Dos cosas no serán hechas en este artículo: discutir
sobre la legitimidad del acto magnicida y entrar en definiciones que a nada
conducen. Explico a continuación ambas deliberadas omisiones.
Discutir sobre la legitimidad de un hecho es un tema
moral y no político. Pues algo puede ser legítimo moralmente e inaceptable
políticamente. También puede ocurrir a la inversa. Con ello no se afirma que la
política no tiene nada que ver con la moral, pero siguiendo a Kant y Weber, no
puede ser sustituida por ella. Eso quiere decir: atentar en contra de la vida de un dictador puede ser legítimo, pero si
lleva a consecuencias que recaerán sobre personas y organizaciones no
involucradas en el hecho, no es político y por lo mismo puede llegar a ser
radicalmente inmoral.
Por supuesto, al autor de estas líneas no escapa que
sobre el tema de la legitimidad del magnicidio hay un argumento teológico
expuesto por Tomás de Aquino y mucho
después por el sacerdote jesuita Juan de
Mariana, ambos partidarios del derecho a rebelión.
Importa consignar que en lo que toca a Tomás, este se
pronunció en su texto Gobierno de los Príncipes a favor del tiranicidio
si un tirano gobierna a favor de su provecho personal y no del público. En ese
caso, según el docto santo, la rebelión es legítima. La muerte del tirano,
agrega Tomás, “debe ser decidida por un tribunal público”. En suma: lo que Tomás defiende no es el derecho al
atentado sino el derecho a la ejecución. Son dos cosas distintas.
La opinión de Juan de
Mariana es similar a la del santo de Aquino. En su libro De rege et regis
institutione (1599) Mariana defiende al tiranicidio como un derecho natural
cuando el tirano “sustrae la propiedad de los particulares y los saquea”. Y al
igual que Tomás, como parte del derecho (natural) a la rebelión.
Cabe señalar que las opiniones de ambos teólogos no están
basadas en la palabra de Cristo sino en interpretaciones del derecho natural.
Sus juicios, por lo tanto, no deben ser vistos como derivados de la lección
neo-testamentaria. Jesús jamás llamó a
matar a nadie - razones no le habrían faltado- ni siquiera a los más
terribles tiranos. La lógica de Tomás y la politicidad de Mariana no pueden, y para un
cristiano no deben, ser consideradas como un legado, en el estricto sentido del
término. Y hasta aquí con el tema de la legitimidad.
En lo referente al tema de las definiciones, importa anotar que un magnicidio se define
en términos generales por un acto que consuma la muerte de un alto representante
del poder, independientemente a que el muerto sea una personalidad magna o
no. En el mismo sentido ya hemos visto que el magnicidio puede ser cometido a
través de dos vías. Por ejecución o por atentado. El
magnicidio por ejecución es generalmente resultado de un acto revolucionario o
post- revolucionario.
En la historia moderna
encontramos diversos magnicidios por ejecución. El “clásico” fue el de Luis XVl
después de ser capturado en Verennes. Su ejecución (21.02.1793) fue el resultado de
una discusión entre girondinos y jacobinos. Los primeros levantaron la tesis de
la continuidad histórica de la nación. Los segundos, la de la ruptura. Al fin
los jacobinos lograron imponerse. La
idea de cortar la cabeza al rey tenía evidentemente un carácter simbólico.
Desde ese momento el reino de Francia sería acéfalo. Robespierre, quien durante
su mandato batió todos los records de descabezamientos, lo entendió claramente.
Su cáustico veredicto fue: “Para que Francia viva, Luis XVl debe morir”. El ejemplo
de Robespierre hizo escuela. Luis XVl
sería solo el primero en morir de modo post-revolucionario de acuerdo a
dictámenes emitidos por tribunales ad hoc.
Una de las más crueles
ejecuciones fue la realizada a Benito Mussolini después de haber sido hecho
prisionero cuando intentaba escapar junto a su esposa (25.04.1945). El recién
formado Comité Nacional de Italia dictó sentencia de muerte en juicio sumario.
Después los ejecutores colgaron a Mussolini con la cabeza hacia abajo. El
Comité, no contento, filmó al cadáver. Hay testimonios, Göring entre otros, que
afirman que cuando Hitler vio ese filme, decidió auto- ejecutarse. No fue el
primer auto-magnicidio de la modernidad.
Nosotros, los chilenos, siempre precursores de cosas
raras, tenemos otro, el del Presidente José Manuel Balmaceda quien decidió poner fin a su vida después de haber
visto fracasada la revolución liberal de 1891. El presidente Salvador Allende a quien gustaba mucho
compararse con Balmaceda y se consideraba su continuador histórico, corrió el
mismo trágico destino. Hay por cierto otros casos de atutomagnicidios latinoamericanos. Uno
muy conocido fue el del presidente brasileño Getulio Vargas (24.08.1954) quien acosado por una oposición
implacable prefirió irse a descansar al otro mundo disparándose un balazo.
