Fernando Mires - LA GLORIA ERES TÚ





La Gloria eres tú
Intérprete: Olga Guillot, Autor: José Antonio Méndez

Eres mi bien/ lo que me tiene extasiado/ por qué negar/ que estoy de ti enamorado/ de tu dulce alma/ que es toda sentimiento/ De esos ojazos negros/ de un raro fulgor/ que me domina/ e incita al amor/ eres un encanto/ eres mi ilusión/ Dios dice que la gloria está en el cielo/ que es de los mortales/ el consuelo al morir/ Bendito Dios porque al tenerte yo en vida/ no necesito ir al cielo/ si alma mía/ la gloria eres tú.

Nadie podría pensar que este bolero, en un comienzo tan sencillo, iba a escalar en su entusiasmo hasta convertirse en una tesis teológica que contiene en sí misma un desafío intelectual de enorme magnitud.
La catársica elevación espiritual de Olga inducirá a discutir sus palabras no sólo en un sentido filosófico, también en uno teológico, lo que en principio no debería representar ningún problema pues la teología, tanto en su génesis, tanto en sus rasgos constitutivos, es hija natural de la filosofía. Y lo es hasta el punto de que muchas veces he arriesgado sostener que la filosofía es teología sin Dios, del mismo modo como la teología es la filosofía que busca a Dios. Doy por supuesto que esta afirmación no encontrará demasiados seguidores. No obstante, si alguien conoce los textos de Blaise Pascal, de Soren Kierkegard, de Teilhard de Chardin -desde una perspectiva cristiana- y los de Martin Buber, Frank Rosenzweig y Manuel Lévinas -desde una perspectiva judía- la afirmación no parecerá tan aventurada. Imagino que Olga Guillot no conoció esos textos, pero los salmistas bíblicos tampoco los conocieron y cantaron con el mismo entusiasmo que Olga -esa salmista del bolero caribeño- himnos al amor, ya sea al amor de los mortales, ya sea al amor eterno y en muchos casos, como ocurrió con Olga, confundieron al uno con el otro.
Puedo imaginar que para más de algún teólogo tradicionalista estas palabras han de sonar como horroroso sacrilegio. ¿Cómo se atreve esa mujer de bares y teatros afirmar que el cielo está en la tierra? ¿Cómo un vulgar amor terreno y mundano puede reemplazar al amor divino, dirigido a Dios?
Desde una perspectiva teológica agustina sería posible impugnar a la famosa cantante afirmando que el sentido del amor debe ser dirigido al creador y no a lo creado. Pero fue el mismo Agustín quien en su propia vida debió admitir que, amando lo creado, podemos amar al creador pues Dios no se presenta en nuestra vida como “es” sino en sus propias creaciones, entre ellas, nosotros. Ese es el sentido de los dos primeros mandamientos que sintetizan la razón y el sentido de los ocho mandamientos restantes. “Amar a Dios sobre todas las cosas” y “amar al prójimo como a uno mismo” son dos mandamientos que no se contraponen. Más todavía: el uno puede llegar a ser condición del otro. Fue el sensible filósofo judío Martín Buber quien formuló ese pensamiento en su máxima radicalidad, afirmando: “Quien busca el amor en el ser humano, sin amar a Dios, no agota su amor. Quien ama a Dios, sin amar al ser humano, cae en la locura”.
Probablemente desde un punto de vista teológico puede criticarse que Olga Guillot imagine que la gloria ha de encontrarse en el amor humano. Desde cualquier perspectiva teológica es inadmisible que la fuerza infinita del amor se detenga en un simple mortal. Ningún mortal, al serlo, es digno de la infinitud del amor. Eso sería simple y vulgar idolatría, a la que son tan propensos los boleros. Pero por otra parte Olga Gillot no habla de un amor proyectado hacia el futuro sino de uno que se da en el “ahora” y en “el aquí”, que para ella son momentos cruciales de revelación. Nos encontramos, sin duda, con un bolero de profundo contenido existencial.
La teología judeocristiana se opone, y con mucha razón, al proyecto utópico relativo a fundar el cielo sobre la tierra, proyecto propio a las llamadas utopías sociales. Las utopías, al postergar la realización de la plenitud de la vida, no son teológicas (no puede haber una utopía teológica) sino metafísicas, lo que es muy distinto. Pero, independientemente a una aparente audacia, yo sostengo que la letra del bolero que nos canta Olga no es anti-teológica ya que ninguna teología niega el sentido de nuestra residencia en la tierra. Pero sí es profundamente anti-metafísica. Y cuidado, la diferencia es importante.
Por cierto, Olga no está libre de errores interpretativos, los que no son sólo propios: provienen de aquel cristianismo platónico que supone que la residencia en la tierra es la antítesis de la residencia en el cielo, o lo que es parecido: que el más allá y el más acá son puntos que se encuentran en una relación polarizada. Ese cristianismo metafísico establece una separación insalvable entre el más allá y el más acá: la vida pre-mortal a un lado, la post-mortal, al otro. De acuerdo a esa visión, la vida en la tierra sería sólo un medio para alcanzar la divinidad, dándose así una relación instrumental entre la vida y la muerte de acuerdo a la cual, sólo después de la muerte y a través de la muerte alcanzaremos la revelación del cielo. Nada más falso. Ni en la teología judía ni en las palabras del Cristo encontraremos una apología de la muerte. Aquellos que adjudican a la cristiandad un cierto culto a la muerte, confunden, sin saberlo, a Cristo con Sócrates.
