A
los 5 minutos Croacia quedó en la peor posición que necesita un equipo de
fútbol. Gol tempranero, impecable tiro libre realizado por el mejor lateral
derecho del mundial, Trippier. Peor, porque no solo se trata de ir en
desventaja, sino
de caminar entre dos rieles. Por uno tienes que cuidar de que no te hagan un
segundo gol y así te quiten toda esperanza de vida y por otro, hacer lo posible
para alcanzar el empate. Hay equipos que en esa situación se derrumban, aunque
en el papel se vean mejores que el adversario. No pasó con Croacia. Sus
jugadores supieron mantener el dilema entre defender para no perecer o atacar
para vencer. Hicieron las dos cosas y las hicieron bien, sin volverse locos,
sin violencias innecesarias. Para lograr ese balance, se requiere de cierta
estabilidad emocional, y es aquí donde entra a tallar la psicología del fútbol,
suponiendo, claro está, que exista una.
Croacia demostró ser un conjunto pensante. Supo atacar pero a la vez
cuidar la zaga. La presión de los ingleses, hasta el gol croata, era enorme. Al
temible Kane le anularon un gol a los 21, Lingard casi la metió a los 35, y a
los 57 el arquero Subasic le quitó a
Kane una pelota cuando ya la tenía en la cabeza. Y a los 64, los que quedaron mal parados gracias al gol cometido
por el imprevisible Pirisic, fueron los ingleses. Aún peor de lo que lo había
estado Croacia. Pues un empate, en esas condiciones, no era solo un empate. Los
croatas comenzaban a impedirles el deseo de ganar. Y a diferencias de los
croatas, los ingleses atacaron desordenadamente. Resultado: Croacia comenzó a
jugar buen fútbol, no con parsimonia, no haciendo tiempo, sino simplemente
futboleando, aprovechando los espacios que dejaba el enemigo. Hasta que llegó
la, para todos los
jugadores, indeseable prolongación.
La verdad es que ya ingleses y croatas no se podían las piernas, y se
les notaba. Los pases imprecisos abundaban y no se veía por donde podía venir
un gol. Pero, a diferencia de sus compañeros, Mandzukic andaba caliente con el
arco. Ya lo habíamos notado en el segundo tiempo. Buscaba y buscaba, tratando
de superar a esa muralla andante que es Walker. A los 105 estuvo incluso a dos
centímetros de obtener el gol. Tres minutos después, lo logró. Faltaba poco
tiempo y los ingleses, como era de esperar, se fueron con todo para adelante,
aunque con un desorden que no tiene nada de británico. Sacando fuerzas de
flaquezas, y gracias a oportunos cambios que realizó Dalic, Croacia dejó pasar
el tiempo. Y así fueron los hechos. Ganó el equipo que mejor supo controlarse a
sí mismo, el que mejor controló el tiempo y al que mejor controló al
adversario. Virtudes que, mirándolo bien, no son solo futbolísticas.
El gran plus de Croacia es psicológico más que futbolístico. De los
cuatro finalistas, quizás al igual que Bélgica, tiene poco que perder. A
diferencia de Francia e Inglaterra que se consideran con todos los derechos
para ser campeones mundiales, los croatas, aún con un cuarto lugar se darían
por contentos y en su casa habrían sido recibidos como héroes. Solo ese hecho
elimina una fuerte cuota de presión emocional. Eso les permite, a su vez, no
ser solo un equipo actuante sino, además, un equipo pensante.
¿Equipo pensante? ¿No se juega el fútbol con los pies? Exactamente. Pero
el pie no manda a la cabeza sino la cabeza al pie. Y como estamos hablando de
conjuntos, el pensamiento no solo puede ser individual sino interactivo y comunicacional.
O digámoslo así: mientras en el proceso de pensar de cada uno intervienen
múltiples voces, comenzando por las paternas y maternas de nuestra
pre-historia, en el proceso del pensamiento futbolístico se constituye antes y
durante el juego - dicho en el más estricto sentido del término- una instancia
de comunicación nosótrica. Muy dinámica por lo demás, y como toda comunicación
pensante, esta también se encuentra gramáticamente estructurada.
Desde lejos no se nota, pero es evidente que los futbolistas hablan
mucho entre sí durante el juego. Discuten, se recriminan o se animan, se dicen
bromas, es decir, gramaticalizan el deseo de ganar. En los conjuntos de baja
comunicación palábrica, en cambio, el deseo de ganar se antepone al pensamiento
y es por eso que, equipos formados por grandes individualidades, al no lograr
la comunicación pensante que requiere el juego, suelen sucumbir,
inesperadamente, frente a adversarios de poca monta. En fin, todos sabemos que
los deseos, cuando no son pensados, llevan a cometer las más terribles
brutalidades. En el fútbol se han visto muchas. En el conjunto croata, no.
La comunicación colectiva no transcurre de
modo anárquico en el fútbol. Para que sea verdadera comunicación son necesarias
algunas estructuras. O jerarquías. Los jugadores más fogueados, por ejemplo,
son escuchados con atención por los más jóvenes, aunque estos se sepan mejores
a los antiguos. De ahí que sea tan importante la función del capitán.
“El capitán es mi representante personal en el juego”, decía Beckenbauer
como entrenador. El capitán es, efectivamente, el punto de referencia del
conjunto. No necesariamente un líder o un caudillo, sino simplemente alguien
que representa al grupo frente al árbitro, frente al adversario y frente a sí
mismo. Por eso no es recomendable que el capitán sea un arquero. Tampoco que
sea un centrodelantero como Kane pues su función es merodear alrededor del arco
enemigo. El capitán debe estar metido en el centro del juego, en el centro
geométrico y en el centro simbólico. Como Luka Modric.
Modric sí es un gran capitán. No grita, no gesticula, se limita a
intercambiar palabras breves con sus compañeros. Por eso ellos lo protegen como
si fuera el rey de un partido de ajedrez. Modric ocupa el lugar de la
referencia y de la representación simbólica del equipo. Además, por lo que
vimos ayer, sus compañeros lo quieren. Hacia el fin de la prolongación, cuando
con sus patitas flacas Modric apenas podía correr, los demás lo alentaban, le
daban palmadas en las espaldas, como diciéndole que todavía lo necesitaban para
seguir razonando ese deseo de ganar que crecía y crecía al paso de los minutos.
Así ganó Croacia. Un triunfo alcanzado
gracias a la mente, el corazón y los pies.
En ese mismo orden.