Justo en medio de su populista corazón.
Muy similar al de Mussolini
fue el magnicidio al dictador Eugene Ceaucescu, condenado por el Frente de
Salvación Nacional a morir fusilado junto con su esposa (27.12.1989) En el
mismo estilo, aunque radicalizado en las formas, fue el cometido a Muamar Gaddafi después de que fuera
juzgado en un par de minutos por el Consejo Nacional de Transición formado por milicianos de las tribus rebeldes
de Libia (25.10.2011). Los detalles de la ejecución son
tan horrorosos que nos ahorraremos las descripciones.
En suma, los magnicidios
por ejecución han sido el resultado de revoluciones, revueltas o rebeliones
populares. Todos fueron realizados siguiendo dictámenes emitidos por tribunales. En
cierto sentido pueden ser considerados
magnicidios legales. El objetivo de todos ellos ha sido marcar un punto de
inflexión entre el régimen que terminó y el régimen que viene.
Distinto e incluso
inverso es el caso de los magnicidios-atentados. Estos no son el producto de
revoluciones sociales o políticas. Al contrario, pretenden fungir como detonantes
de cambios históricos. No obstante, a diferencia de los magnicidios por
ejecución, todos exitosos, los magnicidios-atentados, cuando no han fracasado,
la mayoría de ellos ha terminado por generar, en los países donde han tenido
lugar, condiciones aún más represivas que las que imperaban antes del atentado.
Mediante el magnicidio-atentado, sus realizadores, al eliminar a un dignatario,
buscan crear condiciones favorables para su causa. De ahí que a diferencias de los
magnicidios por ejecución, todos muy similares, los atentados son muy variados
entre sí. Los hay desde los que solo buscan eliminar a un personaje incómodo
contratando a asesinos profesionales, los que persiguen objetivos ideológicos, religiosos e incluso, los realizados por transtornados mentales, al estilo del
que no alcanzó a llevarse a cabo en la ya mítica película dirigida por Martin
Scorcesse, Taxi Driver (1976).
El magnicidio político
más mediático de todos los tiempos fue sin duda el cometido a J. F. Kennedy (22.11.1963) Oscuros
intereses de mafias norteamericanas llevaron a culpar al muy desequilibrado Lee
Harvey Oswald con el objetivo de ocultar las verdaderas razones del crimen.
Hasta ahora lo han conseguido. Pero todo el mundo sabe que Oswald no fue el
asesino; ni siquiera el ejecutor.
De similar formato fue el magnicidio en contra del
presidente sueco Olaf Palme (28.02.1986). El killer,
evidentemente un profesional, no dejó huella detrás de sí. Aunque sí, sospechas.
Entre otros en el excelente escritor fallecido Henning Mankell quien en dos o
tres novelas induce al legendario inspector Wallander a insinuar la tesis de
que el asesinato a Palme fue concebido
por agencias secretas de la URSS con las cuales el propio Palme habría estado
en contacto. Yo creo a Mankell -intuición personal- más que a cualquier
político.
Que los servicios secretos de la ex URSS actuaban sin
ningún escrúpulo lo prueba el intento de
asesinato al Papa Juan Pablo ll (13.05. 1981) muy comprometido con las
luchas de los disidentes que actuaban -no solo en Polonia- en contra del
imperio soviético. Las razones que llevaron a la KGB a contratar al asesino búlgaro-musulmán,
Ali Agca, quien disparó cuatro tiros sobre el Papa, ya han sido enunciadas por
diversos periodistas.
Como es posible entrever, no todos los magnicidios han sido tiranicidios. Razón por la cual
hay que diferenciar entre el magnicidio propiamente tal del
magnicidio-tiranicidio. Entre los últimos el más espectacular fue el plan
frustrado del alto oficial alemán Claus
von Stauffenberg por poner fin a la vida de Hitler (abril 1944). El tardío
plan fracasó por leves detalles ténicos. Este fue solo uno de los muchos, pero
el más perfecto proyecto para eliminar a Hitler. Los objetivos eran reivindicar
el honor del ejército mediante un golpe militar, poner fin a la guerra y
negociar una rendición con los aliados. Acerca de lo que habría sucedido si el
plan hubiese sido exitoso, solo hay hipótesis y especulaciones. Lo cierto es
que el fracaso de von Stauffenberg posibilitó a Hitler llevar a cabo una
“depuración” radical al interior del
ejército.
