Solían ser simples rituales, nadie
espera grandes revelaciones en los mensajes de fin de año emitidos por
gobernantes. Pero el año 2017 fue la excepción en Europa. Como pocas veces
ocurre, tres mensajes fueron seguidos con suma atención por la opinión pública:
el de la canciller alemana Angela Merkel, el del presidente francés Emmanuel
Macron y el del Rey de España. Las razones son fácilmente explicables.
Los tres países han jugado un rol clave
en los acontecimientos que han tenido lugar en el viejo continente durante el
año que se fue. Acontecimientos vinculados a las amenazas que se ciernen sobre
la unidad de Europa. Ellas provienen de distintas esquinas, pero los más
detectables son:
1) Las masivas oleadas migratorias que
provienen desde el Oriente Medio ante las cuales no existe todavía un acuerdo
unitario entre los países que conforman la UE.
2) Los movimientos y bandas del
terrorismo islámico, en sus más diversas versiones.
3) La emergencia y crecimiento de
movimientos nacional-populistas de ultraderecha y de ultraizquierda en toda
Europa, de gobiernos ultranacionalistas en el Este y en el Sur, así como
movimientos separatistas en España, Escocia e Italia.
4) La política desestabilizadora hacia
Europa proyectada desde la Rusia de Putin asociada circunstancialmente con la
Turquía de Erdogan.
5)
La agresiva expansión económica de China.
6) Y no por último, el unilateralismo
económico y político y, sobre todo la imprevisibilidad que caracteriza a la
administración Trump frente a la que fue en el pasado una sólida Alianza
Atlántica, hoy en peligro de disgregación.
A comienzos de 2017, todo hacía suponer
que después del Brexit el peso de la unidad europea iba a caer sobre los
hombros de Merkel. De hecho, la demoscopía daba por descontado que Francia iba
a ser gobernada o por el conservador clásico Fillon o por la nacional populista
Le Pen, ninguno de ambos, amigos de la UE. Las irregularidades financieras que
determinaron la caída de Fillon en pleno proceso electoral, hicieron creer por
un momento que el camino estaba allanado para Le Pen. Y entonces, como casi de
la nada, apareció Macron. Un milagro.
Al fin Merkel había encontrado el socio
adecuado para continuar avanzando en el proyecto Europa. Máxime si, en contra
de los pronósticos, Merkel, pese a sus grandes éxitos financieros, no puede
todavía comenzar su segundo mandato, impedida por las ambiciones de liberales y
socialistas. Estos últimos, pese a su magro 20%, están ejerciendo un chantaje
político en contra de la canciller para el caso en que se dé una coalición
CDU/CSU/SPD.
Bajo esas condiciones, la batuta
política europea debió tomarla Macron. De este modo, si Merkel logra sobrevivir
a la baja politiquería de sus eventuales aliados, podría tener lugar una
interesante división del trabajo: Macron, líder político y Merkel líder
financiera y administrativa de Europa. La fórmula sería conocida como la de la
doble eme, MM.
Bajo las mencionadas circunstancias,
nadie podía esperar un mensaje combativo de Merkel. El suyo fue más bien un
mensaje mesurado, de bajo tono, pero a la vez, inteligente.
Por de pronto, Merkel –algo inusual en
ella- recurrió al discurso del patriotismo. Pero no al patriotismo de la
ultraderecha sino a un patriotismo constitucional, dando así a entender que hay
distintos modos de defender el nombre de la nación. “Alemania es un maravilloso
país”, dijo aceptando la opinión de los optimistas. Pero lo es, agregó, debido
al hecho objetivo de que, nunca como antes, tantas personas tienen trabajo. Sin
embargo también aceptó la opinión de los pesimistas cuando afirman que no todos
los ciudadanos tienen acceso a los bienes que merecen tener. Luego expuso en
líneas gruesas su programa para el futuro.
Resumamos: no solo más trabajo sino
seguridad en el empleo, desarrollo tecnológico que lleve al país a ocupar un
lugar de vanguardia en la producción digital, la predisposición a preparar a
las futuras generaciones atendiendo a la célula básica del orden social: la
familia. En breve: Merkel presentó su propio programa electoral dirigido a los
sectores conservadores, es decir, a la mayoría del país. Su propósito final fue
dar a entender que tales objetivos solo pueden ser logrados en el marco de una
Europa Unida, trabajando en estrecha colaboración con Francia, dejando en
claro, en contra de la opción de ultraderecha, que no hay ninguna
contradicción, más bien una sincronía, entre los intereses de Alemania y los de
Europa.
