Las elecciones presidenciales, sobre
todo cuando sus resultados son tan inapelables como los obtenidos por Sebastián
Piñera el 17-D, tienden a modificar la geometría política de
las naciones. Chile no será la excepción. Su formación política, ya alterada
después de la primera vuelta presidencial, ha experimentado grietas y
desplazamientos que incidirán en la suerte del futuro gobierno.
Partamos desde lo más visible, a saber,
debilitamiento de la centro-izquierda y fortalecimiento de la centro-derecha, y
por lo mismo un centro bastante inclinado hacia el lado derecho. Más inclinado
todavía si se tiene en cuenta que las derechas del bloque electoral son,
tendencialmente, derechas extremas, vale decir, derechas cuyo objetivo
primordial pasa por la polarización y no por la consolidación de una
centralidad forjada en aras del principio de gobernabilidad.
Evidente, la naturaleza escorpiónica de
esas derechas las obligará a tironear la manga de Piñera para que
abandone el centro y constituya, junto a ellas, un gobierno clásicamente
derechista (léase: autoritario, familiarista, confesional, antiliberal.) Lo
contrario de lo que quiere ser Piñera,
definitivamente más pipiolo que pelucón. Todo indica entonces que a Piñera no le va a quedar otra salida que intentar componer
una obra política-artística: tranquilizar a sus seguidores de derecha y
conectar con el centro, si no el político (la verdad, después de la debacle de
Guillier se encuentra terriblemente despoblado) por lo menos el social. Esto
último es importante.
Con inteligencia – virtud que no
caracteriza a la mayoría de los ideologizados comentaristas chilenos- el profesor Germán Silva Cuadra captó en un
comentario publicado en El Mostrador (19.12.2017) la parte sociológica de la
cueca electoral. En el Chile post-dictatorial, opina, han aparecido nuevas
clases medias (altas o bajas, pero medias.) Estas nuevas clases medias son
predominantemente antipolíticas pero a la vez temen u odian a los extremos y
cuando llega el momento de pronunciarse en contra de ellos, lo hacen. Si Piñera sabe calcular (quizás es lo que más sabe) entenderá
que en ese muro clasemediero de contención política reside la clave de su
éxito. No en la derecha-derecha.
O dicho de otra manera: si como consecuencias
de la crisis de la NM (recién comienza) el espacio centrista está muy
despoblado, no lo está en cambio desde el punto de vista social. Dar formato
político a esa nueva fuerza social deberá ser tarea de buenos políticos, o de
los que quieran serlo.
En todo caso, Piñera las
tendrá más fácil que Macri. Mientras el argentino heredó el despelote económico
del kirchnerismo, Piñera, cuando más, deberá hacer uno que otro ajuste en una
línea que combina crecimiento económico con reformas sociales. No hay ninguna
razón para postergar estas últimas. La gratuidad de la enseñanza es un buen comienzo. Después vienen otros temas que
deberán ser resueltos con sentido social: las pensiones y los de la salud,
entre otros. Mal aconsejado estaría Piñera si no ocupa
los espacios sociales vacíos que le regala la crisis de NM y se dedica solo a
las estadísticas. Nadie come estadísticas.
La crisis de NM es en gran medida la
crisis de la izquierda chilena, y esta, una expresión criolla de una crisis de
dimensiones planetarias.
Como en otros lugares de la tierra, la
lenta extinción de los comunistas no llevó en Chile al auge de sus rivales de
izquierda, los socialdemócratas. Estos últimos viven una crisis que en términos
gramscianos podríamos denominar, crisis de representación, la que a la vez ha
redundado en una crisis ideológica y, más aún, en una crisis de identidad del
conjunto de la izquierda chilena. El hecho de que el socialismo chileno hubiera
preferido desembarazarse de Lagos para sustituirlo por un candidato buena
persona, pero sin tradición socialista, fue solo un síntoma de esa crisis. Otro
síntoma, quizás el más exótico, ha sido el aparecimiento del FA, un
conglomerado de partidillos cuyo único punto de acuerdo es su lucha edípica en
contra de NM.
Es definitivo. En Chile, como en otros
lugares, ya existen dos izquierdas. Una, la histórica. Otra, la populista.
Ignoramos como ambas resolverán sus diferencias. Lo que sí puede vaticinarse es
que parte de la izquierda histórica no se resignará a abandonar sus posiciones
centristas y otra acudirá al llamado frenteamplista. La división de las aguas
ha sido programada. Quizás ya está ocurriendo.