Sócrates bebió lleno de dicha su copa de cicuta pues –de acuerdo a la interpretación un tanto sospechosa de Platón– imaginaba que en el “más allá” iba a encontrar la felicidad eterna que era imposible encontrar en este mundo. El judeocristianismo también piensa en un “más allá”, pero eso no lo lleva a denostar la vida antes de la muerte puesto que, aunque parezca paradoja, el cielo, es decir, la gloria, no sólo se encuentra situado en el “más allá” sino también “aquí y ahora”, o lo que es lo mismo, el “más allá” se encuentra presente en el “más acá”, a veces como visión; casi siempre como promesa, y no por último, como simple circunstancia. Eso significa que, de una u otra manera, nuestra transitoria vida participa en la fiesta de la eternidad. Y también se encuentra presente en el canto de los pájaros, en los lirios que crecen en las rocas y en tu rostro que se llena de amor cuando te pienso, porque en esos momentos, la gloria eres tú.
La luz de la eternidad aparece cada cierto tiempo y en ardoroso fulgor como un rayo de sol en los países invernales. La luz de la eternidad es aquella que viniendo de arriba, une el cielo con la tierra. El amor, cuando aparece, es como la luz dorada del cielo que al unir a un humano con otro, une la naturaleza de cada uno con el espíritu del ser que no es sólo nuestro y que, además, es infinito y eterno. El amor es la luz de la vida. Cuando amamos y somos correspondidos, el amor es la luz de la tierra. El amor es la gloria. Y cuando estoy contigo, la gloria eres tú.
La gloria es ese espacio luminoso que aparece entre el tú y el yo, en un solo ser, en ese dos en uno que es el Somos nuestro de cada día. El amor es la gloria porque anticipa con su llegada a la tierra un más allá que comienza a ser vivido en el más acá. Porque quien ama, quiere y desea que su amor -que es la luz y el fuego- no se apague, que no se vaya nunca, pero nunca más. Porque quien ama, ya ama la eternidad y quien ama la eternidad, aunque una vez vaya a morir, ya está en la gloria. Porque cuando amo, estoy en la gloria. Y la gloria eres tú.
Olga afirma que el amor no está en el cielo cuando ella ama sino en la tierra y que por lo tanto no necesita ir al cielo para ser feliz. Lo que quizás quiere decirnos, es que el cielo está en la tierra cuando ama, porque estar en el cielo es estar en la gloria y la gloria es posible encontrarla aquí, en el cielo como en la tierra, cuando el cielo está en el corazón de cada uno. Lo que intuye Olga es que el cielo no es un lugar sino una forma de ser del Ser y ese ser eres tú cuando te amo, porque cuando te amo, la gloria eres tú.
El cielo no es ese hotel de cinco estrellas que nos espera después de haber llevado una vida justa. Tampoco es el lugar donde vagan sin ton ni son las almas redimidas. Tampoco es el anfiteatro donde cantan ángeles celestiales. Ni el Tribunal Supremo de la Justicia Universal. Tampoco es la morada de los santos. No está arriba ni abajo. No está antes ni después.
Estando aquí, estamos a veces en el cielo, otras en el infierno. Porque la finitud, que es nuestra dimensión, pertenece al espacio infinito. Y esa infinitud se anuncia, no en el calendario sino en el fondo de los corazones, cuando somos iluminados por el amor, la luz de la verdad y de la belleza total, la luz de la gloria, cuando la gloria está conmigo, pues la gloria eres tú.
El cielo –y el infierno-  comienzan no más allá de la tierra sino en nuestra propia vida, en una existencia que logra a través de la fe vivir en y con el espíritu que ya es el cielo en nuestra vida, o en una existencia separada de toda relación con lo infinito, y éste ya es el comienzo del infierno antes de que se anuncie en la disgregación de la materia de nuestros cuerpos. O como escribió Ratzinger: “La elevación hacia el cielo de Cristo, es decir, su entrada en el Dios trinitario a través de la resurrección, no significa un irse de este mundo, sino un nuevo modo de estar presente en él".
Hay vivos que ya están muertos. Hay muertos que ya están vivos. Quienes viven en y con el espíritu, portan consigo el signo de la resurrección, y si aceptamos que el tiempo de la existencia no es el mismo que el tiempo del Ser, podríamos decir que hay quienes ya han resucitado antes de morir. Esos están ya en la gloria. Como Olga, quien bendice a Dios por haberle permitido amar y ser amada y alcanzar de ese modo la gloria, aunque sea por unos breves momentos: anuncios de la eternidad en medio de esos seres moribundos que somos todos. Esos breves momentos son la revelación de la gloria. Y la gloria eres tú.
La eternidad no se encuentra situada en un patio adyacente al de nuestro tiempo. La eternidad es aquel poder creador que comporta consigo todos los tiempos. Es el hoy de los tiempos todos. Por lo tanto, la eternidad que es la gloria, contiene la existencia finita en su interior. Más aún, sólo la eternidad puede dar tiempo (gloria) a la finitud. Y en medio de esa finitud, la gloria eres tú.

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