Cuando
llegamos a vivir a esta casa, hace ya una porrada de años, la calle era muy
distinta. Hoy está atochada con edificios de departamentos. Los inquilinos
llegan y se van, nadie conoce a nadie. Del antiguo tiempo solo resta una que
otra casa vieja, entre ellas la mía, que es de los años cincuenta. Y las dos
del frente: dos casas iguales, casi mellizas. Una tiene incluso la fecha de
construcción en el frontis: 1914. Justo cuando comenzó la primera guerra
mundial.
Cuando
llegamos a residir en esta ciudad las dos casas del frente estaban habitadas por
dos matrimonios de viejos. Los dos hombres viejos eran calvos, redondos,
rosados y de baja estatura y, al igual que las dos casas, muy parecidos entre
sí. Las dos mujeres, altas y delgadas, también se parecían. “A estos los
hicieron en duplicado”, comenté yo, la primera vez que los vi.
A los
pocos días de haber llegado, uno de los viejos vino a saludarnos. Nos preguntó
de cual país veníamos y se mostró muy afable con nosotros. No fue simple
cortesía. Cada vez que nos veía iluminaba su cara y se acercaba a darnos la
mano. El otro viejo, en cambio, casi nunca saludaba y cuando lo hacía, más bien
gruñía. Las dos mujeres no aparecían nunca en la calle. Después supimos que
ambas estaban muy enfermas. Si de la misma enfermedad, no lo sé. Para
diferenciarlos, y guiados por esa manía tan chilena de poner sobrenombres a
todo el mundo, bautizamos entre nosotros –Norma y yo- a los dos viejos. Uno
sería el Bueno y el otro, el Hosco.
Nos
llamó sí la atención que entre ellos nunca se saludaban. Y cuando trabajaban en
el jardín que da a la calle, ni siquiera había una mirada. Nada.
Un día
el Bueno se cruzó en la acera con Norma y le preguntó de sopetón: ¿“entiende
usted inglés”? Al oír respuesta afirmativa sacó del bolsillo un sobre y le
dijo: ¿“Podría traducirme esto al alemán”? Era una tarjeta postal, venía de
Michigan. Un simple saludo de cumpleaños que le enviaba un nietecito.
Al día
siguiente el Bueno golpeó la puerta de nuestra casa. Traía consigo un atado de
cartas, todas escritas por nietecitos de Michigan. Cuando Norma las traducía le
brillaban los ojos de contento. Estaba feliz. Fue imposible no tomarle cierto
cariño al viejo, al Bueno.
Una
mañana el repartidor de correo tocó el timbre y me pasó una carta certificada.
Iba dirigida al Hosco quien no estaba en su casa. Me pidió que yo la firmara y
después se la entregara, lo que hice en cuanto lo vi de regreso. Cuando el
Hosco me dio (me gruñó) las gracias, yo comenté que me parecía raro que el repartidor
no se la hubiera entregado a su vecino lateral (el Bueno) quien estaba
precisamente en la puerta de calle en ese momento. “Con ese no nos hablamos” –
respondió el Hosco. “Típica enemistad entre vecinos” - dije yo, solo por decir
algo. “No, no es eso. Durante la guerra (durante Hitler) ese hombre era el
encargado oficial del barrio (Gauleiter). Fue él quien me denunció. Por culpa
suya pasé un buen tiempo preso. Yo era socialista”. Calló unos segundos y luego
agregó: “Antes fuimos amigos; los dos éramos albañiles”
Cuando
conté el episodio a Norma, ella no lo podía creer. ¿El Bueno un nazi y el Hosco
un preso político? Años después, gracias a un estudiante que escribía su
doctorado sobre el tema “historia del nacional-socialismo en Oldenburg”, pude
verificarlo. Así había sido, exactamente, había sido así.
El
Bueno (el nazi) siguió siendo afable con nosotros y el Hosco continuó gruñendo
a guisa de saludo. Hasta que un día el Hosco murió. A las dos o tres semanas
murió el Bueno. Poco tiempo después divisé desde una ventana de mi casa a las
dos viudas. Solo separadas por una hilera de rododendros enanos, conversaban.
Pese a la llovizna no paraban de hablar. Incluso gesticulaban. Vi a las dos
levantar los brazos al mismo tiempo, como si fueran a pelear. Luego se
despidieron, para mi sorpresa, con un abrazo, frío, pero abrazo al fin. Al cabo
de unos meses, ninguna apareció. Hoy las casas del frente, algo modernizadas,
albergan a matrimonios jóvenes con un montón de chiquillos chillones. Una
conserva todavía la fecha de construcción: 1914, al comenzar la primera guerra
mundial.
