28.05.2018
Ya es como una mano la política colombiana. Su palma está surcada por tres líneas. Si llegan a cruzarse lo veremos en junio, cuando tenga lugar la segunda vuelta de la contienda presidencial y en donde se enfrentarán los candidatos de la polarización: a un lado Iván Duque (39,1%); al otro, Gustavo Petro (25,1%) Eso ya lo sabíamos pues, a diferencia de lo que ocurre en otros países, las encuestas colombianas no están enojadas con la realidad. Aún así, fallaron en algo importante: no contaron con el vigoroso aparecimiento de una tercera línea que, si bien no figurará en la final del campeonato, podrá determinar el resultado definitivo. Todo depende del lado hacia el cual se inclinarán mayoritariamente los electores de Sergio Fajardo (23,7%), el candidato de la des-polarización, y en menor medida, los de Vargas Lleras (7,3%). Difícil saberlo. Lo más probable es que una buena parte se abstendrá, otra apoyará a Duque, y otra, a Petro.
Si entre los dos
candidatos polares se reparten mitad y mitad los votos de Fajardo, podríamos
decir que Iván Duque será presidente de Colombia. Pero ya sabemos, la última
palabra en política solo puede ser pronunciada después y nunca antes de los
acontecimientos.
Iván Duque. ¿El
candidato del uribismo? Innegable. ¿El candidato de la derecha? Menos negable.
De Uribe recibe no solo su influjo, también su legado. Y no es de menospreciar.
Desde el punto de vista económico, Uribe fue el impulsor de un fuerte
crecimiento que hasta hoy marca al país. Desde el punto de vista político, fue
un indiscutible líder. Y desde el punto de vista militar, con la ayuda de su
ministro Santos, derrotó a las FARC. Santos como presidente solo tuvo que
negociar la rendición.
Por tradición,
ideología y forma de ser, Duque es un genuino representante de la derecha de su
país, unas de las pocas derechas del continente que merece el nombre de
derecha. Tradicional, conservadora, post-colonial, agraria y patriarcal, pero en condiciones
de incorporar al empresariado nacional en todas sus formas: Desde dinámicos
ejecutivos, pasando por banqueros y negociantes, hasta llegar a los sórdidos
umbrales del más turbio narcotráfico. Mas que Uribe, Duque sabe de números,
opera con cifras y asume sin esfuerzo una imagen tecnocrática que encandila a
algunos sectores de las clases medias. En breve: paz orden y progreso. O mejor:
seguridad, tranquilidad y plata. Por eso votaron los colombianos y por eso
venció Duque con una amplia ventaja sobre sus más cercanos perseguidores.
Gustavo Petro,
todo lo contrario. El ex alcalde de Bogotá proviene de la izquierda dura,
pseudomarxista, leninista y militarista, y cada vez que habla -pese a su ya
larga trayectoria política- no puede ocultarlo. Sin embargo, es designado como
populista. Y con razón. Si por populismo entendemos con Ernesto Laclau la
existencia de un movimiento social cuyas demandas son múltiples y
contradictorias entre sí, Petro es uno de los representantes del más clásico
populismo latinoamericano. Por lo mismo está condenado a ser un líder
autoritario, es decir, una persona que actúa y habla de modo autónomo con
respecto a un espectro social que no puede sino ser representado de modo
personalista y caudillesco.
Petro es el
candidato nacido de los deterioros generados por el excluyente desarrollo
económico de su país. Sectores
sub-urbanos, campesinos pobres, clase media en vías de ser desclasada,
trabajadores informales y todo eso unido a una izquierda festiva y académica
que incorpora temas ecológicos, feministas, indigenistas y un cuanto hay. ¿Cómo representar a ese universo fragmentado
si no de un modo autónomo y autoritario, tal como lo hizo Perón en Argentina y
Chávez en Venezuela?
Hannah Arendt
supo explicar por qué quienes intentan transformar a la sociedad de un modo
social y no político, tarde o temprano deberán convertirla en arcilla humana.
Obvió decir que quienes intentan transformarla económicamente, deberán recurrir
a un procedimiento parecido. Y ese es el panorama que estaría ofreciendo la
política colombiana si entre los dos candidatos de la polarización no hubiera
aparecido la figura anti-polar de Sergio Fajardo. Pues, si no fuera por
Fajardo, Colombia estaría viviendo en estos momentos el mismo proceso
destructivo que desgarra a la mayoría de las naciones latinoamericanas,
convertidas en campos de batalla de dos fundamentalismos: el de la economía
tecnocrática y el de la utopía social.
De acuerdo al
primero, en aras de la plena libertad económica, el Estado se transforma en un
Leviatán político y militar. De acuerdo al segundo, en aras de la igualdad
social, el Estado se transforma en un monstruo depredador que todo lo devora.
Fajardo en cambio levantó un programa simple basado en el equilibrio entre
desarrollo económico y ambiental y
justicia social. El acento de su política estuvo puesto en la expansión
del ideal de ciudadanía y no en paraísos de prosperidad económica o de igualdad
socialista. Esa es la razón por la cual la mayoría de los analistas se quiebran
los dientes cuando llega el momento de ubicarlo en la izquierda o en la
derecha. Ni lo uno ni lo otro.
Como el candidato
del centro centro -que eso fue-
Fajardo es uno de los políticos latinoamericanos más reacios a dejarse
encasillar en los esquemas ideológicos tradicionales. Sus electores no lo
consideran un mesías, pero sí un servidor público. Como lo fue desde su alcaldía
de Medellín donde su obra silenciosa fue premiada, el 2007, con el apoyo del
más del ochenta por ciento de los habitantes de la ayer conflictiva ciudad. Son
los motivos que explican por qué, ante la fuerza de las circunstancias, Fajardo
se encuentra hoy en una posición políticamente privilegiada. Tanto Duque como
Petro intentarán atraer al electorado de Fajardo, pero, al hacerlo, deberán
incorporar a sus promesas no pocas de las que fueron hechas por el candidato
del centro. De este modo, y sin que Fajardo lo hubiera imaginado, él ejercerá,
solo por el hecho de haber trazado una tercera línea en la mano de la política
colombiana, un cierto rol civilizatorio.
No es hora para
vaticinios. Pero mentiríamos si no dijéramos que Petro lleva las de perder.
Entre otras cosas tiene que luchar en contra de dos fantasmas. Uno que ya vive
en el pasado, pero que no deja de estar presente en Colombia: los vínculos que
Petro mantuvo con la siniestra guerrilla colombiana. El otro fantasma vive en
el presente y habita en la vecindad: el régimen de Nicolás Maduro.
Maduro ha llegado
a ser el espantapájaros de todos los candidatos de izquierda del continente así
como la dictadura de Pinochet lo fue ayer para los de derecha. Basta que
aparezca uno de izquierda, para que sus contrarios lo comparen de inmediato con
el dictador venezolano. Cierto es que Petro intenta distanciarse de la sombra
negra de Maduro, pero eso mismo lo hace perder un tiempo precioso para otorgar
un perfil positivo a su política.
Quien sabe si el
error catastrófico -y cada día menos explicable- cometido por la mayoría de la
oposición venezolana, el de ceder la presidencia a Maduro sin intentar siquiera
cruzarse en su camino, sea una prueba de que efectivamente Dios escribe con
letras torcidas. Pues mientras Maduro esté en el poder, seguirá siendo –
acompañado ahora por la figura sangrienta del dictador de Nicaragua- la más
eficaz propaganda en contra de la izquierda latinoamericana. Lamentable, para
esa izquierda. Pero así es.