No es para celebrarlo: si la crisis de
la izquierda llega a ser más profunda de lo que ya es, su naufragio no llevará
necesariamente a un triunfo de la derecha sino más bien a una suerte de anomia
política. Pues toda democracia requiere de un balance, por muy inestable que
sea, entre los defensores del orden y los partidarios del cambio. Si unos
desaparecen, pueden desaparecer los dos. Hay muchos relatos históricos que
confirman esa tragedia.
La izquierda en Chile corre el peligro
de ser solamente receptora de protestas sociales. Pero eso no basta si al mismo
tiempo esas protestas no van acompañadas de demandas
políticas, entre ellas, las más importante: la defensa de los valores
democráticos. Justamente en ese punto hay déficits notorios en la cultura
política chilena. Las desigualdades de género, la devastación del medio
ambiente, la defensa de las minorías étnicas (en la que también se cuenta la
defensa de los derechos de los emigrantes sociales y políticos) son parte del
repertorio de algunas izquierdas que intentan sobrevivir políticamente. Si la
izquierda histórica y sus acompañantes centristas
(sobre todo los democristianos) no asumen con decisión esos temas, los asumirá
la izquierda populista, como ya está ocurriendo.
Sin embargo, la identidad democrática
no se adquiere solamente en temas nacionales. Por ejemplo, el infundado peligro
de que Chile se hubiera convertido en una
“Chilezuela” si Guiller apoyado por el FA hubiera vencido, si bien fue
instrumentalizado por la derecha, no ocurrió solo por la habilidad mediática
del comando piñerista. Fue posible, sobre todo, porque la izquierda
chilena no ha sabido o querido establecer una línea demarcatoria en contra de
los regímenes antidemocráticos de América Latina.
Muy pocos en Chile, es cierto,
defienden en voz alta al régimen de Maduro. Pero quienes condenan el secuestro
de las instituciones públicas, la violación de los derechos humanos, la
militarización del poder y los atropellos diarios a la dignidad humana que
tienen lugar en el país caribeño, no son en su
mayoría voces izquierdistas. El ardid electorero de “Chilezuela” se lo ganó la
izquierda chilena. Que con su pan se lo coma.
Chile, es cierto, nunca ha sido un país
con fuerte presencia en el área internacional. Sin embargo, el triunfo de Piñera no es solamente un fenómeno local. Chile, quiera o
no, ha pasado a ser parte de una constelación política internacional, por lo
menos en el Cono Sur. Por de pronto, por primera vez se produce una
concordancia tan exacta entre mandatarios argentinos y chilenos. Incluso
Cristina Fernández era demasiado revoltosa para que Bachelet siguiera su
alocado ritmo. Macri y Piñera, en cambio,
han sido cortados por la misma tijera. Al menos ambos parecen creer –
parodiando a Clausewitz- que la
política es la continuación de la economía por otros medios. Pero si los dos
mandatarios logran elevar sus compatibilidades bursátiles hacia el plano de la
política, podría tener lugar la formación de un eje Atlántico/ Pacífico
sumamente interesante en el Cono Sur. Uno en condiciones de perfilarse como
contra-equivalente al impulso dictatorial que proviene del eje La Habana/
Caracas.
Desde el punto de vista internacional,
el gran perdedor con las elecciones chilenas ha sido Evo Morales, ficha
autocrática que manejan Castro y Maduro en las tierras del sur. Por lo menos
dos pretensiones de Morales han sido aisladas: las marítimas y las de su
reelección indefinida.
Las primeras, las marítimas, llegaron a
contar con un fuerte apoyo de Fernández, Mujica, Humala y Correa. Hoy Morales
no cuenta con ninguno. Las segundas, las re-eleccionistas, son hoy una
excepción en un gran espacio regional que consagra como principio fundamental
de la democracia la alternancia gubernamental. En ese contexto la Bolivia de
Evo aparece como una oscura mancha. Siguiendo esa misma lógica, el
levantamiento democrático de Lenín Moreno en contra de la lacra re-eleccionista
defendida por Correa en Ecuador, puede recibir un respaldo internacional con el
cual hasta hace poco no contaba
Si Piñera todavía
no se ha dado cuenta, habrá que recordarle que la política es también
geopolítica. Chile no está aislado del mundo, como creyeron otros presidentes
del pasado reciente. De ahí que las identidades políticas nacionales hayan
pasado a ser interdependientes con las internacionales. Solo así se explica
porqué las elecciones chilenas fueron seguidas con tanta atención en el
exterior. La globalización, definitivamente, no solo es un fenómeno económico.