El mensaje de Macron siguió un orden
similar al de Merkel pero la intensidad de los acentos fue diferente. Al igual
que la canciller, Macron insistió en que la cohesión nacional es prioritaria
para su proyecto de país, pero también para el proyecto Europa. En esa línea,
dividió sus objetivos en dos fases: la de los ajustes económicos, necesariamente
restrictivos (tan restrictivos que han hecho bajar la popularidad del
presidente a un 30%) y el programa social, el que recién será implementado
durante 2018 y que perseguirá cuatro metas: la vivienda, la salud, la
desocupación laboral y el programa de asilo político al que calificó de
irrenunciable, pero a la vez, puntualizando que Francia tiene límites para
seguir recibiendo refugiados en las mismas cantidades que lo ha venido
haciendo. Luego se refirió al proyecto Europa al que dedicó por lo menos el
triple del tiempo que le dedicó Merkel.
A diferencia de Merkel, maniatada por
compromisos internos, Macron puso los puntos sobre las íes. Primero, declaró su
abierta enemistad al ultranacionalismo lepenista y europeo en general. Segundo,
nombró a los países frente a los cuales Europa deberá erigirse como alternativa
económica y social, sobre todo China y los EE UU. En términos simples, Macron
retomó las banderas abandonadas por el socialismo democrático, ya en vías de
desaparición, y asumió una posición combativa frente a los que él considera
enemigos internos y externos de Europa. No dijo nada sobre Putin. Pero todos
entendieron. Fue un silencio estridente.
El tercer discurso-mensaje esperado con
muchísima atención por la opinión pública europea no fue de fin de año pero sí
de Navidad. Fue el del Rey de España, el 24-12-2017.
Nunca, o casi nunca. un mensaje de
Navidad pronunciado por un alto dignatario español ha concitado tanta atención.
Que ese mensaje fuera el del Rey en Navidad y no el de Año Nuevo de Rajoy,
tiene que ver con el símbolo de las investiduras. Mientras Rajoy representa
solo a su gobierno, el Rey es la máxima representación del Estado. El mismo
Estado que, pocos días antes, en las elecciones del 21-D, había sido
cuestionado radicalmente por el separatismo catalán. Un Estado que si hubiese
sido derrotado, habría dañado irremediablemente la arquitectura geopolítica de
Europa.
La voz de ese Estado, y no la de un
gobierno -el que como todo gobierno es transitorio- era la que Europa quería
escuchar. Pues bien, puesto en ese lugar, Felipe Vl habló como el estadista que
es. Y más como estadista que como Rey fue escuchado con suma atención en todos
los países europeos.
Quien lo iba a pensar, el mensaje de
Felipe Vl fue, en algunos puntos, más político que el de Merkel y Macron.
Felipe Vl no puso tanto su atención en
el desarrollo económico de la España moderna sino en sus grandes logros
políticos: entre ellos, haber llegado a ser una democracia ejemplar.
Naturalmente se refirió al tema catalán, y lo hizo con sumo cuidado, recalcando
que la España de hoy es una obra común, hecha a partir de las diferencias que
las separan. De un modo menos placativo que la candidata de Ciudadanos, Inés
Arrimadas, suscribió Felipe la tesis de los tres corazones. Es posible ser
catalán sin renunciar a España y por lo mismo, sin renunciar a Europa. En este
último punto el Rey no fue demasiado enfático. Una lástima.
Mientras Europa ha incorporado en sí a
España, España no ha incorporado en sí a Europa. En todas las grandes
discusiones relativas a los grandes problemas que asolan a Europa, España ha
permanecido ausente. Hasta ahora ha vivido de modo autista, en soledad con sus
propios problemas, entre ellos el principal: esos micro-nacionalismos
repartidos “como piedras a lo largo del camino” (Ortega y Gasset.) Recién
cuando la UE se pronunció enfáticamente en contra del separatismo catalán, los
españoles, incluyendo a los catalanes, descubrieron de pronto que sus problemas
internos estaban afectando al destino de todo un continente.
Ausente la Inglaterra del Brexit,
España debería haber ocupado su lugar en Europa. Tiene todas las condiciones
culturales, políticas e incluso económicas para hacerlo. Su único obstáculo es
ese fragmentado, ese fantasmagórico pasado formado por pequeños egoísmos
regionales a los que muchos ciudadanos, con hispánica testarudez, se resisten a
dejar atrás.