Después de la segunda vuelta electoral
un horrible epíteto proveniente de las huestes de izquierda comenzó a circular
en Chile: “facho pobre”. Hacía referencia a personas de bajos recursos que en
lugar de votar por Guillier lo hicieron por Piñera.
Dignas personas de izquierda se
distanciaron de la ofensa. Lo que no han hecho, sin embargo, es distanciarse de
la idea que se esconde debajo de esa ofensa, a saber: que los pobres deben ser
de izquierda y los ricos deben ser de derecha y, consecuentemente, que votar
significa actuar de acuerdo a esa lógica. En el fondo, estoy casi seguro, la
mayoría de la gente que “es” de izquierda supone que los pobres que no votan
por la izquierda lo hacen siguiendo el dictado de una “falsa conciencia”.
“Falsa conciencia”, uno de los
conceptos más problemáticos elaborados por Karl Marx. Concepto que proviene,
como casi todas las cosas de Marx, de Hegel. Pues para Hegel la falsa
conciencia deriva del concepto de “enajenación” (Entfremdung), vale decir,
cuando un ser no ejerce su soberanía sobre su propio Yo y en lugar de pensar es
pensado por fuerzas extrañas, idea pre- psicoanalítica cuya expresión clínica
es la (mal) llamada paranoia.
Freud sostuvo que el resultado de la
terapia psicoanalítica debería ser la de devolver al Yo su soberanía perdida
frente a la represión moral del Sobre-Yo y los deseos compulsivos del Ello.
Para Marx, en cambio, la falsa conciencia significaba lisa y llanamente actuar
en contra de los propios intereses de clase. En ese punto, como en otros, Marx
era determinista.
La fórmula de Marx que precede al
concepto de falsa conciencia es muy conocida: “No la conciencia determina al
ser social sino el ser social a la conciencia”. En otras palabras: la
conciencia para Marx es de clase o no es. Un absurdo. Pero un absurdo que hizo
escuela. Su resultado fatídico fue: todo quien no piensa de acuerdo a mi
partido (representante de mis intereses de clase) posee una falsa conciencia.
De la falsa conciencia a la conciencia facha, hay un solo paso. De tal modo, el
infeliz que calificó de fachos pobres (o de pobres fachos) a los electores
pobres de Piñera, aunque nunca haya leído un libro de Marx, es un tributario
ideológico de la ontología marxista.
Efectivamente: ontología. Proviene de
una concepción unidemensional del ser de acuerdo a la cual lo intereses
políticos obedecen a una determinada pertenencia social, sin tomar en cuenta
las pasiones, los deseos, los ideales, los principios, las biografías, en suma:
el ser sí mismo de cada uno.
Lo contrario de la falsa conciencia
–hay que aceptarlo- es la conciencia verdadera. ¿Pero quién determina cuando
una conciencia es verdadera? No hay otra respuesta: el poder. Así se explica
por qué todos los dictadores del mundo –desde Calígula, pasando por Hitler y
Stalin, hasta llegar a Pinochet- actuaron en nombre de la que ellos suponían es
la verdadera conciencia. Del mismo modo, esas dos desgracias políticas de
nuestro tiempo, los dictadores Raúl Castro y Nicolás Maduro, también actúan de
acuerdo a lo que ellos creen tener: una conciencia verdadera. A partir de esa
creencia imaginan que su misión histórica es luchar en contra de todos los
seres -aunque sea la mayoría en los dos países- que poseen una falsa conciencia
de clase. Esa mayoría son los enemigos de la clase que ellos dicen representar:
la clase de los trabajadores. En nombre
de esa “verdadera conciencia de clase” todo está permitido para ellos. Desde la
violación flagrante de los derechos humanos hasta llegar al crimen organizado.
Estoy seguro de que las víctimas de esos dictadores son considerados por ellos
como seres con falsa conciencia. O sea, como fachos. Y si son pobres, como
fachos pobres.
Las elecciones en Chile, sin embargo,
dieron al traste con cualquier determinismo de clase. Los miles de trabajadores
pobres que votaron por Piñera no lo hicieron en su mayoría porque son de
derecha, del mismo modo como los que votaron por la izquierda no son todos de
izquierda. Votaron porque así lo decidieron, no porque eran pobres o ricos, no
porque exista una determinación de clase que determine el acto de votar, sino
simplemente porque eligieron votar por uno o por otro candidato.
Eligieron. Hicieron cumplimiento del
acto soberano que supone cada votación: reflexionar, elegir y sufragar. Se
comportaron como seres autónomos, como debe ser cada elector: alguien que elige
en la soledad de una cabina donde yo estoy conmigo y con nadie más que conmigo.
Yo no sé cuales son las razones que
llevan a cada elector a votar a favor o en contra de fulano o de sutano. Quizás
hay miles de razones. Yo no sé tampoco por qué uno de cada cuatro electores que
en la primera vuelta votó Frente Amplio votó en la segunda por Piñera. Pero si
sé que los resultados de la segunda no fueron compatibles con los de la primera
vuelta. Hubo mucha mobilidad electoral. Eso significa, en el breve lapso que
transcurrió entre la primera y la segunda vuelta, no pocas personas cambiaron
de opinión. O sea, pensaron.
Pensaron, lo repensaron, lo requete
contra pensaron, y después votaron. En breve, se comportaron como electores
soberanos. Quien escribe estas líneas los entiende perfectamente. Yo soy uno de
ellos.
Jamás entregaré mi voto a alguien
porque ES de izquierda o de derecha. Analizaré la situación política general,
trataré de visualizar de donde vienen los peligros más graves para la
estabilidad democrática del país en donde yo vivo y pensaré quienes están en
condiciones de detenerlos, y luego, solo después de eso, votaré.
No comentaré mi voto a viva voz, y solo
lo diré a quienes me lo preguntan. Hace mucho tiempo que no “soy” de un bando
ni de otro. Mi ser soy yo. Casi nunca he votado a favor de alguien sin definir
primero en contra de qué y de quién estoy (estoy, no soy). Mi sí viene de mi
no. Soy un elector soberano. Tan soberano como los que decidieron en Francia
votar Macron en contra de la Le Pen y de los que votaron por Arrimadas no
porque ella es tan guapa, sino en contra del ultranacionalismo de Puigdemont y
de la ultraizquierda catalana. O como los “fachos pobres” de Chile que
prefirieron votar por Piñera, por muchas y respetables razones que no conozco
ni me interesa conocer. E incluso, por esos otros, los pobres venezolanos que
al escuchar decir a los divisionistas de la oposición que el voto no valía
nada, decidieron cambiar su voto por un pernil y así al menos paliar su hambre.
Aunque de modo pervertido, ellos también ejercieron su soberanía. Al fin y al
cabo, cada uno es dueño de su voto.
Mi voto es mi yo convertido en una cruz
en el momento en que yo elijo.