He de decir que
me gustan las frases gloriosas
que sigo con
fervor las normas de las madres superioras
que jamás
tengo malos pensamientos, para que me crean?
¿He de decir
que los hombres viejos solo desean la paz de sus almas,
y que nadie ha
de preocuparse de la muerte
pues
resucitará en una rosa roja o en un pájaro nupcial, para que me crean?
¿Deberé declarar
que no mantengo secretos horribles?
¿que nunca
he anhelado que alguien muera de muerte mortal, para que me crean?
¿He de jurar
que no me gustan las rodillas de las ninfas?
¿Deberé
renunciar al rojo del vino?
¿al placer azul
de la concha marina y húmeda?
¿al recuerdo
del cuchillo ensangrentado?
¿a lo que yo soy o he llegado a ser, para que
me crean?
No amigos,
creanme, soy solo el silencio del santo difunto, la tierra pobre de luz, el pan
duro de cada día, la flor marchita en el vaso, y el mendigo de cada amanecer. Creanme
por favor. Eso soy. No es mucho. Pero por el momento, basta.