02.07.2018
Andrés Manuel López
Obrador (AMLO) no es el Chavéz mexicano sino un líder de izquierda-centro, uno de los tantos que hubo antes y que habrá después de Chávez. Pues
imaginar una política sin izquierdas es tan absurdo como imaginar una sin
derechas. El peligo es otro. El peligro es que en México estamos asistiendo a
la implosión de todo un sistema político. Implosión que comenzó a tener lugar
antes de la victoria de AMLO.
Ordenando la relación de factores,
no fue la victoria de AMLO el hecho que
provocó la implosión del sistema político, sino esto último llevó al ascenso de
AMLO. Veamos los resultados. Ese 53% (record mexicano) obtenido sobre sus
seguidores más inmediatos, el candidato continuista José Antonio Meade y el
híbrido conservador Ricardo Amaya (candidato de derecha e izquierda a la vez)
fue una victoria frente al vacío. Vacío de programa, vacío de política, vacío
de todo. Frente a lo que esas candidaturas llegaron a representar, no solo
AMLO, cualquier candidato que hubiera levantado una alternativa en contra de la
corrupción, del gangsterismo estatal, de la delincuencia organizada por los
partidos, habría podido vencer. Más todavía si ese candidato ha dado pruebas de
seriedad (la alcaldía de de Ciudad de México fue administrada con relativa
eficiencia por AMLO) virtud muy escasa en la clase política mexicana.
No, no se trata de una
nueva derrota del PRI como cuando llegó a la presidencia Vicente Fox (2000). Se trata más bien de la relación de complicidad compartida
entre el PRI y los demás partidos del sistema. De un sistema caracterizado, en lo fundamental, por una
suerte de corporativismo político que durante largas décadas representó el PRI
y después fuera ampliado hacia otros
partidos como el PAN, y el propio PRD. Pues, hablando en términos
polítológicos, lo que primaba en
México era, en estricto sentido, una partidocracia. Ahora bien, en contra
de esa partidocracia, hundida en los más turbios escándalos que es posible
imaginar, levantó AMLO su candidatura. De ahí que, objetivamente, y haciendo
abstracción de la retórica revolucionaria del nuevo presidente, su futuro
gobierno aparece ante los ojos de muchos mexicanos como un factor de
normalización y estabilidad. Y AMLO como el hombre en condiciones de salvar la integridad de la política frente a
la corrupción institucional y a la anomia social.
No sin cierta razón
algunos publicistas han escrito que AMLO y su partido MORENA no solo encarnan
un momento fundacional sino uno re-fundacional, vale decir, el de la fundación
de un nuevo PRI. Pero las apariencias engañan. A pesar de todas las semejanzas que puedan existir entre
el viejo PRI y el nuevo MORENA, hay dos grandes diferencias. La primera es que
El PRI fundado por el militar Plutarco Elías Calle nació con el objetivo de
institucionalizar – o cerrar- la revolución nacida en el 1910. MORENA en
cambio, dicho con las propias palabras de AMLO, nació para comenzar una nueva revolución. Efectivamente,
AMLO habla del inicio de una cuarta revolución: la de la Independencia
(Hidalgo), la Gran Revolución (Madero) y la de la Reforma (Benito Juárez) son
las tres primeras. La cuarta sería la revolución social de AMLO. Las tres
primeras están unidas por dos características: en todas, las grandes masas
escaparon a la conducción de sus líderes y todas, fueran sangrientas. Esperemos
que la de AMLO, si de verdad hace una revolución, sea algo diferente. México es
el país latinoamericano que más muertos ha entregado a sus grandes causas.
La segunda diferencia es
que MORENA es el partido de AMLO, es decir, es propiedad de AMLO, fundado,
organizado y liderado por AMLO. El PRI en cambio era una asociación de
políticos y si alguna vez tuvo grandes líderes -Lázaro Cárdenas y Miguel Alemán
entre otros- estos fueron siempre fieles a la línea de su partido. En cambio
MORENA es solo fiel a la línea de AMLO. Sin AMLO no hay MORENA. MORENA es la
prolongación de AMLO. En otras palabras, estamos asistiendo a un nuevo
fenómeno: el fin del principio del corporativismo político y el comienzo del
principio del caudillismo nacional.
Porque, lo quiera o no, AMLO es un caudillo nacional. Más nacional aún si se tiene en cuenta que
México, como consecuencia de los insultos racistas de Trump y del oprobioso
muro, arrastra el dolor de una profunda herida narcisista.
Gracias o por culpa de
AMLO la política de México ha entrado en un proceso de sudamericanización. La “dictadura
perfecta” (Vargas Llosa), sin caudillo, ha cedido el paso al caudillaje del
líder. Desde ahora en adelante el gobierno de México será personal,
personalista y personalizado. Si logra éxitos, el honor será para AMLO. Si
fracasa, el fracaso será de AMLO.
El futuro dirá si AMLO
utiliza el personalismo caudillista para reformar las instituciones y ampliar la
sociedad civil o simplemente se convierte en un nuevo autócrata
latinoamericano. Para ambas vías hay condiciones. Pero algunos indicios hablan
a favor de la primera: México no es una
isla como Cuba y una dictadura vecina a los EE UU no parece ser una posibilidad
geopolíticamente realizable. El mismo AMLO, conocido por su pragmatismo, ha
optado, en lo económico, por seguir dentro del TLCAN. Además, el mismo sabe que si ganó ampliamente
en los comicios del 2018, no fue por ser el “candidato del sur pobre y
empobrecido” como lo fue en anteriores elecciones, sino por haber recibido el
apoyo del norte próspero, empresarial e industrial. Por cierto, AMLO siempre
será un presidente que aboga por la justicia social. Pero si entiende que no
hay mayor justicia social que el mantenimiento y ampliación de las libertades
políticas, podría tener ante sí un futuro auspicioso.
Desde una perspectiva
latinoamericana sería conveniente pensar las elecciones mexicanas en términos
paralelos a las colombianas, las dos últimas que han tenido lugar en la región.
Mientras en las colombianas la derecha-centro se impuso alrededor del candidato
tecnócrata Duque al candidato de izquierda centro, Petro, en México ocurrió
exactamente al revés: los dos candidatos tecnócratas de la centro –derecha fueron derrotados
ampliamente y sin apelaciones por el candidato de izquierda-centro. Dos
direcciones no solo diferentes. Además, definitivamente opuestas. Así, mientras
el centro fue ocupado en Colombia por la derecha, en México fue ocupado por la
izquierda. Sin embargo, ambas elecciones tienen un punto en común. En las dos,
más en México que en Colombia, quedó evidenciada la ausencia de un centro
democrático y liberal, autónomo e independiente, en condiciones de ejercer
hegemonía sobre ambos extremos.
Pero ¿no ha sido y es esa
ausencia el gran vacío histórico de la política latinoamericana?