlaban, comenzaron a emitir un parte según el cual Hitler se hallaba sano y salvo, y pronto se dirigiría al país. La suerte del complot estaba echada. La noticia de que el Führer seguía vivo se extendería como una mancha de aceite, y las fidelidades comenzaron a mudar.
Entre quienes dudaban se hallaba el mayor Otto Ernst Remer, que tenía la misión de copar el barrio gubernamental con su batallón. En especial porque a su lado tenía a un instructor político que insistía en que algo raro estaba sucediendo. Le convenció de que fuese a ver a Joseph Goebbels, el más alto cargo político presente en la capital. La entrevista duraría poco. Mientras Goebbels juraba y perjuraba que el Führer seguía con vida, se las apañó para telefonear a la Guarida del Lobo. Cuál sería la sorpresa de Remer cuando oyó al otro lado de la línea la voz del mismísimo Hitler. Éste lo ascendió a coronel y le ordenó aplastar la sublevación, a lo que el joven militar se aplicó de inmediato. Logró que la mayor parte de los oficiales con mando de tropa le obedecieran. Por si fuera poco, las emisoras de radio, que los conjurados no controlaban, comenzaron a emitir un parte según el cual Hitler se hallaba sano y salvo, y pronto se dirigiría al país. La suerte del complot estaba echada. La noticia de que el Führer seguía vivo se extendería como una mancha de aceite, y las fidelidades comenzaron a mudar. El mariscal Erwin von Witzleben, por ejemplo, que debía encargarse del mando del Ejército, se fue a su casa tras decir: “Este golpe de Estado es un asco”.
Sobre las 22.30, el general Fromm fue liberado por algunos de sus hombres más cercanos. Le faltó tiempo para dar la orden de detener a los conjurados, y se produjo un tiroteo en el que Stauffenberg resultó herido. Muchos aprovecharon la confusión para huir. No lo hicieron los principales líderes del golpe de Estado, que, arrastrados hasta el patio, fueron fusilados de inmediato a la luz de los faros de un coche. Era un vano intento de Fromm por borrar las huellas de su inicial connivencia con ellos. A la primera descarga, Haeften se antepuso a su jefe, como si quisiera protegerlo, sin resultado. Stauffenberg murió al grito de “¡Viva la Santa Alemania!”. Al general Beck se le permitió el suicidio, pero tras dos intentos fallidos fue rematado.
Mientras tanto, Heinrich Himmler, recién nombrado jefe del Ejército de Reserva, aterrizaba en Berlín. Su primera medida fue la detención de Fromm. En las siguientes horas se apresó a casi todos los conjurados. El golpe había fracasado en Berlín. Nadie sabía que en París, en cambio, la decidida actuación del general Carl Heinrich von Stülpnagel estaba a punto de coronarse con éxito. Solo las dudas de su superior, el mariscal Kluge, sin cuya colaboración no podía seguir, se lo impidieron.
Tanto el atentado como el putsch serían condenados por la mayor parte del pueblo alemán, y sus instigadores vistos como traidores. La opinión se mantuvo a pesar de la dura represión desencadenada por el régimen. Más de cinco mil personas fueron detenidas. Unos serían humillados en el Tribunal Popular, para acabar colgados. Otros terminaron fusilados sin más preámbulo. Los más, desaparecieron en la vorágine que acompañó al fin del Tercer Reich.

Este artículo se publicó en el número 489 de la revista Historia y Vida. Si tienes algo que aportar escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.
FUENTE:   https://www.lavanguardia.com/historiayvida/operacion-valquiria-atentado-contra-hitler_11163_102.html