Entre los asesinatos cometidos con objetivos claramente
políticos, a saber, los que buscan condiciones para un cambio de régimen,
habría que mencionar el perpetrado en contra del dictador egipcio Muhamad Anwar Asad (6.10.1981). Como
suele ocurrir en estos casos, hubo cambio de gobierno pero no de régimen. El
sucesor de Asad, Husni Mubarak,
continuó la línea política de Asad, la misma que actualmente continúa el
general-dictador Fattah as-Sisi.
En América Latina el caso más conocido fue el atentado a
Trujillo considerado como una muestra de que, bajo determinadas condiciones, un
magnicidio puede llevar efectivamente a un cambio de régimen. La tesis hay que
tomarla con pinzas. Por una parte, J. F. Kennedy y la CIA habían tomado la
decisión de colaborar con la oposición dominicana y desembarazarse del
dictador. Tanto en las universidades como en las empresas y plantaciones, pero
sobre todo en el ejército, asomaban signos de rebelión. Kennedy mismo exigía
públicamente la renuncia del dictador. Es decir, nada indicaba que solo por la
vía del atentado era posible terminar con el trujillismo. Por otra parte, la muerte de Trujillo (30.04.1961) no produjo ninguna
rebelión social como esperaban sus autores. Todo lo contrario, bajo la
dirección del hijo del dictador, Ramfis, tuvieron lugar espantosas masacres. La
rebelión vino después, y no fue social sino militar, con la llamada “rebelión
de los pilotos” (19.11.1961) que sí puso punto final al trujillismo sin
Trujillo.
Probablemente inspirados en el mito del atentado a Trujillo, un grupo de jóvenes
comunistas chilenos intentó tiempo después matar al general Augusto Pinochet.
Casi lo logran. Pero la represión que se
desató en Chile al igual que la que ocurrió en Alemania después del fallido putsch
de los oficiales de 1944, fue cruel y cruenta. Aún hoy los magnicidas no se
atreven a narrar lo que sucedió a sus familiares en las cámaras de tortura del
régimen.
Ha habido, además de los específicamente políticos, atentados ideológicos- religiosos. El
que logró un hinduísta en contra de Mahatma Gandhi (30.01.1948) produjo luto
mundial. El asesinato a Isaac Rabin (22.04.1977), cometido por el
fundamentalista hebreo Yigar Amil, es otro ejemplo. Dichos asesinatos lindan
con la locura. Pero hay otros que son locuras puras. Quien lea los planes de
los nihilistas rusos en “Los Endemoniados” de Fedor Dostoievski, podrá acceder
al tipo de mentalidad que poseían quienes no se cansaban de atentar en contra
de los zares (entre ellos, el hermano mayor de Lenin). Sin embargo, la locura
magnicida más grande de la historia fue la llevada a cabo el 28 de junio de
1914 por Gabvrilo Princip en la persona
del archiduque austro-húngaro, Francisco Fernando. Según opinión de muchos
historiadores, el atentado de Sarajevo
desató nada menos que la Primera Guerra Mundial, con sus millones y millones de
muertos.
¿A cuál categoría pertenece el intento de (auto)
magnicidio a Nicolás Maduro? (05.08.18) Difícil responder a esa pregunta. Sea
la que sea, Maduro tiene el dudoso
privilegio de haber sido objeto del primer (auto) atentado digital de la
historia.
Post- Scriptum
Evidentemente este articulo ha sido escrito bajo el
influjo del (auto) atentado a Maduro. Razón que obligará a escribir un par de
líneas adicionales. Pues el hecho de que aún no se sepa si fue autoatentado o
atentado, lleva a una conclusión: hubiera sido lo uno o lo otro, el efecto ha
sido el mismo. El dictador ha recibido
un regalo drónico.
Pero si hubiera sido de
verdad un atentado, sus creadores habrían cometido un acto criminal: no en
contra de Maduro -el solo es la cabeza visible del régimen- pero sí en contra
de la política y los políticos democráticos del país.
No fue casualidad que
Maduro -siguiendo al pie de la letra el ejemplo de Hitler después del incendio
del Reichstag- hubiera decidido iniciar
la represión en contra de los parlamentarios de los partidos de centro justo en los momentos en
los cuales estos intentaban recuperar la ruta de la unidad electoral,
abandonada por la nefasta abstención del 20-M. De paso, Maduro intentará
sustituir la confrontación política por la persecución policial y por cierto,
utilizará el supuesto atentado para continuar las purgas al interior de los
estamentos militares. Nadie como Maduro necesita tanto de los drones.
La oposición en cambio no
necesita drones. Solo necesita votos. El problema es que Maduro parece saberlo mejor
que la oposición.