29.03.2018
Pocas veces, quizás desde la segunda
guerra mundial, Occidente –el Occidente político por supuesto, no el
geográfico- había llegado a ser tan occidental como en los últimos días de
marzo, cuando la gran mayoría de los países europeos, más Australia, Canadá y
los EE UU han procedido a expulsar diplomáticos rusos de sus países, como
represalia frente al intento de asesinato cometido a Skripal y a su hija.
El caso Skripal fue solo la gota de agua
que colmó el vaso. Antes habían sido cometidos asesinatos en contra de
ciudadanos rusos residentes en Inglaterra y otros países. Más aún: el mundo
democrático observaba atónito como Putin, después de la ocupación de territorio
ucraniano, intervenía abiertamente en las elecciones que han tenido lugar en EE
UU y diversos países de Europa, o de como sistemas de espionajes rusos tendían
sus hilos en torno a la política de los países occidentales, o haciendo
ostentación de su poderío militar, amenazando a las naciones democráticas en el
mismo estilo mediático de sus predecesores soviéticos.
Evidentemente, Putin no esperaba la
masiva, unitaria y decidida reacción de los gobiernos de las naciones
occidentales, mucho menos después de unas elecciones en las cuales emergía
triunfante al haber cerrado el paso, inhabilitar e incluso eliminar a sus
principales opositores.
Putin y sus asesores habían hecho suya
la idea de que Occidente está formada por naciones decadentes, gobernadas por
blandos y corruptos liberales, susceptibles de ser amenazados e incluso
comprados a buen precio. De ahí que el apoyo recibido por Theresa May de gran
parte de los gobiernos occidentales
–con excepción de los latinoamericanos (¿dónde estaba la OEA?)- ha tenido un
enorme poder simbólico.
Simbólico, porque “el grito de May”
surgió desde la nación cuya Carta Magna de 1215 puede ser considerada el acta
fundacional de la democracia occidental. Simbólico, porque el Reino Unido de
May es el mismo de Churchill, lugar desde donde fue forjada la unidad de las
naciones occidentales en contra de la Alemania nazi y del avance de Stalin.
Simbólico, porque demostró que el Brexit no ha mermado las relaciones políticas
de Inglaterra con Europa. Todo lo contrario: la concertada acción
inter-occidental ha demostrado claramente que Inglaterra necesita de Europa y
Europa de Inglaterra. Y finalmente simbólico porque EE UU demostró que el
aislacionismo económico al que pretende conducirlo Donald Trump no es un
aislacionismo político. El pacto histórico entre USA y Europa continúa
inalterable. La Alianza Atlántica no ha muerto como muchos pensaron cuando asumió Trump su presidencia. La OTAN
sigue tan viva como antes.
Muy pragmático será Putin, pero lo
hubiera querido o no, debe haber tomado nota del significado simbólico de esos
signos. Pues detrás de esos signos se esconde su enorme soledad internacional.
Y eso no es simbólico. Tampoco fue simbólico que Polonia, precisamente en los
mismos días en que estaba siendo formada la gran coalición internacional en apoyo
al Reino Unido, ha “comprado” a EE UU el más refinado sistema de defensa
anti-misíles del que se tenga noticias.
Pero la expulsión de diplomáticos rusos
llevada a cabo en distintos países occidentales no fue solo una demostración de
solidaridad altruista con Gran Bretaña. En ningún país del mundo la política
internacional contradice a la nacional y, como es sabido, la política
internacional rusa tiene alcances en los propios interiores de los países
occidentales. No nos referimos solo a los sistemas de espionaje sino a los
“caballos de Troya” que mueve Rusia al interior de Europa. Pues para nadie es
un secreto que las extremas derechas y las extremas izquierdas europeas cuentan
con el apoyo de Rusia en todo lo que tenga que ver con la desestabilización de
los gobiernos y de la Unión Europea.
El anti-europeísmo de los extremistas
europeos colinda perfectamente con el anti-europeismo (político y cultural) del
gobierno ruso. Marine Le Pen, por ejemplo, nunca ha ocultado su admiración por
Putin. En España, ni el extremismo de Podemos ni el separatismo catalán, han
dicho una sola palabra en contra de las injerencias rusas en Inglaterra. En
Alemania tuvo lugar incluso un hecho interesante pero también grotesco: los
neo-fascistas de AfD y los post-estalinistas de “Die Linke” se pronunciaron al
unísono en contra de la expulsión de los diplomáticos rusos llevada a cabo por
el gobierno Merkel. Putin, para decirlo en pocas palabras, ha llegado a ser
para muchos gobiernos europeos no solo un problema de política externa sino,
además, interna, La solidaridad hacia Theresa May manifestada por la mayoría de
los gobiernos europeos puede ser considerada sin problemas como un acto de
auto-solidaridad.
La diplomacia rusa ha reaccionado con
sarcasmo, tratando, como era de esperarse, de minimizar el hecho. Por supuesto,
ya está enviando de vuelta a
diplomáticos de otros países cuyos gobernantes no han cometido ningún
crimen. Putin, lo sabemos todos, no se va a dejar intimidar por condenas simbólicas,
ni siquiera por actos de repudio internacional. Él, un “Real-Politiker”, sabe
muy bien que solo los ilusos y los políticos nonatos creen que con sanciones o
bloqueos económicos provenientes de la comunidad internacional puede ser
debilitado un gobierno. Todo indica que Putin piensa lo contrario. La posición
de quedar “solo frente al mundo” puede incluso favorecer el ultranacionalismo
que intenta aplicar en su país. El significado de la acción internacional hay
que verlo entonces desde otra perspectiva, a saber, en el hecho de que por primera
vez en muchos años, el Occidente político ha dado prueba de su existencia.
Se demuestra así una vez más que la
unidad política no es el producto de declaraciones diplomáticas sino de
situaciones existenciales en las cuales la “sociedad abierta” (Popper) debe ser
defendida de sus enemigos. Con lentitud pero con certeza los gobiernos
democráticos del mundo aprenden que una democracia no amenazada desde dentro y
desde fuera es, en los tiempos que vivimos, una imposibilidad histórica.
La acción común llevada a cabo por el
Occidente político ha trazado una línea demarcatoria. Putin deberá decidir
ahora a que lado de la línea sitúa su política internacional. O emulando a
Lenin y Stalin, en dirección hacia el Oriente antidemocrático, o siguiendo la
tradición que intentaron crear Jelzin y Gorbachov, en dirección hacia el
Occidente político. Todo parece indicar que Putin elegirá la primera vía. Y así
el mundo no descansará en paz.