Publicado oriiginariamente el 26.06.2015
Hay intelectuales a los que gusta el fútbol, otros a los que no, y algunos a los cuales deja indiferentes. En ese sentido los intelectuales –hablo de los de profesión pues, como decía Gramsci, todo ser humano es por definición un intelectual- no se diferencian de los sastres, ni de los médicos, ni de los bomberos. Razón de más para no escribir sobre el tema si es que no fuera porque a tantos intelectuales les da por fundamentar sus preferencias, obligándonos a ocuparnos con sus palabras.
Entre los grandes admiradores del fútbol está Albert Camus. Su escrito “Lo que debo al fútbol” es citado cada cuatro años, cuando se avecina un mundial. Hay un párrafo ya famoso. Es donde Camus afirma: “Porque, después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”
Todo lo que sabía sobre moral y obligaciones, dijo Camus, se lo debía al fútbol. Con ello afirmaba que la moral la aprendió de los demás y, como todo niño, jugando con otros niños. La moral, luego, es para Camus una adquisición nosótrica. Cada equipo es un nosotros. Y bien, ese nosotros no surgió de sí. Ese nosotros apareció recién cuando aparecieron los otros, los del equipo contrario, los vos-otros. Sin los vosotros –es la deducción- no habría un nosotros.
Con los nuestros aprendimos la solidaridad, la amistad, incluso el amor. Pero solo gracias a los otros. Sin esos otros no habríamos podido jamás reconocer a los nuestros. La deuda del nosotros con el vosotros es, por consiguiente, existencial..
El reconocimiento del otro es la base sobre la cual se sustenta toda filosofía moral. Sin otredad no hay mismisidad (Levinas). Sin el reconocimiento del otro no puede haber moral (Hegel). Eso fue lo que aprendió Camus, pero no de la filosofía. Lo aprendió del fútbol. O mejor dicho: su filosofía la aprendió del fútbol. No es poco.
Completamente diferente a la de Camus fue la opinión de otro grande de la literatura. Su definición “el fútbol son 22 hombres de pantalón corto corriendo detrás de un balón” es, desde un punto de vista descriptivo, cierta. Pero J. L. Borges, a diferencias de Camus, no extraía de ahí ninguna lección moral. Todo lo contrario. El fútbol era para él una de las representaciones de la estupidez humana. Textual: “El fútbol es popular porque la estupidez es popular”.
Sin embargo, la relación de Borges con el fútbol no era obsesiva. Más allá de alguna frase provocadora no se conoce en él ningún estudio destinado a negar al popular deporte, como cuando, por ejemplo, negó al tango.
Borges fue un estudioso del tango. Pero la mayor parte de sus escritos sobre el tango son para exaltar sus orígenes y execrar su presente. Para Borges el tango terminó con la Cumparsita y Gardel. El verdadero tango era, para él, la milonga; aquella de corte y tajo, tango que putas y machos con cuchillo al cinto bailaban al compás de la música tamboreada de un lupanar.
¿Qué clase de argentino era Borges? ¿Un argentino sin tango y sin fútbol y, por si fuera poco, anti-peronista? No sé como se las arregló, pero su literatura es muy argentina. En verdad, de la misma manera como Antonio Machado se pronunció en contra de “la España de charanga y pandereta”, Borges estaba en contra de esa, para él, mediocre argentinidad populista, tanguera y futbolera.
¿Qué clase de argentino era Borges? ¿Un argentino sin tango y sin fútbol y, por si fuera poco, anti-peronista? No sé como se las arregló, pero su literatura es muy argentina. En verdad, de la misma manera como Antonio Machado se pronunció en contra de “la España de charanga y pandereta”, Borges estaba en contra de esa, para él, mediocre argentinidad populista, tanguera y futbolera.
Si Borges detestaba al fútbol, no era por el fútbol en sí, sino porque era un deporte de masas. Y Borges, de acuerdo con Ortega y Gasset, temía, y no con malas razones, a la “rebelión de las masas”. Como Ortega, Borges seguía una cierta línea nitzscheana, una caracterizada por la defensa rotunda del individuo frente a la masificación de la vida.
Sin embargo, en un punto fue Borges fiel a la argentinidad tradicional. Cuando leía o conversaba, tomaba mate. Lo uno por lo otro. Nobody ‘s perfect.
Extraña, muy extraña fue, en cambio, la relación del filósofo más importante del siglo XX con el fútbol.
De Martín Heidegger ha sido resaltada su relación con Hannah Arendt y la adhesión que, como la inmensa mayoría del pueblo alemán, profesó a Hitler. Y si su filosofía no hubiese sido seguida por tantos filósofos judíos, entre ellos Levinas, Derrida y Zarader, habría sido logrado el propósito de quienes –en su mayoría intelectuales de baja calidad- lo continuaron atacando después de su muerte. Y bien, a Heidegger no solo le gustaba el fútbol. Fue, además, otra de sus pasiones ocultas. Detalle que supimos gracias al estudio sobre Heidegger realizado por Rüdiger Safranski (Ein Meister aus Deutschland: Un maestro desde Alemania).
Su amor por el fútbol lo hizo público Heidegger después de haber cumplido ochenta años, cuando iba los fines de semana a la casa de su vecino para ver al Bayern Munich por la TV. Su ídolo era Franz Beckenbauer. “Es un genio”, repetía sin cesar ¿Por qué un genio?
En Heidegger la palabra genio hay que entenderla en sentido filosófico. Genio, según Sócrates (Heidegger fue siempre socrático) es quien ha sido tocado por la luz del espíritu. En palabras heideggerianas, es el ser (sein, con minúscula) que en su estar (Dasein) entra en contacto con el Ser total (Sein, con mayúscula). Y en cierto modo, Heidegger tenía razón: Viendo antiguos filmes deportivos, uno no se explica como Beckenbauer resolvía con elegancia jugadas en las cuales la mayoría de los futbolistas se hacen un nudo. De algún modo Heidegger nos quería decir que la genialidad no solo está en el pensamiento, también está en la vida diaria, en un poema de Hölderlin, o en un pase preciso de un futbolista llamado Beckenbauer.
El fútbol ha llegado a ser tema de intelectuales; y está bien que así sea. La intelectualidad no tiene porqué ser lúgubre; más bien debe ser un SÍ, dicho con amor y fervor a la vida.
Camus, Borges y Heidegger, habrían estado de acuerdo con mi última frase. De eso estoy seguro.