Cuando el año 1996 escribí mi libro “La
Revolución que nadie soñó” intenté demostrar como los grandes cambios
históricos que tienen lugar en los espacios socioeconómicos y políticos suelen
anunciarse en crisis de paradigmas o “modos de pensamiento”. Persiguiendo a esa
tesis proyecté algunas opiniones aún vigentes de Thomas S. Kuhn hacia el campo
de la reflexión política. Así pude percibir que entre las innovaciones
tecnológicas (me refería específicamente al “modo de producción digital”),
manifestaciones de género, luchas ambientales y procesos de democratización
política, hay lazos de equivalencia que permiten detectar el surgimiento de
nuevos paradigmas.
Noté, asimismo, que todas esas
innovaciones paradigmáticas se expresaban en movimientos sociales y políticos
de indudable contenido libertario. En fin, se trataba de una revolución no
prevista: “La revolución que nadie soñó”
Así fue como los nuevos paradigmas
lograron imponerse en los mundos académicos, literarios, cinematográficos y
comunicacionales, hasta que llegó un tiempo –tiempo que ahora vivimos – en
donde esos paradigmas dejaron de ser tan nuevos, algunos de sus postulados
mostraron síntomas de petrificación y muchos líderes de los movimientos de ayer
pasaron a ser celosos guardianes de ideas estancadas, intolerantes bonzos de
códigos mentales e implacables representantes del “pensamiento correcto” e,
incluso, “del lenguaje correcto”.
Se cumplía así una tendencia propia a
todos los movimientos sociales y políticos. Por muy dignos y loables que sean
los postulados originarios es imposible evitar que en su nombre aparezcan
radicalismos, extremismos y fundamentalismos. O que en nombre de la tolerancia
surjan las posiciones más intolerantes que es posible imaginar. Los movimientos
ecologistas vivieron y aún viven esa crisis divididos en “fundamentalos” y
“realos”. Los movimientos feministas también. Perfectamente explicable entonces
es que haya surgido una reacción contraria a los supuestos propietarios de “lo
políticamente correcto”. Así han reaparecido hoy llamados a la diversidad y al
respeto a las diferencias. Al derecho a ser uno mismo y gozar de la libertad
que otorgan los cuerpos siempre y cuando no contravengan a la constitución y a
las leyes. O simplemente, a esa mínima libertad para nombrar a la mujer morena
que me gusta como “mi negrita” y no como “mi afroamericanita”.
Fue el escritor judío-americano Philip
Roth en su famosa novela “La Mancha
Humana” uno de los primeros en reaccionar en contra del “dogma del pensamiento
correcto”. La historia de un académico (un “negro blanco”que aparentaba ser
judío) quien por el solo hecho de referirse a dos estudiantes que nunca
aparecían en clase (sin saber que esos estudiantes eran negros) como a dos
“figuras oscuras”, y la seguidilla trágica que arruinó su brillante vida
profesional, marcó un hito en la legítima reacción en contra de la “dictadura
del pensamiento correcto”. Esa lucha
continúa. Recientemente apareció en ese
grupo de mujeres liderada por Catherine Deneuve en contra de algunas
exageraciones ultraradicales del feminismo norteamericano. Pues una cosa
son las legítimas reivindicaciones de género y otra muy diferente es la
negación del placer, del erotismo, de los deseos sexuales, y del encuentro
amoroso de los cuerpos. Ese fue el mensaje de la “Belle de Jour”.
Podríamos decir entonces que en
oposición al “pensamiento correcto” ha surgido una reacción democrática-
cultural. Sin embargo, como toda manifestación cultural, esta también ha nacido
dividida. A un lado -es el caso del grupo de la Deneuve- están quienes se
oponen a los guardianes del “pensamiento correcto”. Pero al otro lado ha
aparecido una camada de machistas, racistas y fachos quienes en nombre de la
lucha en contra de la corrección política y de los por ellos llamados “progres”
pretenden mover los punteros del reloj hacia horas anteriores a los propios
movimientos sesentistas. Estamos
hablando de una nueva ola, o si se prefiere, de una contrarrevolución cultural
de nuestro tiempo. Sus seguidores son fachos y no fascistas.
Por si alguien no entendió, aclaro: un facho es un tipo psico-cultural y el
fascista un militante político. O lo que es igual: si bien todos los fascistas
son fachos, no todos los fachos son fascistas. En consecuencia, hoy estamos situados frente a tres tendencias: los
fundamentalistas del “pensamiento correcto”, los demócratas que defienden el
derecho a las diferencias, y los fachos psico-culturales. Los terceros suelen
ocultarse en el campo de los segundos pero son muy distintos. Tendencia
altamente peligrosa pues a diferencia de los segundos, quienes solo representan
una corriente cultural, los terceros ya son gobierno en algunos países.
Fue Hannah Arendt quien descubrió que el fascismo surgió como resultado de
la que ella entendió como “alianza entre la chusma (Mob) y las elites”. Para Arendt la chusma provenía de la “desintegración de
la sociedad de clases”. Bajo el término “elites”, a su vez, Arendt hacia
referencias a grupos que ocupaban un papel dominante en la economía y en la
política. La “chusma”, por el contrario, estaba formada por personas
des-individualizadas, disueltas en el magma de la masa.