¿Cuándo
fue que yo - ahora quizás tan viejo como el Bueno y el Hosco- me acordé de esta
historia? Hace muy poco. Fue a fines del 2017 cuando leía esa intensa (y
extensa) novela escrita por Fernando Aramburu cuyo nombre es “Patria”. Una gran
novela, más bien una saga. La historia trata de dos mujeres y de dos familias.
Es una novela que a ti te toma de pies a cabeza. La empiezas y ya no pararás de
leerla hasta el final.
Dos familias, dos mujeres dominantes:
Bittori y Miren. Dos hombres, amigos entrañables desde la niñez: empresarios
trabajadores, uno Txato, exitoso. El otro, Joxian, algo más pobre. Ambos
amantes del ciclismo, comedores de pescado y de vez en cuando, visitantes de la
cantina y bebedores del buen vino. El personaje principal es el pueblo. Todos
podrían haber llevado una vida feliz sino hubiera sido por ETA, cuando apareció
matando en nombre de “La Patria”.
Txato -
al negarse a pagar las altas contribuciones que exigía ETA a los empresarios
del pueblo para mantener su maquinaria de matar- fue asesinado por un comando en el cual estaba involucrado un
hijo de Miren (Joxe Mari). La familia de Txato fue condenada por el
pueblo al aislamiento total. Las dos familias llevaron desde ese momento una
vida trágica, hasta que llegó el momento de la rendición de ETA. Después, la
difícil reconciliación, el imposible perdón.
La novela termina con un abrazo frío entre las dos mujeres, ya muy
viejas, y una, Bittori, al borde de la muerte. Un abrazo sin palabras.
Imposible para mí fue no recordar el abrazo – en verdad, un abrazo de
despedida- entre esas dos mujeres de mi
calle: la del Bueno, el nazi, y la del Hosco, el preso político.
La
calle donde está mi casa, oculta, como casi todas las calles de Alemania, una
historia subterránea. Alguna vez, mucho antes de que aparecieran los edificios
de departamentos solo hubo casas como las de mis vecinos del frente. En lugar del anonimato, hoy apoderado de la calle,
la gente regresaba del trabajo, bebía cerveza y compartía la vida cotidiana
paseando perros o acompañando a sus hijos a la escuela. Hasta que irrumpió el
nacional-socialismo y lo cambió todo.
En la
mayoría de esas, hoy inexistentes casas, debió haber flameado una bandera con
la svástica. Algunos tranquilos habitantes se fueron transformando lentamente
en fanáticos energúmenos. O en delatores, como el Bueno. Otros, los menos, tuvieron que marcharse
para siempre. Más de uno debió haber sido judío. No pocos, como el Hosco,
fueron enviados a prisión. Probablemente las paredes de su casa fueron rayadas con insultos como sucedió con la
casa del Txato, antes de que fuera asesinado en nombre de “la patria”. Su
esposa debió haber padecido el aislamiento más feroz, así como lo padeció
Bittori, la esposa del vasco Txato.
Después
del desastre hitleriano la vida volvió a su curso normal pero solo en sus
apariencias. Algunos ciudadanos, como el Bueno, se mimetizaron con el nuevo
orden de cosas y de nazis radicales pasaron a convertirse en ciudadanos ejemplares.
Otros, como el Hosco, no pudieron olvidar y pasaron el resto de sus días
gruñendo. Sus mujeres no volvieron a ser amigas. Pero había que seguir
habitando la misma calle. Solo por eso, ya viudas, ambas se hablaron.
Hoy el
pasado yace sepultado debajo de los modernos edificios de departamentos. Sepultado,
pero tal vez no muerto. Puede revivir en cualquier momento como revivió con
furia en la guerra del Kosovo o en las masacres a los chechenios en Rusia.
Quizás hoy mismo, algunas casas de ciudadanos kurdos amanecieron rayadas por
los ultranacionalistas turcos como ameneció un día la del Txato, antes de que
fuera asesinado en nombre de “la patria”.
Fernando Aramburu ha sido muy
entrevistado por la prensa. Su libro “Patria”, traducido y publicado en Alemania por la editorial Rowohlt, ha logrado un imponente éxito. En todas esas
entrevistas Aramburu ha manifestado sus temores frente al nacionalismo catalán.
A mí me parecían algo infundados. Los catalanes pueden ser nacionalistas pero
en su mayoría son ciudadanos muy civiles. Sin embargo, hace algunos días leí en
la prensa digital una denuncia de Albert Rivera, líder de Ciudadanos, el
partido catalán anti-independentista. Los padres de Rivera son dueños de una
pequeña tienda en Granollers, en la calle del Triomf. Pues bien, por segunda
vez consecutiva las cortinas y las paredes del negocio de la familia Rivera
amanecieron con rayados insultantes, todos hechos en nombre de “la patria”.
Debo confesar que al mirar esas fotos sentí correr un frío a lo largo del
espinazo.