Claro está: en los tiempos de Arendt no
existía la internet. Si hubiera sido así, Arendt habría descubierto que hoy la
chusma no se hace tanto presente en las calles como en las redes digitales,
particularmente en twitter. “Chusma
tuitera” la he denominado en algunos textos.
“Chusma tuitera”: miles y miles de personajes oscuros que
usan las nuevas formas de comunicación para difamar, mentir y sobre todo
insultar al prójimo, mediante vocablos racistas, sexistas, machistas y
–ultimamente- en contra de personas de edad avanzada.
Al igual que los fascistas de ayer, los fachos de hoy son esencialmente
biologistas. Algunos creen pertenecer a las elites, ocupan puestos
universitarios y se hacen llamar a sí mismos, intelectuales. Pero al facho que
llevan dentro no lo pueden controlar. Se les sale apenas se sienten
cuestionados por alguien que los supera no solo en edad, sino en conocimientos
y cultura. Entonces te mandan a la geriatría –por lo menos- aunque esos sosos y mal donados saben
que gozas de mejor salud física y mental que ellos.
Al mencionar estos hechos, recuerdo que
hace un par de meses Mario Vargas Llosa publicó un interesante texto en contra
del nacionalismo catalán. Me llamó la atención la larguísima lista de
“lectores” que comentaron esa publicación. Cientos y cientos. Por mera
curiosidad comencé a leerlos. Puedo asegurar: más del noventa por ciento
dedicaba sus comentarios a insultar al escritor con epítetos sexistas y
gerontofóbicos, como si Vargas Llosa hubiera cometido un crimen al atreverse a
opinar en sus muy bien llevados ochenta años. Debo reconocer que un sentimiento
de ira me invadió. ¿Qué se habrá
imaginado esa sarta de iletrados, seres incultos, desgraciados mentales, al
ofender de ese modo al laureado escritor? Al final llegué a una conclusión: son
fachos, simplemente fachos.
Los fachos comparten con los fascistas las mismas fobias. Suelen ser
homofóbicos, xenofóbicos, misóginos, y por supuesto, gerontofóbicos. En todos
esos casos son biologistas-políticos. Es decir,
se trata de gente incapaz de soportar la miseria espiritual de sus vidas y por
lo mismo la de los cuerpos que las portan. El odio a la vejez de Vargas Llosa
manifestado por sus “lectores” no podía ocultar el miedo a ellos mismos y a sus
pobres vidas. Sobre todo el miedo a la muerte. Y como se supone que por
cronología los viejos están más cerca de la muerte que de la vida, los viejos
–como representantes simbólicos de la muerte- deben ser aislados o sacados de
la escena pública. El fascismo, sobre
todo el de Hitler, supo servirse perfectamente de los miedos a la vejez y al
envejecer.
El llamado “arte nacional socialista”
exaltaba en sus pinturas y esculturas la vitalidad atlética y la salud de los
cuerpos jóvenes, pero no su erótica, sino solo sus músculos. Por el contrario, llama la atención que en las miles de
caricaturas donde los nazis representaban a los judíos, casi nunca aparecen
judíos jóvenes. Tampoco mujeres. Solo viejos con las narices y las uñas largas.
El racismo y la gerontofobia son dos plagas que suelen venir unidas. Son
las dos caras de una misma moneda. Y queramos
o no, estamos rodeados de fachos por todos lados. La chusma tuitera es solo un
ejemplo. El problema, por lo mismo, no es ese. El problema es que en un momento
determinado esos fachos pueden llegar a ser nuevamente manipulados por líderes
y caudillos políticos.
¿Quién por ejemplo no ha visto a Putin
cuando se hace fotografiar con el torso desnudo y un fusil? El mensaje simbólico es clarísimo: soy un hombre vital,
fuerte y poderoso. No como esos liberales y “progres” que defienden a maricones
y lesbianas. Yo en cambio defiendo los valores de la patria en contra de sus
enemigos: los decadentes que anhelan destruir nuestra juventud, nuestra virilidad, nuestras familias, nuestro honor.
¿No hace al fin lo mismo el ex futbolista Erdogan cuando manda apalear a los
homosexuales en las calles? Trump, en cambio, pone el acento en su odio a los
intelectuales y a los extranjeros (sobre todo en contra de los latinos
pobres.) Y como no puede fotografiarse
con el torso desnudo, a lo Putin, para exaltar su supuesta virilidad debe
conformarse con un ridículo tupé.
Y hasta el mismo dictador Maduro,
cuando baila salsa como si fuera un elefante de circo ¿no intenta transmitir a
“su” pueblo hambriento un mensaje de alegría, juventud y virilidad? Esos
personajes –hay muchos más- han sido
todos cortados con la misma tijera. En cierto modo representan en sus personas
la alianza entre las elites y la chusma de la que nos hablaba Hannah Arendt.
Elites porque controlan el poder. Chusma porque hacen ostentación pública de
sus infinitas vulgaridades.
Los fachos, vale decir, esos tipos psico-culturales
que profesan diversas ideologías y creencias, esos seres odiantes acomplejados
y resentidos que pululan en todos los partidos (incluyendo los democráticos) y
hoy en la inextricable jungla tuitera, solo esperan el momento para convertirse
en lo que pueden llegar a ser si logran articularse con determinadas elites de
la economía y de la política: reaccionarios exponentes de los paradigmas de la
pre-modernidad en pleno corazón de la post-modernidad.
No son fascistas. Son fachos. O, si se
quiere, fascistas en potencia.